El arte moderno, ¿es arte?. 19. Surrealismo

Por José María Arévalo


( La persistencia de la memoria. 1931. Óleo de Salvador Dalí en el MoMA de Nueva York. 24 x 33) (*)

Tras el capítulo sobre el arte Dadá, pasa Will Gompertz, director de Arte de la BBC, en nuevo capítulo, el 14 de su libro “¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos”, que estamos reseñando en esta serie, a explicar el “Surrealimo. Viviendo el sueño, 1924-1945”, del que dice que, “de todos los movimientos del arte moderno, el surrealismo es el único acerca del cual la mayoría de nosotros creemos tener un grado razonable de conocimiento.

Es una estilizada pintura de Dalí de un reloj que se derrite (La persistencia de la memoria, 1931) o su teléfono con una langosta a modo de auricular (Teléfono langosta, 1936). O es una de las fotografías en blanco y negro, parecidas a radiografías, de Man Ray: con doble exposición, etéreas y eróticas; el punto en el que el sueño se convierte en realidad o viceversa. Metáforas mezcladas y combinaciones incongruentes, happenings estrambóticos y resultados peculiares, ubicaciones macabras y viajes místicos; sí, conocemos el surrealismo. y se debe a que su espíritu ha resistido hasta el final como ningún otro movimiento artístico.


( Teléfono langosta. 1936. Obra de Salvador Dalí en la Tate Gallery) (*)

Generaciones de artistas, escritores, cineastas y cómicos lo han retornado donde Dalí y Man Ray lo dejaron. No describimos a un director de cine actual como constructivista o a un autor como impresionista. Hoy en día ni siquiera decimos que un artista es cubista o fauvista. Pero sí los etiquetaremos -si parece oportuno- como surrealistas. Decimos que Tim Burton, David Lynch y David Cronenberg, con sus títeres cantantes, sus secuencias de sueños vívidos y sus metamorfosis de hombre a mosca, son directores de cine surrealistas; que la enervante narrativa de Thomas Pynchon, el humor de los Monty Python (con aquel sketch sobre la Inquisición española), e incluso la música de los Beatles (I am the Walrus [Soy la morsa]) tienen todos ellos toques surrealistas.”
[…]
Cuenta Gompertz que fue Apollinaire quien inventó en 1917 este término y lo utilizó dos veces ese año, primero para describir su obra “Las tetas de Tiresias” como “drama surrealista”, y además en sus notas para “Parade”, “una especie de surrealismo” para el legendario ballet de Diàghilev con música de Satie. “No había –continúa Gompertz – nada particularmente extravagante en la historia, pero sí en la música de Satie, que incluía inflexiones de jazz y ragtime, con hélices de aeroplano y teletipos añadiendo un acompañamiento musical poco habitual para los bailarines, no todos los cuales bailaban. Para fastidio del público (que había pagado para ver los grandes ballets rusos en todo su esplendor) algunos tenían papeles de malabaristas, acróbatas y (gracias a Picasso) el interior de un caballo de pantomima. En el desconcierto consiguiente, los estruendos metálicos y la velocidad de la acción se habían diseñado para reflejar la vida en una ciudad moderna. Ni convenció ni impresionó a gran parte del público, que añadió abucheos y silbidos a la ya de por sí poco convencional partitura de Satie, aunque algunos aplaudieran y vitorearan. Sospecho que si alguno de ellos hubiese leído con detenimiento el programa de Apollinaire, habría captado enseguida a lo que se refería con «surrealista».

Pocos años después, André Breton (1896-1966), un inquieto y joven poeta parisino, se iba sintiendo cada vez más desilusionado con el movimiento Dadá, del que antes había sido apasionado defensor. Opinaba que éste se había quedado sin fuerzas, aunque seguía suscribiendo sus objetivos fundamentales, que eran la destrucción de los sistemas y las costumbres de la sociedad capitalista. El ambicioso poeta intentaba encontrar una nueva forma de expresión artística que le permitiese incorporar algunos de los conceptos psicoanalíticos de Sigmund Freud a la mentalidad Dadá. Breton estaba especialmente interesado en la investigación de Freud sobre el papel que desempeñaba el inconsciente en el comportamiento humano, tal como se revelaba a través de los sueños y la escritura «automática» (monólogo interior/espontánea).

