El arte moderno, ¿es arte?. 11. Paul Cézanne

Por José María Arévalo

( El puente de Maincy. 1879-1880. Óleo de Paul Cézanne en el museo de Orsay) (*)

Concluye brillantemente el análisis del impresionismo y sus consecuencias Will Gompertz, director de Arte de la BBC, en su libro “¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos”, que estamos siguiendo en esta serie, analizando la figura y la obra de Cézanne (1839-1906), en el capítulo 5 que titula “Cézanne. El padre de todos nosotros,1839-1906”. El Museo Thyssen Bornemisza nos ofreció, en Madrid, una estupenda exposición de Cézanne en 2014, con 58 pinturas, 49 óleos y nueve acuarelas, procedentes de museos y colecciones privadas de todo el mundo, bajo el título “Site/Non-site” tomado de la dialéctica entre la pintura al aire libre y el trabajo en el estudio que planteara el artista y teórico irlandés Robert Smithson.

Comentábamos esta exposición, que era la primera retrospectiva que se dedicaba en España, después de 30 años, en nuestro artículo “Paul Cézanne, precursor del cubismo, en el Thyssen”, el 23.03.14, que iniciábamos: “Llevamos cuatro años recorriendo felizmente la historia de los maestros impresionistas, los padres del arte moderno, calificativo que especialmente se concede a Cézanne, como inspirador del cubismo” en frase, esta última, de la explicación de la muestra, no sé –por las declaraciones que recogí del Comisario de la muestra- si inspirada en el libro de Gompertz, cuya primera edición es de 2012. Y añadíamos que el maestro postimpresionista era entonces el más cotizado de la Historia: “hace dos años un cuadro de Cézanne, «Los jugadores de cartas», se convirtió en el más caro del mundo, al adquirirlo la Familia Real de Qatar por 250 millones de dólares”. Veamos lo que escribe Gompertz, en su tan atractivo relato, como todos los del libro, novelado:

“«Fue el primer artista que pintó usando ambos ojos», dijo David Hockney (nacido en 1937). Sonreí. El septuagenario artista británico tiene una forma muy estimulante de hablar sobre arte. Era a mitad de enero de 2012 y debatíamos sobre Paul Cézanne, el pintor posimpresionista francés, mientras deambulábamos por una exposición del propio Hockney.

Londres estaba preparada para albergar los Juegos Olímpicos ese verano y, como parte de los fastos de la ciudad para la ocasión, a Hockney le habían cedido las vastas salas de la Royal Academy en Piccadilly para que las llenara, tarea que llevó a cabo pintando una y otra vez los mismos temas: colinas, campos, árboles y senderos del este de Yorkshire, al norte de Inglaterra. Hockney, con más de setenta años, ha vuelto a centrar su atención en el taciturno paisaje británico, después de haber decidido dejar atrás las brillantes luces de Hollywood, en donde ha vivido y trabajado durante los últimos treinta años. Las pinturas (algunas al óleo, otras impresiones de iPad) resultan tan fascinantes como excitantes. Fascinantes por los colores y formas que emplea: los senderos son púrpura, los troncos de los árboles son de color naranja y las hojas se convierten en lágrimas en tecnicolor. Y excitantes por el hecho de que sea la primera vez en los últimos cien años que un pintor de fama internacional, como Hockney, ha llevado a cabo un intento inteligente de volver a imaginar el paisaje rural inglés.

( Gowing up Garrowby Hill. 2000. Obra de David Hockney) (*)

Diré más. Las obras contemporáneas de Hockney que representan la naturaleza son los paisajes más sorprendentes, originales y provocadores producidos desde aquellos que, cien años atrás, pintara en Francia el hombre del que estábamos hablando: Paul Cézanne. Resulta evidente que el artista británico está muy influido por el posimpresionista, tanto en su mentalidad como en su ejecución. Según íbamos hablando y deambulando por la muestra, Hockney hizo varias aseveraciones desapasionadas sobre el modo en que se hacen y se perciben las imágenes. Eran sus observaciones sobre el hecho de observar, y todas se pueden remontar al trabajo pionero del hombre al que conocemos como el «maestro de Aix».

