El arte moderno, ¿es arte?. 10. Paul Gauguin y el Simbolismo

Por José María Arévalo

( Parau Api. 1892. Óleo de Paul Gauguin en la Staatliche Kunstsammlungen de Dresde) (*)

Will Gompertz, que solo menciona de pasada a Renoir o Pisarro y no dedica ni una frase a Toulouse-Lautrec, en su libro “¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos”, que estamos siguiendo en esta serie, dedica apartados específicos, como hemos dicho, a Van Gogh, Gauguin y Georges Seurat en su capítulo “Posimpresionismo. Ramificaciones, 1880-1906”, y otro completo a Cézanne. Ello probablemente porque se detiene en los que han influido más en movimientos posteriores. Gauguin, que vamos a ver ahora, como primer simbolista, y así titula su apartado a él dedicado “Paul Gauguin y el Simbolismo”

De éste postimpresionista comentamos en este blog –en 26.01.13, que puede verse todavía con nuestro eficaz buscador incluyendo el título “El Gauguin exótico”- la estupenda exposición con la que el Museo Thyssen-Bornemisza empezó a celebrar sus primeros veinte años de vida, “Gauguin y el viaje a lo exótico”. De otro periodo suyo pudimos ver tres obras, “Marina con vaca” (1888), “Los almiares amarillos” (1889) y la famosa “Campesinas bretonas” (1894), por aquellas fechas, en la exposición de la sala Recoletos de Mapfre “Impresionistas, postimpresionistas y el nacimiento del arte moderno. Obras Maestras del Musée d’Orsay” que ya hemos destacado en artículos anteriores. Will Gompertz comienza este apartado dedicado al genial pintor calificándolo de arrogante, dandi, energúmeno, cínico y borracho egotista. Veamos por qué, en la magnífica recreación que hace de su vida.

“«Soy un gran artista y lo sé», gritaba Paul Gauguin. En otra ocasión dijo que Van Gogh «se había aprovechado de lo que él tenía que enseñarle. y todos los días se lo agradecía». ¿Arrogante? Por supuesto. También era un plagiario egocéntrico que abandonó a su mujer ya sus hijos para tontear con las jovencitas de los mares del Sur y de paso, difundir la sífilis. Era un dandi, un energúmeno, un cínico y un borracho egotista. Su antiguo maestro y mentor, Camille Pissarro, decía de él que era «un intrigante» y comentaba ante Monet y Renoir que encontraba su obra «sencillamente mala». Incluso su amigo, el dramaturgo sueco August Strindberg dijo a Gauguin «No entiendo tu arte y por eso no me puede gustar».

¿Cómo reaccionó Gauguin ante este comentario? Lo publicó. En primera plana: en un catálogo de sus obras. A pesar de todas sus faltas (y se diría que ya hemos señalado bastantes), era valiente, en lo vital y en lo artístico. Se necesita coraje para dejar la vida de un corredor de bolsa, coleccionista del arte de los impresionistas, en un intento de unirse al grupo de artistas; y no es que fuera un riesgo financiero. El mercado quebró en 1882 y el dinero dejó de ser una preocupación para Gauguin; cuando el joven corredor bursátil se levantó al día siguiente, resultó que ya no tenía nada. Sin embargo, lo que le preocupaba era que ese grupo de artistas a los que admiraba no se tomaran en serio su pintura. Peor aún: que pensaran que carecía de integridad artística, que era un charlatán que había comprado su acceso a un club privado. Algo así como un rico que pagara por tocar con los Rolling Stones.

Fue aún más valiente cuando, a finales de la década de 1880, decidió desafiar la adherencia estricta al naturalismo de los impresionistas y tildarla de «error abominable». No importaba que Monet o Renoir no quedaran impresionados por sus pinturas cotidianas cuando las vieron. A primera vista, ambos tuvieron que pensar que el adelantado Gauguin había seguido su camino, es cogiendo temas ordinarios y representándolos con pinceladas vivaces. Pero ¡un momento! ¿Acaso la naturaleza nos pone delante esos naranjas tan vivos o verdes o azules? No. «Mon Dieu!», gritó Monet. «Este tipo va a por nosotros».