A finales de 1923, Breton ya estaba listo para presentar su nuevo movimiento hijo del Dadá y trataba de encontrar un nombre con el que bautizar a su creación. En lugar de mirar hacia delante, se fijó en el pasado, en el trabajo de su mentor literario, Guillaume Apollinaire, a quien había conocido en 1916. Apollinaire había sido devuelto a casa tras ser herido de gravedad en la cabeza mientras combatía, lo que le permitió retomar su papel de figura literaria destacada de la vanguardia parisina donde lo había dejado. En adelante, el joven y admirado Breton se vio regularmente con el gran hombre hasta que, debilitado por la guerra, Apollinaire murió de gripe española en 1918. Llegado el año 1924, cuando Breton estaba escribiendo el manifiesto para su nuevo movimiento artístico, revisó el catálogo de obras de Apollinaire y encontró la palabra «surréalisme»; supo de inmediato que había encontrado la respuesta al persistente problema del nombre. «En homenaje a Guillaume Apollinaire», escribió posteriormente en su Primer manifiesto del surrealismo (1924), «bautizo el nuevo modo de expresión pura… Surrealismo».

Como era típico en los movimientos artísticos modernos, empezaba como un ataque general a la sociedad. El Breton de izquierdas quería poner a la civilización de rodillas y provocar una crisis en las cabezas de la burguesía. Su nueva idea era acceder a sus inconscientes para sacar a relucir secretos indecorosos suprimidos en nombre de la decencia. Una vez aflorados, el plan era colocar la realidad «racional» junto a esta versión de la «realidad» mucho más desagradable (y más verdadera, según Breton) en una unión mal avenida diseñada para crear desasosiego. La subversión -eso se esperaba- conduciría a una desorientación masiva causada por el pensamiento, las palabras y los actos antirracionales de los surrealistas. Lo cual, como le gustaba decir a Breton, sería maravilloso.

También citaba a menudo un demencial poema en prosa del conde de Lautréamont, poeta francés del siglo XIX, llamado “Los cantos de Maldoror” (1868-1869). Toda la obra se deleita en el mal y está llena de ridículas combinaciones como: «tan hermoso como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de operaciones». Curioso, desde luego, y para Breton de eso se trataba. Él quería confundir presentando vívidas imágenes de locura como la normalidad. Había sido camillero en un psiquiátrico durante la I Guerra Mundial, lo que desembocó en un interés por la depravación y la locura. Dijo una vez: «Podría pasarme toda la vida desenredando los secretos de los locos. Esa gente es sincera hasta el extremo». Llamó al surrealismo un «nuevo vicio» con el que cambiar el mundo.

Sabemos que artistas como Kazimir Malévich, Wassily Kandinsky y Piet Mondrian ya habían explorado el papel del inconsciente en el arte. Pero allí donde ellos querían provocar un sentido subliminal de utopía en nuestras mentes con sus pinturas abstractas, el surrealismo de Breton aspiraba a confrontamos con palabras e imágenes chocantes para exponer la depravación de nuestras propias mentes.

Mientras los dadaístas decían no tener antecedentes, Breton era lo opuesto: estaba encantado de reivindicar a muchas de las grandes mentes artísticas para el surrealismo. Su intención era empezar el nuevo movimiento de la misma manera que había empezado el Dadá, con una inclinación literaria. Para conseguido, había reunido un par de grandes nombres como insignes estandartes. Dante, por “La divina comedia”, el poema épico sobre la vida después de la muerte, y Shakespeare, incluido, supongo, por las hadas de “El sueño de una noche de verano”, fueron declarados, sin vergüenza alguna por parte de Breton, escritores surrealistas. Con los «dos grandes» en la saca, pasó a estrellas literarias más modernas, citando a los poetas simbolistas Mallarmé, Baudelaire y Rimbaud como protosurrealistas, junto con el escritor inglés de versos disparatados Lewis Carroll y la oscura y atribulada prosa del novelista norteamericano Edgar Allan Poe.