Ese era el apodo que sus contemporáneos le dieron después de que eligiera cambiar la alegría de la vida parisina por casi cuarenta años de reclusión en su tierra de origen, Aix-en-Provence, en el sur de Francia. Al igual que sucedió con Monet en Giverny o con Van Gogh en Arlés, Cézanne quedó cautivado por el paisaje de la zona. Hockney ha continuado con esta tradición de inmersión total al descubrir su área de inspiración cerca de su lugar de nacimiento en Yorkshire: un lugar muy especial en el que, como Cézanne, pasó varios años estudiando la naturaleza, la luz y el color, en un intento de entender mejor lo que ve y lo que siente. Quizá sea por el tiempo pasado en las colinas de Hollywood por lo que Hockney se siente obligado a debatir sobre los efectos negativos que tiene el uso de la cámara en el arte. Señala con un dedo acusador a ese gran monstruo en todas sus encarnaciones: fotografía, cine y televisión. Cree que la cámara ha hecho que la mayor parte de los artistas de hoy en día hayan renunciado a la representación figurativa, ya que les parece que una lente mecánica puede captar la realidad mejor que cualquier pintor o escultor.

«Se equivocan», me dijo. «Una cámara no es capaz de ver lo que ve un hombre: siempre se pierde algo». Si Cézanne estuviera vivo, seguramente habría mostrado vigorosamente su acuerdo con este argumento y apuntado que una fotografía documenta un segundo aislado de tiempo recogido por una cámara. Un paisaje, en cambio, o una naturaleza muerta son un momento inmortalizado en una imagen única, pero, en realidad, es una suma de días, semanas y, en el caso de muchos artistas (Cézanne, Monet, Van Gogh, Gauguin y Hockney), de años pasados contemplando un motivo concreto. Es el resultado de una gran cantidad de información acumulada, experiencia, apuntes y un estudio del espacio que aparece plasmado en los colores, la composición y la atmósfera final de la obra de arte.

( Vista de Auvers. 1873. Óleo de Paul Cézanne) (*)

Si hubiera diez personas en una colina y tomaran una fotografía desde el mismo punto de vista, sirviéndose de la misma cámara, los resultados serían idénticos. Si esas mismas diez personas se sentaran unos cuantos días para pintar esa vista, los resultados serían marcadamente distintos: no solo porque uno pueda tener mejores dotes artísticas que otro, sino por la propia naturaleza humana. Podemos contemplar la misma vista, pero no veremos lo mismo. Ante cualquier situación, cada uno aportamos nuestra propia carga de prejuicios, experiencias, gustos y conocimientos, lo que conforma la manera en la que interpretamos lo que está ante nosotros. Vemos lo que consideramos interesante e ignoramos aquello que no nos lo parece. Si nos ponemos a pintar una granja, uno se concentrará en el heno y otro en la esposa del granjero.

En este caso de la granja, tengo la seguridad de que Cézanne habría elegido una combinación de motivos estáticos: la construcción, el pozo, el heno. Es por eso por lo que prefería pintar cosas que no se movieran: motivos que pudiera mirar durante un buen rato y que le permitieran hacerse una idea correcta acerca de lo que estaba viendo.

Era un artista comprometido con la idea de la exactitud, no con la idea de la fugacidad o de lo momentáneo, como sucede con los paisajes impresionistas, ni tampoco con la exactitud fotográfica que se logra a golpe de vista. Para Cézanne, la exactitud era una reflexión certera sobre un tema observado rigurosamente. Era un asunto que le atormentaba. Una vez que le preguntaron cuál era su máxima aspiración, respondió con una sola palabra: «Certeza». La crítica Barbara Rose está en lo cierto cuando dice que el punto de partida de los maestros antiguos era: «Esto es lo que veo», mientras que el de Cézanne era: «¿Es esto lo que veo?».

( La casa del ahorcado, Auvers-sur-Oise. 1874. Óleo de Paul Cézanne) (*)

Si este hubiera sido el límite de su investigación, Cézanne habría seguido formando parte del movimiento impresionista del que había sido miembro (sus cuadros formaron parte de la primera exposición impresionista de 1874). Sin embargo, este posimpresionista cascarrabias optó por el más difícil todavía y se preocupó también por cómo veía. Se dio cuenta hace ciento treinta años que ver no es creer, sino someter a juicio. Semejante intuición filosófica vincula el final de la Ilustración y la era de la razón con el modernismo del siglo XX, y en el caso de David Hockney, con el siglo XXI. Fue una intuición que cambió el arte, pero al igual que sucede con varios destellos de genialidad, la revelación de Cézanne no era solo sencilla, sino sangrantemente obvia.

