Ideología de género. IV. Orígenes

Por José María Arévalo

( Mujer en la cocina, Hacia 1925. Óleo sobre lienzo de María Blanchard) (*)

Los orígenes de la ideología de género es el tema del capítulo tercero del libro que estamos reseñando en esta serie “Cuando nos prohibieron ser mujeres… y os persiguieron por ser hombres. Para entender como nos afecta la ideología de género”, de Alicia V. Rubio -titulada en Filología Clásica por la Universidad de Salamanca y profesora de educación física en un centro público de Madrid durante veinticinco años-, editado en 2016 por la digital Titivillus, libro del que ya hemos dicho nos ha sorprendido mucho por la novedad de sus enfoques y claridad de exposición.

Comienza citando a G. K. Chesterton: “El feminismo está mezclado con la idea absurda de que la mujer es libre si sirve a su jefe y esclava si ayuda a su marido”. “Desde las primeras reivindicaciones de la mujer para alcanzar un status social –explica ahora Alicia V. Rubio-, político y laboral semejante al masculino, al feminismo tradicional se han ido uniendo varias corrientes de pensamiento que han aportado su ideología hasta llegar a este cuerpo doctrinal lleno de evidentes contradicciones que llamamos ideología de género”.

“A finales del siglo XVIII –continúa- apareció en Francia una «Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana» (Olympe de Gouges, 1791) en la que estaban involucrados clubes de mujeres que reivindicaban sus derechos en política y economía. Poco después aparece en Gran Bretaña el libro «Una Reivindicación de los Derechos de la Mujer» (Mary Wollstonecraft) incidiendo en el mismo tipo de demandas femeninas. Sin embargo, hasta muy entrado el siglo XIX no hay organizaciones de mujeres creadas específicamente para luchar por la emancipación de su sexo.

En un primer momento, el movimiento conocido como «feminismo», palabra que aparece en una revista de finales del siglo XIX (La Citoyenne, 1882), reivindicaba el derecho al voto femenino, el derecho a ejercer profesiones consideradas como «masculinas» y vetadas, por tradición, a la mujer, el acceso a las universidades y un salario digno.

Sin embargo, las raíces de la deriva que ha acabado enfrentando sexos que son complementarios intentando igualarlos y, puesto que no es posible, concluyendo que lo mejor es que no existan, se pueden encontrar en Friedrich Engels y la aplicación de la lucha dialéctica de clases a la familia.

“El primer antagonismo de clases de la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer unidos en matrimonio monógamo, y la primera opresión de una clase por otra es la del sexo femenino bajo el masculino. (…) El hombre es en la familia el burgués, la mujer representa en ella al proletariado” («El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado», F. Engels).

En este primer corpus doctrinal, probablemente sin que el propio autor lo buscara, se fundamenta la posibilidad de que los roles biológicos complementarios fueran antagónicos y que la construcción de una realidad social y no biológica, como son las clases sociales, se aplicara a la dicotomía biológica hombre-mujer.

Desde esta perspectiva, las primeras feministas socialistas relacionaron la subordinación social de la mujer a su papel de esposa y madre y la opresión socioeconómica con la sexual. Por ello, empezaron a arremeter contra el matrimonio y la familia tradicional y a reivindicar la libertad sexual como forma de equiparase al varón, si bien esta idea no cuajó por motivos biológicos evidentes en la sociedad de finales del XIX y principios del XX como lo ha hecho posteriormente. Paralelamente y durante esos años, hay una coexistencia con un feminismo de corte católico (Marie Maugeret) que no opone la emancipación de la mujer a la maternidad, ni la concibe como una lucha de sexos.

De esta forma, cuando diversas corrientes izquierdistas y críticas con la sociedad burguesa surgidas a lo largo del siglo XX retoman las ideas de Marx y, especialmente, de Engels para explicar y oponerse a esta, se encuentran la semilla de las feministas de ideología socialista y ven, como corolario lógico a la lucha de clases con una clase trabajadora explotada y oprimida, y a una lucha de sexos donde la mujer es la oprimida, la eliminación de las diferencias, la igualación, tanto entre clases sociales como entre sexos. La escuela de Frankfurt con Wilheim Reich y Herbert Marcuse serían los que abrirían un nuevo camino a esta idea.