Breton no fue menos ambicioso cuando se apropió de artistas para su causa, alistando a Marcel Duchamp y a Pablo Picasso, pese a que ninguno de los dos se había inscrito como surrealista. Tampoco lo harían, aunque ambos mostrarían su apoyo a, y su interés por, la creación de Breton (Picasso en un principio más que Duchamp). Como se puede ver cuando, un año después de que el joven poeta francés presentara su movimiento, Picasso pintó “Los tres bailarines” (1925), imagen que permitió publicar a Breton en su tratado surrealista sobre pintura. El poeta ya había incluido el misticismo primitivo de “Las señoritas de Aviñón” de Picasso en su canon surrealista, y quedó encantado al poder añadir otra de las macabras obras maestras del español a la lista.[…]

( Los tres bailarines. 1925. Óleo de Pablos Ruiz Picasso) (*)

Sabemos que a André Breton el cuadro le encantó. Y se entiende por qué, pues tiene algunos toques claramente surrealistas .[…] No obstante, probablemente sea demasiado literal para ser considerada una pintura verdaderamente surrealista. Para eso necesitamos dirigirnos a otro artista español que había llegado desde Barcelona para vivir en París y que también había atraído el ojo surrealista de Breton: un artista del que Breton hizo una crítica favorable en su edición de julio de 1925 de “La Révolution Surréaliste”.

Joan Miró (1893-1983) hizo su primer viaje a París en 1920, cuando asistió a un festival Dadá y visitó a Picasso en su estudio. Regresó al año siguiente y alquiló un estudio. Hacia 1923, cuando Breton se preparaba para presentar su movimiento surrealista, Miró se había convertido en miembro reconocido de la vanguardia parisina. Y al llegar noviembre de 1925 y la primera exposición surrealista en la Galérie Pierre de París, su obra ya figuraba al lado de la de su compatriota Pablo Picasso. Había llegado Joan Miró.

( El carnaval de arlequín. 1924-1925. Óleo de Miró en la Albright-Knox Art Gallery, Buffalo) (*) El carnaval de arlequín

Su pintura “El carnaval de arlequín” (1924-1925) fue tema de conversación en aquel espectáculo inaugural surrealista y ayudó a fundamentar la reputación de Miró. El cuadro muestra muchos de los elementos por los que las pinturas de Miró se harían famosas. Están las figuras biomórficas, las líneas sinuosas y mucho negro, rojo, verde y azul, todos presentados con lo que parece una inocencia casi infantil. Breton decía de él que era «el más surrealista de todos nosotros». Lo que, tras echar un vistazo a “El carnaval de arlequín”, es un comentario razonable. […]

Breton describía el surrealismo como «automatismo psíquico en estado puro», con lo que se refería a escribir o pintar algo espontáneamente, libre de cualquier asociación consciente, idea preconcebida o intención concreta. La idea era coger papel y pluma y escribir o dibujar lo primero que viniese a la mente sin reflexión previa. Idealmente esto comenzaría en un estado similar al trance en el que la mente consciente estaba del todo desconectada, lo que permitiría acceder al inconsciente profundo, que entonces revelaría las oscuras y peligrosas verdades de un cerebro inundado de ideas de perversión sexual e intenciones asesinas. Y eso justifica la evidente carencia de estructura en la pintura de Miró, pese a que él sí ideó una. Se trataba más bien de que los elementos del cuadro determinaban la composición a medida que cada forma aparecía en el lienzo a través de la puerta de atrás de la mente de Miró, lo que hacía de “El carnaval de arlequín” una especie de flujo visual del inconsciente del artista. […]

El estudio que Miró tenía en París lo convirtió en vecino de Max Ernst (1891-1976), un artista alemán que fue una figura influyente en el surgimiento del surrealismo. Ernst había crecido en una pequeña ciudad de Alemania con un padre severo como compañía, algo que no resultó muy divertido para un muchacho inquisitivo y rebelde por naturaleza. El joven Max estaba siempre al acecho de ideas y situaciones que le permitieran ensanchar su horizonte más allá de la vida de provincias. La salvación llegó en la forma de “La interpretación de los sueños” (1900) de Sigmund Freud, que el escolar devoró con el celo de un perro hambriento en una carnicería. Poco después, conoció al artista Jean Arp e inició una amistad con él, relación que se reavivó tras la guerra, y que llevó a Ernst a tener un papel destacado en el floreciente movimiento Dadá de Arp. Enseguida conoció también a Tristan Tzara y a André Breton, que admiraban su obra y su enfoque, ambos evidentes en su pintura Célebes (1921). El título del cuadro procede de una vulgar rima alemana en la que se describe al elefante de la isla de Célebes, lndonesia, diciendo que tiene «grasa amarilla y pegajosa en el culo» mientras que el elefante de la vecina isla de Sumatra “siempre está f…ndo a su abuelita”.