Y así era. Desde el punto de vista racional de Monet y Renoir, la naturaleza no producía esa clase de colores, pero sí lo hacía desde el de Gauguin. Hablando con otro artista, mientras se encontraba en el Bois d’Amour de Bretaña, Gauguin dijo: «¿Cómo ves ese árbol? ¿Es realmente verde? Pues usa verde, el verde más hermoso que tengas en tu paleta. ¿Y la sombra? ¿Mejor en azul? No escatimes azul entonces». Si sus brillantes colores suponen un abandono del impresionismo, la elección de sus temas confirman que Gauguin había abandonado completamente el nido. Sus pinturas estaban tan lejos de ser representaciones fidedignas como los dibujos de Disney, y además estaban cargadas de significados ocultos y símbolos. Vincent Van Gogh, su compañero en escalas cromáticas, había subido los tonos de color para expresarse mejor a sí mismo: Gauguin, sin embargo, aumentó la intensidad de su paleta para ponerla al servicio de una narrativa.

( Visión después del sermón. Jacob luchando con el ángel. 1888. Óleo de Paul Gauguin en la National Gallery of Scotland, Edimburgo. 73 × 92) (*)

“Visión después del sermón. Jacob luchando con el ángel” (1888) es un ejemplo claro del periodo posimpresionista de Gauguin. A diferencia de las pinturas de la vida moderna de Monet y el resto, esta obra está solo parcialmente ambientada en el mundo real. La base narrativa de la obra es un grupo de mujeres del campo bretonas que experimentan una visión sagrada después de escuchar un sermón en una iglesia: la narración bíblica de la lucha de Jacob con el ángel. Las mujeres están en primer plano, dando la espalda al espectador, mirando cómo Jacob pelea con el mensajero de Dios. Están vestidas de forma realista, con tocados y ropas tradicionales bretonas: no hay nada de extraño en ello. Sí lo hay, en cambio, cuando uno se percata de que Gauguin ha utilizado una paleta muy sobria en esa parte, a fin de pasarselo mejor en el resto del cuadro…

El artista ha elegido un único y sorprendente color para delimitar el área en la que pelean el ángel de alas doradas y Jacob. En un intento de reflejar la experiencia de ensueño místico por la que pasan las mujeres, la hierba está pintada con un fuerte naranja rojizo, color que domina la composición como el llanto de un niño se apodera de una biblioteca. Gauguin vivía por entonces en Bretaña, en el norte de Francia, y allí pintó la “Visión después di sermón”. En Bretaña no hay campos brillantes de color naranja rojizo; la elección del color obedece a motivos exclusivamente simbólicos y decorativos. Gauguin había decidido renunciar al realismo en favor de la alegoría dramatizada y el estilo.

En verdad, el tema del cuadro está anclado en la vida bretona; era fácil encontrarse a los bretones reunidos y disfrutando de un torneo de lucha entre dos jóvenes, pero la escena excede este detalle con la introducción de una narración bíblica, capas de color en absoluto naturalistas y una imagen en la que reinan las referencias míticas. Por ejemplo, la rama de árbol que cruza el cuadro en diagonal y lo divide en dos partes: tanto el hecho de que una rama así esté en ese plano como que vaya en esa dirección resulta muy poco verosímil. Sin embargo, es un mecanismo empleado por Gauguin para separar el mundo real del fantástico. A la izquierda del árbol, está la realidad (una reunión de mujeres piadosas), mientras que a la derecha se encuentra el producto de su imaginación: Jacob luchando contra el ángel. Una vaca desproporcionadamente pequeña aparece en la izquierda, la parte «realista», pero Gauguin pone al animal sobre una hierba carmesí, combinación que simboliza el modo de vida rústico de los bretones y su carácter supersticioso. En el caso de Jacob, podría decirse que representa al propio Gauguin y que el ángel son los demonios interiores que le impiden alcanzar su propia visión personal.