Pero la que verbaliza con toda su crudeza esta concepción de la naturaleza humana como algo al albur del propio ser humano y define la idea de la sexualidad femenina con sus roles biológicos como algo odioso y nefasto es Simone de Beauvoir. Son reveladoras de su ideología las frases que se le atribuyen: “No naces mujer, ¡te hacen mujer!” que evidencia una perspectiva en la que se considera la feminidad como una creación social y por tanto variable como toda estructura social humana. El desprecio a la función biológica de la mujer y a su función social es también determinante para lo que luego vendrá: La mujer casada es esclava. El ama de casa no hace nada.

Sin embargo, también es consciente de que para erradicar esta situación, que considera indeseable para las mujeres, es necesaria la imposición y la violencia: No debe permitirse a ninguna mujer quedarse en casa para criar a sus hijos dice la señora Beauvoir, con indiferencia total por el deseo o la elección personal de la mujer concreta y con absoluto desprecio por el papel biológico de ésta que, por motivos diversos, puede suponerle una realización personal. Comienza la denigración del sexo femenino por ser como es. Y este menosprecio engloba e implica también a todo ese bagaje asociado proveniente de los diversos campos donde la mujer se desarrolla y desarrolla sus gustos, deseos y capacidades.

La siguiente aportación al corpus llega en los años 60 con una nueva ola feminista, representada por la NOW (National Organization for Woman) de Betty Friedman que radicaliza el pensamiento de Simone de Beauvoir y también a través de la liberación sexual del 68. Los movimientos de izquierda que ya habían asumido la lucha de clases aplicada a los sexos, con Germain Greer, Kate Mollet y Shulamith Firestone, proponen la revolución sexual como forma de cambiar la sociedad patriarcal y opresora y asocian, lógicamente, el papel social de la mujer, esposa y madre, como la causa de su permanencia en los ámbitos privados de la sociedad, dedicada al cuidado de los hijos.

Paralelamente, la liberación sexual de la mujer supone que ésta se comporte frente al sexo como podría comportarse un varón, al que las consecuencias de la reproducción asociada al sexo no le afectan tan directamente como a la hembra. La libertad sexual exige un sexo sin «consecuencias indeseadas» y son precisamente las «consecuencias indeseadas» lo que atan a la mujer a sus «roles sociales indeseados». La forma de aunar estas dos ideas es conseguir una sexualidad libre y sin consecuencias indeseadas, es decir, sin maternidad para la mujer: y ahí son determinantes la homosexualidad, la anticoncepción y el aborto.

El concepto de que la homosexualidad es una forma posible y aceptable de relación sexual en la que no hay consecuencias indeseadas y la idea de que las diferencias hombre- mujer son sociales, y por lo tanto eliminables, unidas a la creencia de que todos, por ello, podemos construirnos como hombres o mujeres según nuestra educación o nuestros deseos, encaja perfectamente con las reivindicaciones y los intereses de los colectivos homosexuales. Estos lobbies entran en el panorama ideológico para defender esta teoría de deconstrucción de la sociedad heteronormativa, que perpetúa las diferencias de sexos donde no se sienten identificados, para negar la dicotomía hombre-mujer y para demonizar la heteronormatividad.

Es el punto en el que empiezan a representar a los movimientos de defensa de la mujer únicamente mujeres lesbianas que, en muchos casos, no se encuentran a gusto en su biología, e incluso, odian abiertamente su condición femenina y a los varones. De esa manera, los intereses de la mujer son sustituidos por los intereses de una pequeña parte de las mujeres cuyo planteamiento dista mucho de ensalzar y reivindicar la condición femenina y de reivindicar el papel sociobiológico de la mujer y que, por el contrario, trata de erradicar las diferencias en todos los ámbitos partiendo como modelo al que hay que tender en esa igualdad de los valores, gustos, comportamientos y deseos, al rol masculino como rol hegemónico.

Naturalmente, eso supone que, cuanto más se parezca la mujer al ser que detenta ese rol hegemónico, más cerca está de ese mismo rol hegemónico. Los comportamientos masculinos, sus gustos, su percepciones y temperamento, más agresivo y competitivo, se ponen como ejemplo de cómo debe ser una mujer. Así, las defensoras de la mujer acaban denigrando y repudiando cuanto hace a la mujer exactamente eso: mujer. Y la maternidad, como quintaesencia de la diferencia entre sexos, es considerada la peor de las lacras.