( Célebes. 1921. Óleo de Max Ernst en la Tate Gallery) (*)

El elefante gris de Ernst monopoliza el cuadro, adoptando la forma cilíndrica de un anticuado calentador de agua o de una aspiradora industrial. La gran bestia gris tiene dos colmillos en lugar de cola, una manguera por nariz y luce un par de cuernos y los volantes de un cuello blanco de vestido en el extremo de la trompa. Sobre la cabeza del elefante hay un sombrero formado por piezas geométricas de metal azules, rojas y verdes, en el que está incrustado un ojo que todo lo ve. […]

( El bosque y la paloma. 1927. Óleo de Max Ernst en la Tate Gallery) (*)

Ernst descubrió su propia manera de hacer arte “automático”, al que él se refería como “frottage”. Era una forma adaptada de calcado que implicaba transferir la huella de superficies con textura (un suelo de madera, la espina dorsal de un pez, la corteza de un árbol) a un papel haciendo fricción con una cera o un lápiz. Una vez transferida la huella, Ernst miraba el resultado y esperaba a que su mente empezara a ver «cosas extrañas». Un par de minutos mirando las formas nudosas o con grumos resultado de la fricción producían alucinaciones y en este punto Ernst empezaba a «ver» criaturas prehistóricas o salvajes figuras de palo. En “El bosque y la paloma” (1927) convirtió un calco por frotamiento en un oscuro bosque de mal agüero que recuerda a aquel en el que se aventuraron Hansel y Gretel. En el centro del cuadro, atrapada entre los árboles opresivos e imponentes, hay una paloma enjaulada. Es Ernst de niño; el cuadro es una imagen de una pesadilla recurrente en la que le dominan oscuras fuerzas desconocidas. […]

Mientras Ernst y Miró confeccionaban sus imágenes automáticas, Salvador Dalí (1904-1989) planeaba llevar el surrealismo en otra dirección. Olvidemos las bromas, las apariciones en programas de televisión, el bigote premeditadamente personalizado, el comercialismo manifiesto y todo lo demás que el artista español hizo para llamar la atención y destruir su reputación. En vez de eso, dejemos que su obra hable por sí misma; cuando se contempla desde cerca, da testimonio del considerable talento artístico de Salvador Dalí. Su enfoque del surrealismo era «sistematizar la confusión y así ayudar a desacreditar completamente el mundo de la realidad» pintando «paisajes oníricos». Estos no surgían usando las técnicas de asociación espontánea de Miró y Ernst, sino poniéndose en un trance para alcanzar un estado de «paranoia crítica». Su objetivo era hacer «fotografías de sueños pintadas a mano». Dalí supuso que cuanto más realistas pudiese hacer parecer sus imágenes irreales, más posibilidades tendrían de desquiciar al espectador. André Breton fue su admirador (hasta que discutieron). Dalí y él seguían los dos la línea de Freud sobre la «realidad superior de los sueños, alegando que era en las imágenes nocturnas de los durmientes donde residía la auténtica verdad de la existencia humana.

