Antaño y hogaño. VI. 11. Período de la juventud

Por Carlos de Bustamante

( Calle de la Platería, de Valladolid, con la iglesia de la Vera Cruz al fondo. Pintura antigua) (*)

Pudiera pensar el amigo lector que ya son demasiados los artículos sobre este período; siento llevarles la contraria. ¿No es acaso durante la juventud donde más y mejor se define la vida del hombre y su futuro? ¿No es si no, donde más y mejor desborda la vitalidad del ser humano? ¿No es este período el que más “marca” y pervive en los recuerdos de los períodos que le siguen? ¿No es, en fin, cuando coloreamos la vida -¡ay!- de color de rosa con más luces que sombras? Por todo esto y más, yo…sigo.

Más luces que sombras, digo, porque a esta edad nuestro joven, como la mayoría en este período no tiene hígado, riñones, bazo, ni espinazo… O sea, que no se les ocurre pensar que los tienen, porque todo el organismo en “sus verdores” suele funcionar correctamente; no duele nada, no precisan visitar al médico… Y en todo caso las enfermedades propias de en lo que casi todo se ve de color de rosa.

Si a esto añadimos la nada corriente condición física de nuestro protagonista, bien se podría decir del que su edad precoz, era dorada.

Mas como lo dejamos “ayer” hablando de amores, el dorado se tiñó para él de color cobre pulido: pelirrojo. Polvorilla. Sucedió, que durante los habituales paseos por los lugares ya mentados, la niña –todavía sin nombre- ya no iba entre las dos amigas, sino en un extremo. Fueron también días de diálogos de besugos, pero con ella y compañía; aunque él sólo viera una: ella; la niña sin nombre. Hubo progresos. La niña dorada y de pelo de color cobre pulido, no era muda. Tampoco el jovenzuelo precisaba anotar lo que quería decirle; lo que no articulaba con palabras lo expresaban divinamente los ojos… de carnero degollado. Desde la Plaza Mayor hasta la calle Platerías en el casco histórico de Valladolid dos adolescentes y un joven caminaban o corrían casi al compás de las campanadas fatídicas del reloj a las diez en punto de la noche. Con las palabras entrecortadas resultaba imposible la conversación sosegada. Pero en llegando a la altura de la iglesia de la Cruz, la compañía hacía mutis por el foro: entre gorjeos canoros picaruelos, desaparecía en la penumbra del portal de su casa. Momentos luego azarosos y benditos. Se llamaba – ¡casualidad! y extraño- “Graciela”. Y a fe que el nombre le cuadraba con el de la novela preferida del joven como era Graciella de Alfonso Lamartine, que tanto le había hecho soñar e instruido en amores de un romántico subido. Desde la Cruz hasta el palacio de Fabionelli, vivió nuestro joven precoz momentos de gloria. Hablaron de estudios, de aventuras en los colegios respectivos… Y, precoces para su edad, también algo de planes futuros e inmediatos.

Aunque no muda, Graciela era parca en palabras; mas en sus dos “estrellas, ojos los más bellos del cielo”, se atisbaba, o eso le parecía al “degollado”, chispitas de pena con las contrariedades, o de alegría con lo agradable que escuchase. Pena cuando le dijo que el verano lo pasaba con la familia en el campo. Más pena aún cuando supo de lo decidido al internado en el colegio Santiago para preparación al ingreso en la Academia General Militar. Alegría cuando supo, porque se lo dijo, que previamente se presentaría a examen parcial: el grupo de letras previo e imprescindible al de ciencias; el coco.

La despedida agridulce, tuvo compensación sobrada cuando a la vuelta de Zaragoza le comunicó el aprobado con nota. Fue éste un momento inolvidable. Junto a la alegría de verse de nuevo y de la buena noticia, una más que superó con creces a las otras. Por primera vez ambos supieron suave y sencillamente qué era el amor. Afecto, sentimiento, o ambas cosas, que al decir de alguien importante aseveraba: “Paréceme que el amor es una saeta que viene de la voluntad”. Ambos sintieron –flecha certera- que querían (se querían) amar y ser amados. Pero ¡“quietos parados”! que no era momento de demostraciones ni de exteriorizarlo. Pensaba nuestro joven que si Dios es amor y lo evidenciaba sólo en el alma de los que también le amaban, no les parecieron prudentes otras demostraciones… por el momento. Tampoco salir o pasear en solitario. Como entre las amigas de Graciela era ya un secreto a voces, cedieron a la amiga limpiamente enamorada el extremo del grupo.

Así, como era normal antaño, se fueron comunicando gustos aficiones, penas y alegrías. En grupo, pero en voz más tenue de lo acostumbrado. Sin arriesgar a decir mejor o peor, amores diferentes a los de hogaño. Limpios, intensos y verdaderos. No sabría decir nuestro protagonista si en este estreno tan bello, Graciela, sentía similares impulsos amorosos, porque el recato y la feminidad bien entendida eran en ella íntimos. Sí asegura que él, recibía el cómo dirigirlos en las confidencias del que tuvo como director espiritual en las confesiones frecuentes. Costumbre normal antaño, por mucho que extrañe hogaño.

Cuando el verano asomaba en los brotes de los árboles que jalonaban el único paseo en solitario desde la Plazuela de San Miguel hasta el palacio de Fabionelli fin del trayecto, una sombra de tristeza iba y venía de uno a otro de los precoces enamorados. Sombra que se convertía en nubarrones cuando sabían tan próximos verano e internado.

La sombra que no llegó a tristeza total, se rompía con los claros de planes futuros que ambos, precoz y felizmente deseaban. Comprendió entonces el pésimo estudiante, que para llevar a término lo deseado, era preciso moderar las ansias de caza, el devorar libros literarios, e intensificar en grado sumo lo que nunca había hecho: estudiar. Así la forzosa separación por el inminente verano e internado mitigó la pena, por ser de necesidad para lo amorosamente planificado. Aventuras y desventuras próximas y que, en parte, conoce el lector amigo. Aunque con brevedad, como de puntillas, lo verán no obstante en el próximo “si Dios es servido”. Expresión ésta tomada de quien dijo – y dijo bien- lo del amor, la flecha y la voluntad. Así pues, nos vemos…


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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