Quizá el ejemplo más ilustrativo de la evolución de esta forma de ver la feminidad sean las famosas «quemas de sostenes» que se realizaron durante esos años, con el sujetador como representación de las diferencias del hombre y la mujer y como icono del yugo femenino. Naturalmente, quemar sostenes no eliminaba la presencia de los pechos de la mujer y, una prenda que sólo usan las mujeres, y no los hombres, por motivos biológicos y que todas consideramos de forma mayoritaria que nos hace más cómoda la vida, debía desaparecer porque debíamos ser «más hombres». Este acto, que podía parecer inocuo, demuestra la deriva hacia el feminismo de género en el que se utiliza como argumento la negación de la biología femenina, se confunde el cuerpo y la fisiología con los organigramas culturales y sociales, y se piensa que negar una realidad la hace desaparecer. Efectivamente, una vez quemado el sostén, las mamas seguían existiendo, pero las mujeres estaban más incómodas. También es, por ello, ilustrativo del nulo beneficio que traen los actos en favor de la libertad de la mujer que olvidan a la mujer real y biológica y que llevamos padeciendo desde entonces.

[…] Paralelamente al avance social de esta ideología, se empezaban a producir asaltos a los puestos de influencia en los grandes organismos que posteriormente van a ayudar con su enorme poder a la imposición de esta visión de los sexos y de la mujer en el mundo, y a implementar ayudas a las mujeres basadas en este olvido de la mujer real y biológica. Puesto que no era fácil que la mayoría de las mujeres aceptaran gustosa y entusiásticamente unas directivas tan opuestas a su propia esencia, a su biología, sus percepciones, gustos, deseos, comportamientos e intereses, era necesario imponerlas desde arriba mediante el «sistema del palo y la zanahoria»: «por las buenas» con grandes asignaciones de fondos y directivas vinculantes a los países, o «por las malas» con imposiciones y leyes de obligado cumplimiento si la zanahoria de la manipulación no funcionaba.

Según las palabras de Dale O´Leary debido a que esa revolucionaria ideología no logró la adhesión popular, las feministas radicales empezaron a poner sus miras en instituciones tales como las universidades, los organismos estatales y las Naciones Unidas. Así empezó la larga marcha a través de las diversas instituciones. En las Naciones Unidas encontraron poca oposición. Los burócratas que llevan la gestión diaria suelen tener simpatía por los objetivos feministas cuando no son activistas directos. (…) Ni qué decir tiene que las organizaciones feministas radicales han logrado imponer su programa con gran eficacia en la Sede de las Naciones Unidas de Nueva York y en diversas conferencias de las Naciones Unidas en todo el mundo. (…) Por ejemplo, las feministas radicales controlaron la Conferencia de la Mujer de las Naciones Unidas celebrada en Beijing en 1995.

A la toma de los organismos internacionales y órganos decisorios se une la infiltración en universidades y «colleges» femeninos, donde se empiezan a impartir cursos de redefinición del género, donde se hacen obligatorios en los programas de estudios femeninos diversos textos basados en la ideología de género y de donde surgen activistas del género que van a aportar nuevas visiones cada vez más radicales de la ideología de género.

Según el filósofo Andrés Jiménez Abad, ese feminismo de los años 60-70 llamado feminismo de tercera generación, podría presentar dos perfiles: El liberal-reformista, surgido en Norteamérica y que tendrá una gran expansión en el mundo cultural y universitario a través de los «Women’s Studies», orientado a que la mujer sea dueña de su propio cuerpo y se integre plenamente en los escenarios públicos. El modo de obtenerlo es mediante reformas legales que se imponen a través de grupos de presión dentro de las instituciones a las que acceden por su respetable imagen de cultura que proviene de la Universidad. El socialista, más centrado en Europa, con talante activista y de participación directa en la política, con la visión de lucha de clases aplicada a los sexos y que busca la transformación del rol social de la mujer y la desaparición de la familia y de la sociedad patriarcal, causas de la opresión femenina.

