El arte moderno, ¿es arte?. 7. Teoría del impresionismo

Por José María Arévalo

(“La estación de Saint-Lazare”. 1877. Óleo de Claude Monet en el Museo de Orsay, París. 7×14 cm.) (*)

Hemos recogido en los dos artículos anteriores el relato que Will Gompertz, director de Arte de la BBC, en su libro “¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos”, que estamos siguiendo en esta serie, dedica al nacimiento y desarrollo del Impresionismo, con dos capítulos con los que abre propiamente el recorrido de estos 150 años. Dedica el siguiente Gompertz al posimpresionismo, así que creo, antes de abordar éste, ha llegado el momento de analizar la aportación de este movimiento fundamental para el arte contemporáneo, en la que, como veremos, no todos los autores están de acuerdo. Empezamos con la opinión de Gompertz, seguimos con la de Arnold Hauser y concluiremos con una singular aportación de Gombrich. Ninguno de los tres discrepan al respecto.

Comienza el primer capítulo Gompertz, antes de narrar las escenas de su nacimiento –ya recogidas en nuestros artículos anteriores-, con la valoración general del movimiento. “No se puede considerar que un todo a cien esté bien surtido si no posee una buena colección de estas imágenes clásicas en toda clase de utensilios domésticos baratos. La obra de los impresionistas permanece omnipresente en nuestra vida cotidiana. Es difícil que pase un mes sin que un titular de periódico anuncie que una gran pintura impresionista ha vuelto a batir un récord en una subasta o que otra ha sido robada por un sofisticado y mañoso ladrón.

El impresionismo es un «ismo» del arte moderno con el que todo el mundo se siente cómodo y a gusto. Sabemos, creo, que comparado con otras pinturas más recientes puede parecer un tanto pasado, manido y sospechosamente fácil para el ojo, pero ¿hay algo malo en eso? Son objetos preciosos que representan escenas reconocibles de modo figurativo. Miramos las pinturas impresionistas de finales del XIX con un flagrante espíritu romántico: esas atmósferas neblinosas, las brumas típicamente francesas, las imágenes parisinas con sus elegantes picnics en el parque, los bebedores de absenta en los bares, trenes rodeados de vapor que se dirigen con optimismo hacia un futuro resplandeciente de luz. Dentro del contexto del arte moderno, los más tradicionales consideran que los impresionistas fueron el último grupo de artistas que produjeron arte “comme il faut” (como es debido). No se metieron en ese «sinsentido conceptual» y esos «garabatos abstractos» que llegaron después de ellos, sino que pintaron cuadros claros, bellos y refrescantemente inocentes.

En realidad, eso no es del todo cierto. Al menos, no es lo que la gente pensó en aquel momento. Los impresionistas fueron el grupo de artistas más radical, rebelde, combativo y rompedor de toda la historia del arte. Arrostraron penurias en sus vidas, humillaciones en su labor y fueron perseguidos tenazmente a causa de modo de entender el arte. Rompieron las reglas, se bajaron, metafóricamente hablando, los pantalones, y le enseñaron todos el trasero al “establishment” de la época antes de ponerse manos a la obra como instigadores de esa revolución que ahora llamamos arte moderno. Varios de los movimientos artísticos del siglo XX, como el Brit Art de la década de 1990, han sido etiquetados como subversivos y anárquicos, pero en realidad están muy lejos de ser ni una cosa ni la otra. Ahora bien, los aparentemente respetables pintores impresionistas del XIX sí que eran unos auténticos forajidos: realmente fueron subversivos y anárquicos.

Eso sí, no de un modo determinado de antemano: lo fueron porque no tuvieron otra opción. Se trataba de un grupo de hombres y mujeres hermanados en el arte que desarrollaron un original y complejo modo de pintar en París y sus alrededores durante las décadas de 1860 y 1870. Y se encontraron con que un “establishment” artístico opresor les había cerrado el camino hacia el reconocimiento artístico. ¿Qué podían hacer? ¿Abandonar la lucha?