Los seres humanos, razonaba Cézanne, tenemos una visión binocular: tenemos dos ojos. Más aún, cada uno de nuestros ojos, el derecho y el izquierdo, no recogen la misma información visual; es el cerebro el que amalgama ambas en una sola imagen. Cada ojo ve las cosas de una manera levemente diferente, por ello tenemos cierta tendencia a la inquietud. Cuando examinamos un objeto, lo rodeamos: estiramos el cuello, nos inclinamos hacia un lado, hacia delante y nos alzamos. Y sin embargo, el arte se producía (y sigue produciéndose hoy día) exclusivamente como si en la visión solo interviniera una única lente estática. Ese, dedujo Cézanne, era el problema que aquejaba al arte de su época y del pasado: fallaba a la hora de representar el mecanismo real de la visión: no existe una sola perspectiva, sino al menos dos. La puerta al modernismo estaba abierta.

( Naturaleza muerta con manzanas y melocotones. 1905. Óleo de Paul Cézanne en la National Gallery de Washington. 108.9 x 128.3 ) (*)

Cézanne emprendió la tarea de pintar cuadros que presentaran un motivo visto desde dos ángulos diferentes, de lado y de frente, por ejemplo. Fijémonos en “Naturaleza muerta con manzanas y melocotones” (1905). Es uno de los cientos de bodegones que pintó a lo largo de sus cuarenta años de carrera en los que se disponían objetos semejantes de un modo similar y el pintor los abordaba con su método de la perspectiva dual: pintando «con ambos ojos», como dice Hockney.

En este cuadro, en concreto, ha puesto un número determinado de manzanas y melocotones a la derecha de una mesa de madera pequeña. Algunas están dentro de un plato y forman una pirámide, mientras que otras, más cerca del borde de la mesa, están desordenadas. Al fondo de la mesa; detrás de las manzanas y los melocotones, hay una vasija vacía, blanca, con decoraciones azules y amarillas. Junto a la fruta, cubriendo las dos terceras partes de la parte superior de la mesa, hay una tela de algodón drapeada, posiblemente una cortina, estampada con flores azules y de un tono intermedio entre el marrón y el amarillo. La tela está como amontonada en la mesa, dispuesta para acentuar sus profundos pliegues, en uno de los cuales reposa una manzana como una pelota de béisbol en el guante de un catcher. Aplasta la tela una jarra de color crema en la parte de atrás de la mesa, a mano izquierda, en el lado opuesto a la vasija.

Bastante tradicional, por lo que se puede ver. Pero entonces comienza la revolución artística. Cézanne ha pintado la jarra desde dos perspectivas diferentes: una de perfil a nivel de los ojos y la otra desde arriba, mirando por su cuello. Lo mismo se aplica a la pequeña mesa de madera cuya parte superior aparece girada unos veinte grados en dirección al espectador para mostrar mejor las manzanas y los melocotones, que, a su vez, también están pintados desde dos ángulos distintos. Si las reglas de la perspectiva, tal y como las establecieron en el Renacimiento, se aplicaran, la fruta rodaría por la mesa y caería al suelo. Sin embargo, si bien la perspectiva ha desaparecido, se ha ganado en veracidad: así es cómo vemos. La vista que presenta Cézanne es un compuesto a partir de los diferentes ángulos que disfrutamos cuando contemplamos.

Además, trata de revelarnos otra verdad acerca de cómo se comporta la información visual. Si vemos doce manzanas amontonadas en una bandeja, no «leemos» lo que tenemos delante como doce manzanas individuales, sino que registramos una única unidad: una bandeja llena de manzanas, lo que significaba, para Cézanne, que la composición general de la escena era más importante que los elementos que aparecían en ella.

La combinación que se produce cuando se mira un tema desde más de un ángulo mientras se intenta unificar una composición lleva necesariamente a un aplanamiento de la imagen. Al levantar la superficie horizontal de la mesa en dirección al espectador, Cézanne incrementa la cantidad de información visual a expensas de la ilusión de tridimensionalidad espacial. De este modo, una vez que se prescinde de la ilusoria ventana en .la que se ajusta una composición, puede centrar sus esfuerzos en presentar una imagen de conjunto. Para Cézanne, pintar elementos concretos y añadir colores es como generar notas musicales que se combinan con esmero para producir una melodía armónica: cada pincelada lleva a la siguiente y, por ello, operan de forma concertada. Es un método que requiere una buena planificación.