El director de cine norteamericano Frank Capra cita este cuadro en su película “¡Qué bello es vivir!” (1946). James Stewart interpreta el papel de George Bailey, un hombre de negocios deprimido que se odia a sí mismo y que ha llegado a la conclusión de que su mujer y sus hijos tendrían una vida mejor si estuviera muerto. Está a punto de suicidarse, tirándose desde un puente una noche helada de invierno. Mira abajo, hacia las poderosas aguas del río, y entonces ve a otro hombre arrojarse a la corriente. Prevalece el instinto y el sensible hombre de negocios se olvida de sus propios problemas y se sumerge en el helado río para salvar la vida de otro hombre que -sin que George lo sepa- es su ángel de la guarda, Clarence (Henry Travers). Entonces se pasa a la siguiente escena, en la que George y Clarence están en un pequeño cobertizo secándose, y un tendedero de ropa corta horizontalmente la escena. Sentado debajo de la cuerda, está George, luchando contra todas sus preocupaciones terrenales, mientras que, con la cabeza por encima del tendedero, vemos la presencia celestial de Clarence, ofreciendo una sabiduría que no es de este mundo.

El carácter de ensoñación de la Visión de Gauguin es precursor del surrealismo. La naturaleza modesta de la vida de las mujeres bretonas es precursora del «primitivismo» de los cuadros tahitianos de Gauguin, que inspiraron a Pablo Picasso, Henri Matisse, Alberto Giacometti y Henri Rousseau. Al igual que los campos de color plano, sin sombra alguna (idea que Gauguin toma, como muchos otros antes que él, de los grabados japoneses), son un antecedente de las ideas expresivas y simbólicas del expresionismo abstracto.

“Visión después del sermón” supone el momento en que Gauguin pasa de ser un pintor aficionado, un dominguero, a convertirse en una figura importante de la vanguardia. El marchante de arte Theo van Gogh ya había mostrado su interés por el amigo de su hermano. Compró varias obras anteriores de Gauguin y se comprometió a comprarle más en el futuro. Por entonces a Gauguin se le incluía en el movimiento simbolista, que tenía ya una larga aventura literaria. Los escritores simbolistas entendieron la rama diagonal de Gauguin como un claro ejemplo visual de un motivo alegórico: en lugar de convertir un objeto -la rama- en motivo central a través de la pintura, había cogido algo subjetivo –su idea- y lo había transformado en objeto: la rama. Interesante, a
no ser, por supuesto, que uno provenga de la escuela impresionista del «píntalo como es».

( Van Gogh pintando girasoles.1888. Óleo sobre yute de Paul Gauguin en el Museo Van Gogh de Ámsterdam. 73 x 91) (*)

Gauguin no se arrepentía de nada: había llegado a la conclusión de que los impresionistas carecían de rigor intelectual. Los consideraba incapaces de ver más allá de la realidad -sea la que fuere que tenían ante sí-, y pensaba que su visión racionalista de la vida extirpaba el componente fundamental de esta: la imaginación. El hastío que le producían no se limitaba a sus puntos de vista artísticos, también se extendía a su temática: la vida moderna. Al igual que el exfumador que se convierte en activista antitabaco, Gauguin, antiguo hombre de negocios, decidió que el materialismo era el mal. En primer lugar, se marchó a una colonia de artistas constituida en Pont-Aven, Bretaña (era barata y él estaba arruinado), y fue allí donde comenzó a hacerse pasar por campesino. Escribió a su amigo Émile Schuffenecker (1851-1934): «Adoro Bretaña: tiene algo de salvaje y primitivo. Cuando mis zuecos de madera pisan el granito del suelo, escucho ese tono apagado, sordo y poderoso que veo en mi pintura».