Pese a su omnipresencia, muchas de las imágenes que creó Dalí son poderosas, memorables y están hábilmente trabajadas. La más conocida del grupo, “La persistencia de la memoria” (1931) [con la que ilustramos, de entrada este artículo], es un buen ejemplo de ello; Dalí la pintó dos años después de unirse a los surrealistas. Muchos de nosotros hemos conocido este cuadro al haberlo visto como cartel, pero eso no le hace justicia al original, que es bastante pequeño (24 por 33 centímetros) y de una intensidad extremada. Una inspección minuciosa de la pintura revela una intrincada imagen creada con meticulosos cuidado y destreza, en la que Dalí ha combinado sus colores con la sutileza de un maestro del Renacimiento. Es más, ha logrado su intención de perturbar a cualquiera que contemple la obra. Comienza como una pintura paisajística normal que muestra el mar Mediterráneo y las pendientes de unos acantilados en la costa nororiental de España, cerca de la casa del artista. Pero después se avecina una sombra oscura por la playa que proyecta una presencia amenazadora como un virus mortal. Cualquier cosa que abarque su nefasto abrazo se vuelve fláccida y comienza a descomponerse enseguida. Relojes de bolsillo, antaño sólidos, languidecen como hombres muertos, con rostros tan amorfos como el queso pasado. Es el final del tiempo, de la vida. Un ejército de hormigas negras pulula sobre un reloj más pequeño mientras otro se escurre sobre una criatura verdaderamente grotesca semejante a una medusa. Eso es Dalí. O, al menos, una aproximación al rostro del artista visto de perfil. También él ha sido envuelto por la asfixiante sombra de la muerte, que lo ha dejado flojo, sin vida y repugnante, con las entrañas rebosándole por la nariz.

“La persistencia de la memoria” es una pintura sobre la impotencia sexual (el gran temor de Dalí), el implacable paso del tiempo y la indignidad de la muerte. Dalí ha situado su cuadro en un paraíso en la tierra reconocible, con la intención de amargamos el disfrute de tales lugares al plantar su espantosa imagen hiperreal en nuestras mentes. No es bonita, pero es inteligente, como su creador.

René Magritte (1898-1967) abordó de forma ligeramente diferente sus vívidos paisajes oníricos. Era tan convencional como Dalí era extravagante, pero puede que habitara un lugar más extraño aún: el mundo de lo cotidiano y de lo mundano, donde lo ordinario es extraordinario, pero de mala manera. Para Magritte, el vecino de al lado es un asesino en serie, y esos escolares tan majos que hacen pellas son en realidad unos malvados delincuentes que están envenenando poco a poco a su maestra con mercurio. Con este artista belga nada es nunca lo que parece; el aire siempre impregnado de extraños presagios que se atascan en la tráquea. Sus siniestras pinturas de vida suburbana hacen que David Lynch parezca un tipo corriente. Magritte fue el príncipe de la paranoia, el decano del pavor.

( El asesino amenazado. 1927. Óleo de René Magritte en el MoMA de Nueva York. 150 x 195) (*)

Lo demostró al principio de su carrera como surrealista, cuando pintó “El asesino amenazado” (1927). Es una imagen macabra y desasosegante con el humor de un “thriller” criminal sueco. Magritte nos hace mirar directamente a través de dos habitaciones conectadas de una casa al fondo de las cuales hay un balcón sin puertas que ofrece una vista de unas lejanas cimas de montaña. Las habitaciones apenas están amuebladas, tienen paredes y suelos desnudos. En primer plano, dos hombres con sombrero hongo acechan con malas intenciones a cada lado de la entrada que conduce a la siguiente habitación: se esconden de los habitantes del interior. Los dos hombres parecen contables, pero tienen semblante de matones, pues preparan una agresión violenta armados con una red de pesca y una porra. Dentro de la habitación, un joven arreglado, vestido con traje entallado, permanece tranquilamente ante un gramófono y mira con admiración dentro del amplificador con forma de trompeta. A su derecha hay un maletín de cuero marrón, un sombrero y un abrigo, parece a punto de marcharse. Tiene un aspecto alegre y relajado. Detrás de él, desnudo sobre una cama, está el cadáver de una joven que ha sido asesinada recientemente. De su boca fluye sangre: la han degollado. En el exterior, mirando desde el balcón, hay tres hombres pulcramente peinados. Están en fila y solo son visibles sus cabezas, por lo que parece que han sido plantados en una maceta. Es una imagen misteriosa. Banal por momentos; en otros, traumática y amenazadora. A primera vista, “El asesino amenazado” parece real, pero cuanto más lo mira uno, más teatralmente dramático resulta. […]

Chirico llamó «metafísicas» a sus inolvidablemente extrañas pinturas. Y pocas pinturas de De Chirico son más extrañamente metafísicas que “Cántico del amor” (1914). La cabeza de piedra de una estatua griega cuelga de un muro gigante de cemento que linda con los elegantes arcos de un claustro italiano. Junto a la escultura decapitada cuelga un gigantesco guante de goma rojo, clavado al muro como si el cemento fuese un tablón de anuncios de corcho. Delante del muro hay una insulsa pelota verde; detrás de él, la silueta de un tren de vapor se recorta contra el perfecto cielo azul. De Chirico toma elementos de una variedad de épocas y lugares (una pieza de bellas artes de la antigüedad clásica, un humilde guante sanitario de la vida moderna, imágenes de la noche y el día, y representaciones de arquitecturas nueva y vieja) y los reúne a todos de manera incongruente en un mismo lugar a la vez, haciendo que significados y relaciones cambien y que se creen nuevas asociaciones.