Cada manzana, cada pliegue es el resultado de una decisión que se va incubando durante un periodo de meticulosa preparación por parte de un artista que busca crear una composición tan rítmica como racional. Los colores y cómo combinan, cómo se sirven de espejo unos a otros y se complementan: todo esto fue meditado a conciencia por un hombre que, al igual que Seurat, no era manco en materia de teoría del color. Aplicaba capas sin mezclar de colores cálidos y fríos que, unos junto a otros, transmitían una sensación de trémula efervescencia. El azul (frío) y el amarillo (cálido) se hallan diametralmente opuestos en el círculo cromático y, en malas manos, aparecerían de modo discordante. Cuando es Cézanne el que se sirve de ellos, el contraste del lienzo emerge irradiando una convincente riqueza tonal. Estos dos colores aparecen juntos en toda la superficie de “Naturaleza muerta con manzanas y melocotones”, en una serie continua de ecos. Hay franjas de tela estampada en azul y amarillo: las decoraciones azules de la vasija sobre las que se apoyan las manzanas amarillas; asimismo, hay pequeños toques de ese mismo azul que Cézanne ha puesto en la superficie de la mesa. Estas marcas sutiles sirven de complemento no solo a la fruta, sino también a la superficie frontal de la mesa: la madera que, gracias a la acción de un sol de poniente estival, ha pasado a ser de un color marrón-ocre cálido.

Por tanto, Cézanne ha armonizado el color de su obra según la gradación tonal que se empleaba en la pintura clásica. El marrón oscuro de la pared del fondo combina con el marrón más claro de la mesa, que a su vez se mezcla con los rojos y amarillos de la fruta y, finalmente, con los blancos lechosos de la jarra y la vasija. Es un despliegue maestro de sabiduría pictórica y de sensibilidad cromática, que sirve para unir los diversos elementos en un conjunto coherente: una imagen de armonía en la que los colores operan como acordes.

“Naturaleza muerta con manzanas y melocotones” es un cuadro en el que se ve con claridad cómo Cézanne cambió el arte para siempre.

Su abandono de la perspectiva tradicional en favor de un compromiso con la superficie entera del cuadro y la introducción de un modo de visión binocular condujeron directamente al cubismo -en el que se abandonó la ilusión tridimensional para potenciar al máximo la información visual-, al futurismo, al constructivismo y al arte decorativo de Matisse: pero Cézanne aún no había terminado. Sus investigaciones acerca de los mecanismos reales de la visión le llevaron a un nuevo descubrimiento, que conduciría a la pintura al revolucionario y polémico lugar del arte abstracto.

Cézanne, al igual que los demás posimpresionistas, había llegado a un punto muerto con el impresionismo. Seurat se alejó de él porque deseaba encontrar un arte basado en la disciplina y la estructura. Van Gogh y Gauguin lo abandonaron porque se sentían cohibidos por su insistencia en pintar la realidad objetiva. Cézanne, en cambio, consideraba que el impresionismo no era suficientemente objetivo. Pensaba que los impresionistas carecían de rigor en su búsqueda del realismo. Sus inquietudes no eran muy distintas a las de Degas y Seurat, que consideraban que la obra de Monet, Renoir, Morisot y Pissarro era bastante pobre y carente de estructura y de sentido de la solidez. Seurat, como hemos visto, recurrió a la ciencia para resolver el problema; Cézanne, por su parte, regresó a la naturaleza.

Pensaba que «todos los pintores deberían consagrarse en cuerpo y alma al estudio de la naturaleza». Fuera cual fuera la pregunta, Cézanne consideraba que era la naturaleza la que contenía la respuesta. Su investigación fue bastante específica: ¿cómo podría transformar «el impresionismo en algo más sólido y duradero, como el arte de los museos»? En su caso, eso pasaba por una combinación entre la sensación de seriedad y estructura de la pintura de los maestros antiguos y el compromiso con el motivo y el en “plein air” que habían desarrollado los impresionistas, un auténtico intento de imitar la vida real en el lienzo.