Un tanto pretencioso, quizá, pero lo cierto es que iba bien encaminado. Había pasado bastante tiempo aprendiendo de los demás, por ejemplo, de Degas, que le había dado su apoyo y de quien había tomado la idea de dibujar una marcada línea de contorno alrededor de sus figuras, así como sus escorzos de efectos dramáticos. Estaba ya listo para desarrollar su propia estética, osada y nueva. Para Gauguin no había medias tintas: si de lo que se trataba era de cambiar el método para que cambiara por completo el arte, entonces el cambio no podía pasar sino por su propia vida.

Se marchó a Tahití, para convertirse en «un salvaje, un lobo en los bosques, sin collar». Le comentó a Jules Huret, de L’Écho de Pans: «Me voy para encontrar la paz, para liberarme de la influencia de la civilización. Solo quiero crear un arte que sea sencillo, muy sencillo. Hacer lo que necesito para renovarme a mí mismo en una naturaleza que no haya sido arruinada: solo quiero ver salvajes, vivir como ellos, sin más preocupación que sacar a la luz, como un muchacho, lo que mi mente conciba, con la sola asistencia de medios de expresión primitivos». Y; podría haber añadido, abandonar a su mujer y a sus hijos para llevar la vida de un joven estudiante.

Una vez en Tahití, libre ya de la presión de sus coetáneos y de los problemas domésticos, enseguida encontró su talismán artístico. Produjo entonces un gran número de obras inspiradas por la luz, la población y las leyendas de la Polinesia, en la mayoría de las cuales aparecen voluptuosas jóvenes desnudas o semidesnudas o vestidas únicamente con una banda de tela estampada. Estos cuadros son eróticos y exóticos, coloridos y sencillos, modernos y primitivos. Gauguin quería vivir y narrar un modo de vida prehistórico, primordial, liberado de las pompas y la superficialidad del mundo moderno. El hecho de que lo lograra mediante las técnicas pictóricas más modernas es otro ejemplo de la naturaleza contradictoria de este artista, que descubrió que los métodos de los que se servía la vanguardia parisina podían ser útiles en su deseo de representar la ingenuidad de los nativos, carente de sofisticación alguna.

A partir de bloques de color bidimensionales (hallazgo que proviene de Manet y. que desarrolló ampliamente Degas), las obras de Gauguin muestran una esencia plana e incluso infantil. Una cierta impericia que queda amplificada cuando intensifica, o sencillamente falsifica, los colores naturales: un truco inexpresivo que Van Gogh y él habían experimentado cuando trabajaban juntos en Arlés. El resultado fue una serie de pinturas estilizadas y decorativas que evocan un paraíso tranquilo, tropical, realizadas por un artista que se había vuelto nativo.

(¿Por qué estás enfadada? (No te Aha Oe Riri). 1896. Óleo de Gauguin en el Chicago Art Institute. 95 x 130) (*)

Solo que Gauguin no era un nativo, ni tampoco un campesino. Era un artista in situ: un turista. El exbanquero de París producía pinturas lascivas para un mercado europeo y una burguesía que había desarrollado el gusto por las imágenes de una cultura exótica y arcaica. En realidad, era un varón blanco, occidental, de clase media y de mediana edad que tenía una visión romántica de los habitantes de los archipiélagos del Sur, así como un gusto irrefrenable por los voluptuosos cuerpos de las jóvenes tahitianas. “¿Por qué estás enfadada? (No te Aha Oe Riri)”, pintado en 1896 durante su segundo viaje a Tahití, es un típico lienzo de este periodo de Gauguin. No hay hombres en el cuadro; algo habitual, tan habitual como el emplazamiento, que es armoniosamente pastoral. Una palmera en un plano medio divide el cuadro verticalmente. Tras él hay una gran choza de paja alrededor de la cual se arremolina un polvoriento camino de tierra, en cuyo borde aparece un parche de exuberante hierba verde. Completan el fondo flores, plantas, gallinas, pollos y algunas montañas lejanas que contribuyen a la narración del cuadro.

