Para que lo trabajara y custodiase. 9. La huerta de la fruta

Por Carlos de Bustamante

( Descargando la mies. 2000. Acuarela de Jesús Meneses del Barco) (*)

Del caserío de la Dehesa parte un camino transitado con más frecuencia que otros más numerosos e importantes. Cierto que con el transcurrir de los tiempos y con ellos el devenir del progreso, variaron los medios de trabajo y transporte propios de toda labranza.

Fueron primero los carros. El vehículo más rústico y sencillo que fue común en grandes agricultores; en los medianos y en los más chicos. Carros que tiraban de ellos potentes pares de ganado mular, caballar o vacuno. Los que transportaban moderados frutos de cosechas limitadas a “cuatro obradas” de tierra. O los que tirados por sencillos jumentos llevaban los escasos productos de la tierra labrada con más esmero, si cabe, que las de los terratenientes más fuertes.

El amo de turno en la Dehesa, labranza considerada entre las primeras, sin llegar a ser de las más fuertes, aprendió pronto que no está el verdadero mérito ni valor que al final realmente importa, en la menor o menor extensión de terreno a trabajar y custodiar, sino en el cómo y por qué se cumple el superior mandato. Lo escuchó repetidas veces y con más fracasos que éxitos, puso esfuerzo y voluntad en lo que nunca nadie supo o, al menos, no se puso por obra. Palabas que quedaron grabadas en sus adentros, como el eco que, procedente de las Derroñadas -cortaduras imponentes donde el páramo de desplomaba a tajo sobre el río-, cuando en las laderas el pastor de Peñalba voceaba a las ovejas que careaban la yerba; pasto tierno en las cárcavas producidas por las lluvias en las horrísonas tormentas de verano. Eco, digo, que oyó una y mil veces, cuando transitando por el camino secundario mentado, le llevaba a los cachos del Moral o el más extenso de Los Morales, al Picón de la Huerta y Huerta de la fruta.

Parece que el gran Paraíso donado a nuestros primeros padres, pudiera situarse entre los ríos Tigris y Éufrates. El camino que moría en la huerta de la fruta, bordeaba en múltiples sinuosidades las albercas que, procedentes del canal del Duero y aumentado el caudal por continuos manantiales, si no abrazaba un paraíso comparable con el Gran citado, sí proporcionaba frescura y verdor al paraje que, abundante en frutales de las más variadas especies, únicas en calidad y sabores, daba nombre a la Huerta de la Fruta. Paraíso singular y nada de pequeño, que hacía del modesto camino, uno de los de mayor tránsito.

En el lugar donde la mayor de las albercas había de atravesar el camino, vertía el caudal cristalino en un sifón de considerable altura. Con una tubería de hormigón bajo el camino, caía en otro que dominaba los dos cachos del Moral y Morales a los que regaba y convertía en tierras feraces. Antes de entrar en la Huerta, que alcanzaba el mayor esplendor y belleza a partir de este punto, acostumbraba el amo a encaramarse en lo más alto de los sifones, para contemplar la incomparable naturaleza que abarcaba la vista. Era desde allí donde percibía el eco arriba mentado de aquellas palabras escuchadas y que, como el eco, resonarían toda su vida. ¿Y qué es contemplar, sino oración de agradecimiento y admiración por la incomparable obra del Creador? Contemplación que cuadra con las palabras del eco escuchadas…:

“No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios. Por el contrario, debéis comprender ahora —con una nueva claridad— que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir”.

Y como un retumbar del eco repetido:

“No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo”.

Muchas otras cosas fueron motivo de contemplación para “el amo de turno” o posiblemente de vosotros, mis amigos y probables únicos lectores. Para todos, pues, medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo ¿O no? Pues eso. Nos vemos…


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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