( La montaña Sainte-Victoire con un gran pino. c. 1887. Óleo de Paul Cézanne en Courtauld Institute of Art. ) (*)

Era una tarea para la que su carácter, una mezcla de conservador y revolucionario, estaba particularmente bien dotado. Consideraba a los grandes maestros, como Tiziano, muy superiores a los impresionistas en composición, estructura y forma, pero también consideraba que la obra de Leonardo y compañía carecía de plausibilidad pictórica. En 1866 comenzó su aprendizaje con los impresionistas. Entonces escribió a Émile Zola, su amigo de los tiempos del colegio: «Estoy convencido de que todas las pinturas de los viejos maestros que representan escenas al aire libre han sido solamente hechas a base de maestría técnica, porque ninguna de ellas posee la apariencia verdadera y, ante todo, original que proporciona la naturaleza». En otras palabras, cualquier pintor con talento puede falsificar un paisaje, pero una representación precisa de la naturaleza sobre un lienzo requiere el esfuerzo de plantarse frente a ella.

«Uno sabe que todos los cuadros hechos aquí en el estudio no serán nunca ni la mitad de buenos que los hechos ahí fuera», proclamó antes de comprometerse con una vida al aire libre a merced de los elementos y concluir: « [En la naturaleza] veo cosas soberbias y tengo que hacerme a la idea de trabajar exclusivamente al aire libre». Día tras día, desde el amanecer al atardecer, se sentaba frente a una montaña o el mar de su Provenza natal y pintaba lo que veía. Pensaba que la tarea de un artista era llegar «al corazón de lo que está ante nosotros y expresarlo con toda la lógica posible».

Resultó ser un reto mucho mayor de lo que parecía al principio. Como un padre manitas que se enfrasca en una tarea doméstica y al final se ve a sí mismo de rodillas y desalentado ante complicaciones inesperadas, Cézanne descubrió que cada vez que superaba un problema asociado con la tarea de presentar la naturaleza de manera fidedigna, como un problema de escala o perspectiva, surgían una docena más, como formas erróneas o composiciones inadecuadas. Esta búsqueda le dejó aturdido y exhausto, lleno de enigmas y dudas. Fue un milagro que no terminara en un sanatorio mental como Van Gogh, que vivía cerca de su casa en Provenza, pero Cézanne no estaba hecho de la misma pasta que su colega holandés. Como escribió Zola: «Cézanne es un hombre de una pieza, obstinado y terco; nada le doblega, nada es capaz de sacarle una concesión».

Ese era un rasgo de su carácter que su padre había descubierto muy pronto. Fere Cézanne era un hombre rico y triunfador que sabía mucho acerca de cómo desenvolverse en el mundo. No le gustaba nada la idea de que su hijo quisiera ser artista: eso no era un trabajo. Al fin y al cabo, ¿dónde quedaban la corbata, el traje de tres piezas, los zapatos brillantes y la oficina con el nombre de uno en un letrero sobre la puerta? Intentó que el testarudo muchacho estudiara para abogado. “Non”, dijo Paul. El padre, a regañadientes, ayudó a pagar los estudios artísticos de su hijo y sus años de formación como artista. No obstante, la relación entre ambos siempre fue tensa, una situación que no contribuyó a aliviar el hecho de que Cézanne le ocultara que tenía una novia y un hijo con ella. No fue hasta el fallecimiento de su padre en 1886, lo que dejó a Cézanne con una gran cantidad de dinero y con la propiedad de Aix, cuando el artista encontró finalmente algo de calma y convirtió Provenza en su lugar de residencia.

La montaña de Sainte-Victoire domina el paisaje local: una gran montaña solemne, visible desde varios kilómetros a la redonda. Su inmutabilidad, su historia, su presencia recortada y muscular generaron un efecto magnético sobre un artista obstinado que buscaba pintar cuadros que generaran una impresión de permanencia análoga. El modo en que Cézanne eligió representar este precioso motivo dependía de su humor. Mientras que Van Gogh expresaba sus sentimientos acerca del motivo que pintaba mediante la distorsión, Cézanne lo lograba a través del dibujo y el color, como se puede ver en su obra “Montaña de Sainte-Victoire” (ca. 1887), que se expone en la Courtauld Gallery de Londres.

En esta ocasión Cézanne decidió pintar la vista desde el oeste de Aix, cerca de su casa familiar. Un mosaico de campos verdes y dorados -pintados, al menos, desde dos ángulos distintos- se despliega hacia la montaña azul y rosa, que parece un enorme moratón en el paisaje. El modo en que Cézanne pinta la montaña podría sugerir que solo está a escasos kilómetros de la base, pero, en realidad, se encuentra a trece kilómetros de distancia. Esto era lo que quería decir cuando decía que expresaba sus sensaciones a través de la línea y el color. No ha dibujado la montaña de Sainte-Victoire bajo una perspectiva precisa, sino que la ha puesto en escorzo para reflejar que tanto psíquica como visualmente era el motivo principal. La paleta fría con la que pinta la montaña comunica su dureza física, opuesta a los suaves y cálidos colores de los campos.