[…] En 1975, en la conferencia de Naciones Unidad sobre la mujer, y con el mundo entero a favor de la igualdad en derechos y dignidad de hombres y mujeres, las feministas de género, aunque todavía minoritarias, irrumpen con exigencias que no pueden contrarrestarse por tres razones: ese clima favorable a las acciones que las mujeres propongan, aún descabelladas, para su liberación y emancipación, el no haber un corpus ideológico organizado contra esas nuevas ideas, y el desconocimiento de las consecuencias que esos planteamientos pueden producir en las mujeres reales y la sociedad.

En 1979 la ONU crea el CEDAW (Committee on the Elimination of Discrimination Against Women), movimiento o grupo de liberación femenina dentro de este organismo para la eliminación de toda forma de discriminación contra la mujer. Recibido, como cualquier movimiento que se hubiera presentado a favor de la igualdad, con abierta simpatía, sin embargo, la idea de que «discriminación» es «toda acción, política o práctica que influya de forma diferente en las mujeres que en los hombres», empieza a derivar en la demonización de cuanto, por sentido común, ha de ser diferente. En este contexto, el sujetador para el pecho femenino sería, efectivamente, un elemento discriminatorio y si no lo es, se debe únicamente a que no ha sido planteado como tal en alguna asamblea. Sin embargo, en los cinco años siguientes se sumaron a esta convención, ratificando sus acuerdos, más de ochenta países.

A lo largo de los años 80 y 90 del pasado siglo, las ideólogas de este feminismo de género, en su inmensa mayoría lesbianas, fueron radicalizando la ideología y disociándose definitivamente de la biología femenina. Esta tercera ola de feminismo llamado de género, tal y como aparece en el libro de Cristina Hoff Sommer antes mencionado, se contrapone al feminismo de equidad, que busca la igualdad de derechos y dignidad para todos, con esa lucha de género donde las mujeres son oprimidas por una sociedad de jerarquía patriarcal y sólo pueden ser liberadas con la destrucción de esa jerarquía y la sociedad que la ampara.

Paralelamente, esta visión de la liberación de la mujer, ya arraigada en numerosas universidades de corte femenino y amparada por el prestigio universitario, se proyecta al resto del mundo a través de los ámbitos culturales. Libros como el de la feminista radical y lesbiana Judith Butler («GenderTrouble: Feminism and the subversion of the identity») que presenta el género como construcción personal independiente del sexo, Alison Jagger («Political Philosophies of Women´s Liberation»), con su visión de la sexualidad humana como polimorfamente perversa natural y abogando por la destrucción de la familia biológica, son textos de obligada lectura en los estudios sobre la mujer.

En este contexto se produce otro hito de éxito para la implantación de la ideología de género: la Asamblea de Naciones unidas en Nairobi (1985) para analizar la «Década de la Mujer», donde la inmensa mayoría de las representantes de las mujeres eran defensoras de la ideología de género y sus planteamientos respecto a la mejora de la situación de la mujer. Como, evidentemente, las diferencias entre hombres y mujeres van asociadas al sexo, discriminación es cualquier distinción hecha sobre la base del sexo, que tenga el efecto o propósito de desmejorar o anular el goce o su ejercicio por parte de la mujer, sin importar su estado marital, sobre la base de igualdad entre hombre y mujer, sobre derechos humanos y libertades fundamentales en el campo político, económico, social, cultural, civil o cualquier otro.

Obviamente, las consecuencias del sexo son diferentes para hombres y mujeres y por ello, el sexo es discriminatorio por sí mismo. En cambio, el género, es decir, la construcción social que de nuestra sexualidad hagamos, deslindada de la realidad biológica, es totalmente antidiscriminatorio. Sin embargo, las diferencias biológicas, aunque se nieguen, existen y siguen existiendo para desgracia de los ideólogos de género. Es entonces cuando la libertad de las mujeres se asoció a su salud sexual y reproductiva, a la desaparición de «consecuencias indeseadas y discriminatorias» de la biología, es decir, al aborto y la contracepción sin plantearse los posibles perjuicios para la salud de la mujer que acarrea la ingesta de medicamentos contraceptivos o abortivos o los traumas por la eliminación de un hijo en formación.