( Cántico del amor. 1914. Óleo de Giorgio de Chirico en el MoMA de Nueva York. 73 x 59,1) (*)

El juego de De Chirico de mezclar fantasía y capricho contiene una corriente oculta de ansiedad y un profundo sentido de la soledad y el presagio. Las imágenes estilizadas, la perspectiva ilógica y las densas sombras engendran una espeluznante sensación, acentuada por la completa ausencia de personas. Hay abundantes pruebas de existencia humana (la pelota y el tren insinúan una actividad reciente), pero no hay nadie: el lugar está desierto. El cielo es de un azul brillante, pero el aire está lleno de una melancólica amenaza y desasosiego. […]

A finales de 1942 Peggy Guggenheim, rica coleccionista estadounidense y marchante de arte moderno, pidió a Duchamp que organizara una exposición en “Art of This Century”, su nueva galería de Nueva York. El francés hizo una sugerencia sorprendente: ¿por qué no presentar una exposición solo de mujeres artistas? A decir verdad, es el tipo de idea que se vende hoy en día como «progresista», pero por aquel entonces rayaba en lo blasfemo. y por eso mismo era perfecta para Guggenheim. Su galería sería la comidilla de la ciudad y nadie se atrevería a criticada porque la idea había sido de Duchamp, un artista que había alcanzado el estatus de deidad entre la intelectualidad de Manhattan.

“An Exhibition by 31 Women” se inauguró a principios de 1943 y presentó unas obras de arte que desde entonces se han convertido en los grandes iconos del surrealismo. “Objeto (Le Déjeuner en Fourrure)” es una taza, un platillo y una cuchara forrados de piel, hecho en 1936 por la artista suiza Méret Oppenheim (19131985). Solo tenía veintidós años cuando creó la pieza, inspirada en algo que le había dicho Pablo Picasso mientras hablaban informalmente en un café de París. Él había elogiado a la joven artista por su abrigo de piel y le había comentado en tono insinuante que había muchas cosas que mejoraban cuando se cubrían de piel. Oppenheim respondió preguntándole: «¿Incluso esta taza y este platillo?».

( Le Déjeuner en Fourrure, de Méret Oppenheim, taza, plato y cuchara forrados con piel de gacela, en el MOMA, Nueva York) (*)

Pese a su juventud, Oppenheim era una de las favoritas reconocidas de la escena parisina. Había sido ayudante de Man Ray, trabajo que siempre parecía exigir desnudez (y algo más) cuando la persona empleada era joven, hermosa y mujer. Ella lo había aceptado debidamente y de manera digna de recordar en una serie de fotografías surrealistas de Man Ray llamada “Erotique Voilie”( 1933) , en la que Oppenheim aparece desnuda junto a un tórculo ( una mano y un brazo cubiertos de tinta negra: seductora pero repulsiva). A André Breton y a su tropa surrealista poco les importaba la igualdad de oportunidades; para ellos, el papel más útil que una joven podía ofrecer al arte era el de musa. Oppenheim, con su belleza de chiquillo, era una perfecta ingenua cuya sofisticación, pensaban los hombres surrealistas, le permitía acceder más directamente a su mente inconsciente. Ninguno de ellos esperaba que alguien tan joven (y además mujer) produjese una obra de tal impacto. […]

Óppenheim no era la única artista joven que levantaba ampollas en la comunidad surrealista. Frida Kahlo (1907-1954) había sido una precoz intelectual mexicana que estudiaba Medicina en la Universidad Nacional hasta que un día de otoño de 1925, cuando regresaba en autobús desde la facultad, fue arrollada por un tranvía. En un principio, sus rescatadores dieron a la gravemente malherida Kahlo por muerta, pero su compañero de viaje, Alejandro Gómez Arias, que resultó ileso, los convenció para que la llevaran al hospital. Kahlo pasó allí muchos meses recuperándose […].