La vista de Cézanne era como el oído de un murciélago: tenía un umbral diferente al del común de los mortales. Con su técnica de la doble perspectiva, sus composiciones armónicas y el modo en que remarcaba determinados elementos elegidos subjetivamente, había solucionado algunos de los problemas para llegar a representar de modo certero la forma en que opera nuestra percepción visual. Sin embargo, aún no estaba del todo satisfecho. Le dijo al joven artista Émile Bernard (1868-1941) que «uno debe ver la naturaleza como nadie la haya visto antes».

( Autorretrato, hacia 1879-1880. Óleo de Paul Cézanne ) (*)

Bernard había trabajado con Gauguin en Pont-Aven, en Bretaña, donde los dos artistas habían reñido después de que Bernard hiciera un comentario (muy razonable) acerca de cómo Gauguin le había robado su estilo y sus ideas. A continuación sería el primero en admitir que no solo había seguido los consejos de Cézanne, sino que también había copiado sus ideas, principalmente aquellas sabias palabras que pronunciaba el taciturno artista: «Te lo repito de nuevo… trata la naturaleza a través del cilindro, la esfera, el cono».

Lo que Cézanne quería decir, lo que había descubierto él mismo a base de «ver la naturaleza como nadie la había visto antes», era que cuando contemplamos un paisaje no vemos los detalles, sino las formas. Cézanne comenzó reduciendo la tierra, los edificios, los árboles, las montañas e incluso a la gente a una sucesión de formas geométricas. Un campo se convierte en un rectángulo verde, una casa aparece pintada como un cubo marrón y una roca puede adoptar la forma de un balón. Todo ello se puede ver perfectamente en el cuadro de la Courtauld Gallery, que en realidad es poco más que un montón de formas. Era un tratamiento radical y revolucionario que suscitó perplejidad en un buen número de amantes del arte tradicional. Maurice Denis (1870-1943), un joven artista francés, intentó explicarlo diciendo que un cuadro puede ser juzgado conforme a unos criterios distintos a los del tema que representa. Dijo: «Recordad que un cuadro, sea un caballo de guerra, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera, es esencialmente una superficie plana cubierta por una serie de colores dispuestos de una manera determinada».

Veinticinco años más tarde, el método analítico de Cézanne para reproducir la realidad mediante una reducción a formas y formas geométricas: círculos, cuadrados, triángulos y rombos. Para algunos de ellos, estas formas remitían al mundo conocido (el círculo amarillo al sol, el rectángulo azul al cielo o al mar), pero para otros, la unión de cuadrados y triángulos no era más que una composición formal. En esos casos, el artista pedía que su trabajo fuera apreciado conforme a la declaración filosófica de Maurice Denis antes citada. Resulta asombroso que un ermitaño como Cézanne, exiliado en Aix, lejos de la vanguardia de París, haya podido tener tanta influencia sobre el arte del siglo XX, pero resulta más asombroso cuando uno se da cuenta de que Cézanne no había terminado aún.

( Montaña Sainte-Victoire. 1904-06. Óleo de Paul Cézanne en Museo de Arte de la Universidad de Princeton, única pintura vertical de la serie.) (*)

Cézanne sentía que debía dar otro paso lógico más para convertir el impresionismo en «algo más sólido y duradero, como el arte de los museos». Se trataba de tomar su idea de simplificar el paisaje en grupos de formas interconectadas y llevada más allá: introducir algo semejante a una retícula. Como dijo él, de manera más lírica: «Las líneas en paralelo a la del horizonte hacen que respire, ya sea en una sección de la naturaleza o, si prefieres, en el espectáculo que el Pater Omnipotens Aeterne Deus (el Dios padre omnipotente y eterno) despliega ante nuestros ojos. Las líneas perpendiculares generan profundidad».

