Inmersión en la Historia

Por Javier Pardo de Santayana

( Divisa de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo) (*)

La autoimpuesta obligación de escribir cada semana al menos dos artículos me obliga permanentemente a encontrar temas interesantes, lo que, como ustedes pueden comprender no es cosa precisamente fácil para un jubilado que rebasa los ochenta y cinco. Sería por tanto inconsecuente si no les hiciera a ustedes referencia de lo que seguidamente me atrevo a transmitirles: una experiencia difícilmente repetible.

El caso es que hace unos días fui invitado por el presidente de la Real Hermandad de Veteranos a asistir a los solemnes actos que acompañan la reunión del capítulo de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo. Un hecho y un ambiente acordes con la importancia concedida a la constancia intachable y generosa en el servicio, para premiar lo cual el rey de España – a la sazón Fernando VII – elegiría, tras la Guerra de la independencia, la figura de un joven mártir español ejecutado por orden de su padre, arriano, y muerto en la defensa de la fe católica. Nada más enraizado con la tradición que un acto tan solemne como éste en un entorno que, como el monasterio escurialense, es símbolo mismo de la grandeza histórica y moral de España.

Como lo sería la presencia de Su Majestad El Rey. Pues aquí quisiera resaltar, una vez más, la oportunidad de su presencia, ya que, si la Orden de San Hermenegildo premia la entrega en el servicio, nadie mejor para representarla que sí mismo, que no parece reconocer límite alguno a esta virtud castrense. Y en esta ocasión tienen la mejor prueba: sólo dos días antes de presidir este acto lo había hecho en la celebración del 75 aniversario de la Academia General del Aire – un día para él intenso de emociones – y dos después se encontraría a miles de kilómetros de España, para lucir nuestro pasado. Ocasiones ambas que, por cierto, me traerían emocionantes recuerdos personales: los de mi curso de piloto de helicóptero en Griñón y Cuatro Vientos, los de mi estancia de cuatro meses en la ciudad de San Antonio y los de mi visita a Nueva Orleans, la gran ciudad del Missisipi, en los ya muy lejanos tiempos de mi curso de piloto de ala fija en Norteamérica; todas aquellas horas compartidas con mis compañeros aviadores o evocando la presencia española en una ciudad en la que aún se nos recuerda – sobre azulejos de Talavera de la Reina – que entonces ya se conocía con su nombre de hoy, o sea como “Plaza de Armas”.

Mas cosas como éstas hoy pasan caso desapercibidas en el devenir del día a día donde prevalecen las noticias más desaforadas y desfavorables para nuestra propia estima; de ahí que agradeciera esta ocasión de vivir por una vez nuestra grandeza. Pues he de decir que todo en El Escorial sería grandioso esa mañana. No hablo ya de los grandes espacios señoriales, o de la Guardia Real y de sus uniformes reluciendo al sol, o de los soldados a caballo dando escolta, ni de los toques y las marchas militares resonando en las cercanas alturas de la sierra, ni del solemne acto de homenaje a quienes dieron su vida por España, ni del increíblemente exacto paso de los colores de la bandera nacional sobre nuestras cabezas… Hablaré, sobre todo, del preceptivo acto religioso en el que el Arzobispo Castrense parecía, allá en lo alto de la gran Basílica, como fundido con el tiempo y con el templo mientras resonaban unos salmos antiguos que me parecieron vigentes aún en nuestros días: “Dirige, oh Dios, los pasos a esta ruina sin remedio; el enemigo ha arrasado del todo el santuario. “¿Hasta cuándo. oh Dios, nos va a afrentar el enemigo? ¿No cesará de despreciar tu nombre el adversario?”

Después, mientras la Orden desarrollaba su capítulo, autoridades e invitados oiríamos, todavía en la Basílica, un celestial concierto de la Escolanía del Real Monasterio: la perfección misma del cántico coral. Entonces algunas estrofas me harían recordar los viejos tiempos académicos en que coincidimos dos de quienes firmamos este Blog de nuestras entretelas: “Regina Coeli, laetare aleluya, laetare aleluya…”

Cuando finalizado el acto todos nos reunimos en el patio antiguamente llamado “de Carruajes” para encontrarnos los unos con los otros en el “Vino de Honor” que culminaba la larga mañana de aquel día, uno de mis antiguos compañeros de armas me diría, al presentarme a un nuevo alto cargo del ministerio de Defensa, que en aquel momento le estaba comentando su conclusión de que el solemne acto que habíamos vivido reflejaba sobre todo que España es una gran nación de Europa. Conclusión ésta curiosamente coincidente palabra por palabra con la que acababa yo de hacer a mi mujer: que cualquiera que, desconociendo lo que ha sido y sigue siendo España hubiera asistido esa mañana al acto vivido por nosotros, no podría por menos de llegar a la misma conclusión. Pues en efecto lo que habíamos visto esa mañana era, ni más ni menos, su grandeza.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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