( El sueño. 1940. Óleo de Frida Kahlo. 74 x 98) (*)

Cuando contemplamos una pintura de Frida Kahlo podemos ver que no le faltaba razón [a Breton] al pretender reclutar a la fiera artista mexicana para su causa surrealista. En “El sueño” (1940), vemos a Kahlo durmiendo plácidamente en la cama con las hojas de un arbusto creciendo a su alrededor como la hiedra que trepa por un árbol. Las ramas del arbusto que se enrollan en torno a su cuerpo están cubiertas de espinas, en alusión al dolor casi constante que padeció durante toda su vida a partir del accidente. La otra figura que ha pintado vuelve aún más explícita la imagen del dolor. Una aparición con forma de esqueleto duerme sobre ella como en una litera, mientras sujeta un ramo de flores, posiblemente de su propia tumba. Lleva dinamita atada a las piernas y al cuerpo. La cama en la que ambas descansan está suspendida en el cielo: la muerte está flotando en el ambiente.

El simbolismo de Kahlo delata la importancia del arte folclórico en su obra. Era una orgullosa mexicana criada durante la época en la que los grandes héroes de la revolución, Pancho Villa y Emiliano Zapata, batallaban para renovar el país. El arbusto que Kahlo representa en “El sueño” es una «tripa de Judas», una planta popular en México. La forma esquelética que hay sobre ella es una, figura de Judas basada en las creaciones de papier-maché a tamaño natural y envueltas en fuegos artificiales que se fabrican para hacerlas estallar durante las fiestas de Semana Santa en México. Ambas recuerdan la historia del suicidio de Judas tras haber traicionado a Cristo.” […]

Gompertz cita por último a una amiga de Kahlo, la surrealista inglesa Leonora Carrington (1917-2011), a la que Salvador Dalí describió como «una artista importantísima». “En la época de la `Exhibition by jl Women´ -continúa Gompertz- se había trasladado a México, donde conoció a Frida Kahlo. La historia de Carrington es casi tan complicada y dramática como la de la propia Frida. Dejó Inglaterra para irse a París a los veinte años con el artista surrealista Max Ernst, a quien había conocido en una fiesta en Londres. En aquella época, Ernst estaba casado y era veintiséis años mayor que ella. Pero para la extravagante y bohemia Carrington esos eran detalles sin importancia. Pescó a su hombre y después dijo: «De Max recibí mi educación».

Él se la presentó a los surrealistas parisinos, que adoraron a una musa “femme-enfant”. Pero Carrington era demasiado excéntrica como para ser etiquetada como un juguete. Cuando un soberbio Miró le dio dinero para que le comprara tabaco, ella le clavó una mirada feroz antes de decirle al español que podía «comprárselo él solito».

( Autorretrato: en el albergue del caballo de Alba. 1937-38. Óleo de Leonora Carrington en el Metropolitan Museum, Nueva York. 65 x 83) (*)

Como Oppenheim, acababa de entrar en la veintena cuando presentó su primera obra surrealista significativa: “Autorretrato: en el albergue del caballo de Alba” (ca. 1937-1938), propiedad ahora del Metropolitan Museum de Nueva York. Carrington está sentada en una silla con aspecto de cantante de pop “new romantic” de la década de 1980: con el cabello revuelto y un sentido del vestir algo andrógino. Una hiena hembra refleja la postura de Carrington, con su crin parecida a la de la artista. La analogía es clara: que Leonora se convierte en un cazador nocturno en sus sueños. Una
ventana enmarcada por cortinajes de teatro nos permite ver un caballo blanco galopando a través de un bosque. Sus andares y su color tienen un eco en el caballito de balancín que salta por encima de la cabeza de Carrington. Es una mezcla surrealista del interés de la artista en la vida real por los animales y su extraña imaginación, con una pizca de los cuentos folclóricos celtas que le leían de niña, añadida por si acaso. Ella le dio el cuadro a Ernst, que poco después fue internado en un campo de concentración.”

(*) Para ver las fotos que ilustran este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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