De nuevo en la Montaña de Sainte- Victoire de la Courtauld Gallery de Londres se ve a Cézanne poniendo sus ideas en práctica. Ha construido una estructura de líneas paralelas horizontales, con los campos, el viaducto del tren, los tejados de las casas y en el punto en que las granjas se pierden y comienzan las laderas de la montaña. Para dar esa sensación de profundidad ha pintado en un escorzo violento y cortado el tronco de árbol que va de arriba abajo a la izquierda del lienzo. Funciona del modo en que indicaba: sugiriendo que la montaña y los campos están lejos. Se puede demostrar su teoría con tan solo tapar con la mano el tronco. Si se hace, se experimenta la desaparición del espacio tridimensional. Cambia completamente el modo de entender las ramas del árbol, puesto ahí por Cézanne como un mecanismo de encuadre. Éstas siguen y repiten la forma de la cresta de la montaña, pero si se quita el tronco, las ramas parecen formar parte del cielo. Si se restablece el tronco, quitando la mano, este y las ramas conforman un elemento imponente sobre un fondo que se levanta hacia el espectador, cerniéndose, cabe imaginar, sobre la cabeza del artista.

Sin embargo, hay una rama que sale a mitad del tronco que resulta extraña. Cézanne se sirve de sus hojas para fusionar el primer plano y el fondo, para salvar una distancia de trece kilómetros con solo unas pocas líneas paralelas y diagonales de verde. Ha fundido tiempo y espacio superponiendo e integrando diferentes planos de color en una técnica conocida como passage (una técnica que conduce al cubismo). Todo ello forma parte de su voluntad de producir pinturas que reflejen la «armonía de la naturaleza» a la vez que respetan el modo en que vemos los objetos en el espacio, que no es ni a través de una perspectiva fija ni a partir de un conocimiento a priori.

( Los jugadores de naipes (1892-95). Óleo de Paul Cézanne en el Courtauld Institute of Art, London. 4ª versión del mismo tema) (*)

Al comienzo de su intento de «añadir un nuevo vínculo» con el arte del pasado, Cézanne, sin darse cuenta, dejó entreabierta la puerta al modernismo. En el momento de su muerte, la puerta se balanceaba sobre sus bisagras. Sus ideas acerca de una retícula y de la simplificación de los detalles en formas geométricas aparecen en la arquitectura de Le Corbusier, los diseños angulares de la Bauhaus y la obra de Piet Mondrian. Fue el holandés el que llevó las ideas de Cézanne al extremo con sus célebres cuadros De Stijl, en los que una retícula de líneas negras horizontales y verticales, con algún que otro rectángulo de colores primarios, era lo único que aparecía en el cuadro.

Cézanne falleció, en octubre de 1906, a los sesenta y seis años, de las complicaciones ocasionadas por una neumonía que contrajo después de que una tormenta le sorprendiera en el campo pintando. Un mes antes había escrito en una carta: «¿Llegaré algún día al fin por el que he luchado tanto y durante tanto tiempo?». El tono es desesperado y evoca la frustración característica de su personalidad. Su dedicación al arte fue total e inquebrantable. Se había puesto a sí mismo retos intelectuales y técnicos que nunca pensó haber superado, pero en sus esfuerzos había logrado más que cualquiera de sus colegas. Por el año 1906 se había ganado una especie de estatus casi mítico. En parte debido a su autoexilio en Aix y a su falta de interés y necesidad de vender sus cuadros, aunque cuando llegaban a París se vendían muy bien. Se había convertido en algo semejante al protagonista de la película “La leyenda del indomable” (1967) respecto de la vanguardia parisina: cuanto menos decía, más se hablaba de él.

Muchos artistas que estuvieron entre los más importantes de la generación siguiente estaban subyugados por él, entre ellos Henri Matisse (18691954) y Pierre Bonnard (1867-1947). Pocos de ellos, sin embargo, estaban siguiendo tanto sus pasos como un joven español con un gran talento llamado Pablo Picasso, quien dijo una vez: «Cézanne es mi único maestro. Por supuesto que vi sus cuadros… y me pasé años estudiándolos».

En 1907, el Salón de Otoño abrió con la exposición Homenaje a Cézanne. Fue un shock. Artistas de todas partes del mundo acudieron a ver las obras del maestro de Aix. Muchos estaban sobrecogidos, otros sobrepasados, atónitos por cómo Cézanne había mirado a los maestros del pasado para llevar el arte más allá. La exposición llegó en un momento en el que varios de los artistas más brillantes de la época comenzaban a sentirse desilusionados por la superficialidad del mundo moderno. Aprendiendo de los logros de Cézanne, comenzaron a reflexionar acerca de lo que se podría lograr si se remontaban un poco más atrás: a un tiempo anterior a la civilización moderna”.


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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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