En el lienzo aparecen seis nativas. Tres están a la derecha del árbol y las otras tres, a la izquierda. De las tres que están a la derecha, dos aparecen al fondo, a punto de entrar en la choza. La primera que se ve es joven y atractiva y se ha bajado la parte superior del vestido, dejando así sus pechos a la vista. La mujer que la sigue parece mayor y se dobla como para invitar a la joven a entrar. Al fondo, sentada sobre un taburete, a la izquierda del árbol, hay una anciana que lleva un pañuelo blanco en la cabeza, un vestido lila y parece una guardiana del oscuro e imponente acceso a la choza.

Parece que las tres jóvenes núbiles en primer plano confirman la intuición de que la choza es un burdel. La que está a la derecha del cuadro, vestida con un pareo azul apenas estampado, mira desdeñosamente a las otras dos, sentadas en la hierba juntas, a la izquierda del árbol. La que está más lejos de la palmera, casi al borde del cuadro, da la espalda al espectador. Lleva puesta una camiseta blanca y una falda azul y parece susurrar algo a su amiga, que está sentada enfrente del espectador. Ésta está desnuda de cintura para arriba y tiene un aire tímido: fija los ojos en el suelo para evitar la penetrante mirada de la mujer del pareo azul. El lenguaje corporal que muestran ambas es lo que justifica el título del cuadro: una mirada agresiva y acusatoria a la que se responde con una pregunta muy cauta.

El simbolismo no parece dejar lugar a dudas. Las que están en la parte derecha del cuadro aún no han entrado en la choza y, por tanto, permanecen sin tacha ante los sucesos que ocurren en su interior: se muestran altivas porque su honor está intacto. No parece suceder lo mismo con la mujer sentada que mira desde el fondo del cuadro (la madame del burdel), ni tampoco con las dos jóvenes que están en la hierba en primer plano. Pero ¿quiénes son los clientes ocultos? ¿Varones tahitianos? Posiblemente. ¿El propio Gauguin? Probablemente. ¿Las potencias coloniales europeas? Sin duda. Si bien Gauguin no tenía problema en comerciar con la inocencia de los nativos tahitianos, se consideraba también un paladín y un abogado de los isleños. Por ello la pregunta del título resulta bastante retórica. Es la propia escena, en la que los extranjeros están «saqueando» la isla ya sus gentes lo que molesta a Gauguin. El cuadro es una elegía por un modo de vida antes incorrupto que Gauguin contempla en un proceso de veloz degradación y destrucción a manos de sus propios compatriotas. No podemos poner en duda la sinceridad de sus sentimientos, pero, como sucede siempre con este artista dotado, innovador y brillante, son bastante contradictorios.

( Te Vaa. 1896. Óleo de Paul Gauguin en el Hermitage) (*)

Lo que sí tenía, sin embargo (algo común a todos los grandes artistas), era una gran habilidad para comunicar ideas y sentimientos universales de un modo personal y preciso. Ello requiere tiempo, hasta que el talento de un individuo se desarrolla lo suficiente como para que sea una marca de estilo reconocible. Una vez que eso sucede, en el momento en que un artista encuentra su voz, es cuando puede entablarse una conversación con el espectador: se asumen supuestos y se afianza una relación. Gauguin consiguió llegar a este punto en un intervalo de tiempo admirablemente breve, lo que da fe tanto de su habilidad como de su inteligencia.

En un cuadro de Gauguin uno puede concentrar la mirada en un centenar de lugares diferentes. La rica paleta de ocres dorados, verdes abigarrados, marrones chocolate, rosas brillantes, rojos y amarillos está contrastada y controlada con una seguridad en el toque que solo puede tener un autodidacta. Sus cuadros y esculturas generan un atractivo inmediato, pero, en el fondo, son sorprendentemente complejos. Son dramas psicológicos que ponen de relieve la melancolía y el trauma que afectan a sus personajes; que nos afectan, en el fondo, a todos nosotros. Se rebeló contra el impresionismo y devolvió el arte al terreno de la imaginación, por lo que generaciones de artistas tendrían que estarle agradecidas.


(*) Para ver las fotos que ilustran este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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