Quizá entonces no se conocieran muchas de las consecuencias que sobre la salud de las mujeres conlleva el ingerir altas dosis de hormonas para evitar embarazos. En este momento y pese a que se evitan y se acallan estudios que relacionan estos medicamentos con muertes súbitas por ictus, los tumores de mama y de órganos genitales, y se constata un aumento en la incidencia de los mismos en mujeres jóvenes, se continúa con las mismas políticas de buscar la salud sexual de las mujeres minando su salud integral.

En el caso de los abortos, y pese a presentarlos como una forma aceptable de evitar un mal terrible, el bebé concebido, han resultado ser una forma terrible de evitar una consecuencia, el bebé, en absoluto tan dramática como cualquiera de las imágenes de abortos que podemos ver. Aunque se ha presentado como algo inocuo y corriente, como un derecho de la mujer, algo no cuadra cuando los casos de síndrome post aborto se multiplican en mujeres, conscientes de la gravedad de lo que han llevado a cabo, a las que no se ha dado otra opción.

Cabe preguntarse hasta qué punto la cuota a pagar por una liberación sexual al margen de la biología, liberación en muchos casos impuesta socialmente y a través de instituciones «defensoras de los derechos de la mujer» y publicitada por los medios, está siendo un precio excesivo para la propia mujer a la que se dice beneficiar. Muchas mujeres empezamos a preguntarnos si vale la pena pagar la alta tasa de nuestra propia salud por una libertad tan circunscrita a un ámbito: el sexo. Y comenzamos a preguntarnos: «si a nosotras no nos beneficia y se continúa por la misma senda, ¿a quién beneficia?»

El hecho es que, arrollado por una doctrina tan extremista, el feminismo de equidad es eliminado y los movimientos feministas toman una deriva de radicalización que va unida a la renuncia absoluta al cuerpo femenino. Es decir, la mujer real, esa mujer con la que al menos el 90% de las mujeres se siente identificada desaparece de las miras de los y, sobre todo, de las representantes de la mujer.

[…] Con una creciente mayoría de representantes partidarios de estas teorías en la ONU y de la multinacional del aborto International Planned Parenthood (IPPF) diseñando los programas de «salud sexual y reproductiva» de la mujer, teóricamente buscando el beneficio de la mujer pero, en la práctica, embolsándose increíbles cantidades de dinero por ello, la deriva de género se empieza a imponer al mundo mediante diversos tratados que obligan a los países firmantes.

Los siguientes hitos que nos han llevado a la imposición de tales teorías son las Conferencias de Naciones Unidas sobre la Mujer de Viena (1993), El Cairo (1994) y Pekín (1995), cumbre amparada por la ONU de especial importancia en la implantación de la ideología de género que en muchos documentos aparece mencionada como Cumbre de Beijing.

Y es que, efectivamente, en el siguiente hito de la desfeminización de la mujer aparece con luz propia la IV Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la Mujer, celebrada en Pekín (septiembre 1995), en la que se instauró el uso de la palabra «género» como el rol social que en nada tiene que ver con el sexo al que se pertenece y que viene asignado por la educación que se recibe y en la cual se obtuvo el compromiso de los países participantes a establecer todas sus políticas sociales bajo la perspectiva de género (forma de llamar a esta ideología que busca eximirla del componente adoctrinador).

En esta conferencia participa por primera vez, como tal, la Unión Europea, que previamente había celebrado en febrero de ese mismo año una conferencia preparatoria en el Consejo Europeo, ya completamente copada por defensores de esta ideología de género. Con España presidiendo la UE, la exministra de Asuntos Sociales, Cristina Alberdi, actuaría como portavoz de este organismo en la cumbre de Pekín. Es ya en Europa donde aparecen los gérmenes de la manipulación educativa para tratar de imponer a los menores esta visión más que discutible de la naturaleza humana.

En una de las intervenciones de la Conferencia Europea, la presidente de Islandia, Vigdis Finnbogadottir, afirmaba que la educación es una estrategia importante para cambiar los prejuicios sobre los roles del hombre y la mujer en la sociedad. La perspectiva de género debe integrarse en los programas. Deben eliminarse los estereotipos en los textos escolares y concienciar a los maestros en este sentido para asegurar así que niñas y niños hagan una selección profesional informada y no basada en tradiciones prejuiciadas sobre el género.

Esta afirmación, que pudo resultar razonable en aquel momento, pues parecía dirigida a una mayor libertad de la elección profesional de los niños y adolescentes, vista en la perspectiva de lo sucedido posteriormente, resulta de una gravedad indignante. En primer lugar, da por única y verdadera la controvertida visión que sobre la naturaleza humana presenta la ideología de género. En segundo lugar abre la posibilidad de que, a través de los maestros se ideologice a los alumnos y este adoctrinamiento se vea como beneficioso. En tercer lugar, y por lo vivido posteriormente, la desaparición de «estereotipos de género» abre la puerta a la denigración de la mujer tradicional inculcando ideas de rechazo ante el arquetipo de esposa y madre y despreciando cuanto de beneficioso han realizado millones de mujeres a lo largo de los siglos. En el Consejo Europeo «Equality and Democracy: utopia or challenge?» se sintetiza la degradación de la mujer real considerándola un estereotipo nefasto: No debe subestimarse la influencia psicológica negativa de mostrar estereotipos femeninos. De igual forma, se inicia la demonización del varón al que se convierte en causante de todos los males y se le culpabiliza de ser lo que es a causa de su biología y rol biológico.

En la Conferencia de Pekín, infiltrada por partidarios de la ideología de género y muy permeable a sus planteamientos, participaron diversas mujeres profesoras universitarias o activistas de izquierdas muy politizadas: Rebecca J. Cook (Canadá), quien dice que el sexo es una construcción social que debería ser abolida y que debería hablarse de cinco sexos: hombres y mujeres heterosexuales, hombres y mujeres homosexuales, y bisexuales; Bella Abzug, activista de izquierdas quien explicó lo que era el género, diferenciándose de la palabra sexo para expresar la realidad de que la situación y los roles de la mujer y el hombre son construcciones sociales sujetas a cambio. La idea que se quiere transmitir es que no existe un hombre natural o una mujer natural y todo, incluso el deseo sexual, es fruto de la educación, y de la imposición social.

Ante el cuestionamiento del término «género» la respuesta de Abzug fue: … borrar el término «género» del Programa de Acción y reemplazarlo por «sexo» es una tentativa insultante y degradante de revocar los logros de las mujeres, de intimidarnos y de bloquear el progreso futuro. Se refería a un programa presentado por las feministas «de género» lleno de ambigüedades lingüísticas y donde se incluía la perspectiva de género y la palabra «género» como sustituto de los términos «sexo», «mujer» y «hombre».

Una vez unida la idea de «género» a las legítimas reivindicaciones de las mujeres, y asociada la crítica al género con la degradación de la mujer y el bloqueo de su futuro, se produce la «paradoja del traje nuevo del emperador» consistente en que, pese a que pueden surgir dudas razonables sobre si esas políticas son adecuadas, nadie se atreve a cuestionarlo por miedo a ser acusado de «los nuevos pecados»: machista, enemigo de las mujeres, carca… y finalmente homófobo… pues la implicación entre género y homosexualidad en 1995 en Pekín es ya tan estrecha que Valerie Raimond (representante canadiense) propuso que la conferencia no se centrara en la mujer y que, a través de una perspectiva de género, se promovieran las reivindicaciones del colectivo LGTB.

[…] A partir de Pekín, el desembarco de la ideología de género ha sido un paseo triunfal por un mundo engañado, desprevenido o sin capacidad de defenderse. Desde la ONU, se ha exigido a los países compromisarios que impongan la perspectiva de género en sus políticas y la ideología de género invade desde las series televisivas a la educación de los menores, desde las políticas sociales a los documentos de las más variadas organizaciones.

La «paradoja del traje nuevo del emperador» ha funcionado de tal forma que nadie es capaz de reconocer que ve las extrañas contradicciones de una ideología que afirma que no hay hombres y mujeres pero que exige una política de cuotas basada en la entrepierna, en la diferencia de sexos y no en la capacidad de los candidatos, que dice defender a la mujer y trata de cambiarla mediante imposiciones, que afirma que es la educación la que nos hace hombres o mujeres pero ve con agrado y sin que le resuenen las estructuras que algunos (muy pocos) hombres, educados «como hombres» según su concepción de los estereotipos sociales, digan que son mujeres y viceversa.”


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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