Quizá lo habrían hecho si hubieran estado en otro tiempo o en otro lugar, pero no en el París posterior a la revolución de la Comuna, donde el espíritu de rebelión continuaba latiendo en los corazones de los parisinos. Los problemas para los impresionistas comenzaron cuando chocaron con la omnipotente, burocrática y hedionda Académie des Beaux Arts. La Academia solo quería artistas que tomaran sus temas de la mitología, la iconografía religiosa, la historia o la Antigüedad clásica y los representaran en un estilo que los idealizara. Tamaña falsedad no podía tener interés para este grupo de jóvenes y ambiciosos artistas: querían abandonar sus estudios académicos y salir a documentar el mundo moderno que los rodeaba. Era una maniobra arriesgada: no se trataba simplemente de recorrer la ciudad y pintar escenas «humildes», como gente corriente almorzando en un parque, bebiendo o caminando. No se trataba de eso. Eso habría sido como si Steven Spielberg se ofreciera a hacer vídeos de bodas. Se suponía que los artistas debían estar en sus estudios y producir allí laboriosos paisajes o imágenes heroicas que miraran al pasado. Eso era lo que los poderosos y ricos querían colgar en las paredes de sus fastuosas casas y de los museos, y lo que los artistas produjeron hasta que aparecieron los impresionistas.

Demoliendo la pared que separaba sus estudios de la vida real, ellos cambiaron las reglas de juego. Muchos artistas anteriores habían salido al mundo para observar y tomar apuntes de sus temas, pero luego regresaban a sus estudios para incorporar lo que habían observado a escenas imaginarias. Los impresionistas pasaron fuera de sus estudios la mayor parte del tiempo y allí comenzaron y finalizaron sus cuadros sobre la vida metropolitana moderna. Llegaron a la conclusión de que esos temas nuevos necesitaban un abordaje técnico distinto. En su época, el modo de pintar aceptado y sancionado era la «gran manera» renacentista de Leonardo, Miguel Ángel o Rafael, de los que el ejemplo francés más célebre era, entre otros, Nicolas Poussin (1594-1665). El dibujo lo era todo: el arte era una cuestión de precisión. Se mezclaba una paleta de tonos terrosos y sombras y se aplicaba sobre el lienzo con pinceladas precisas que, a base de horas y horas de trabajo, durante días y días, se iban puliendo hasta hacerse imperceptibles. Mediante sutiles gradaciones de la luz a la sombra, se producía una pintura que tenía que dar sensación de solidez y tridimensionalidad.

Esto estaba bien si se trataba de sentarse en una habitación caldeada durante semanas para dar fin a una elaborada composición dramática. Los impresionistas, en cambio, estaban pintando en “plein air”, bajo unos constantes cambios de luz, en unas condiciones que nada tenían que ver con las que se dan en un estudio, controladas y artificiales. Se buscaba un modo de pintar nuevo: si de lo que se trataba era de captar la sensación de un instante fugaz, sin realismo, la velocidad pasaba a ser parte esencial del proceso. No había tiempo para eternizarse en elaboradas gradaciones de la luz, porque en ese caso se corría el riesgo de que esta hubiera cambiado la siguiente vez que el artista mirara el motivo. De lo que se trataba era de aplicar pinceladas urgentes, toscas, como si se estuviera haciendo un apunte en lugar de ese refinamiento estudiado y templado del que hacía gala la «gran manera». Los impresionistas no escondían las pinceladas, todo lo contrario: las acentuaban mediante pequeños empastes, con mucho color, una especie de comas vibrantes que dotaban a sus pinturas de una energía juvenil que reflejaba el espíritu de la época. Para los impresionistas, la pintura se convirtió en un medio que reivindicaba sus propiedades materiales frente al encorsetamiento y el disfraz que suponía la representación pictórica fidedigna.

El hecho de que determinaran trabajar en frente del motivo explica la obsesión de los impresionistas por reproducir fielmente los efectos de luz que se sucedían ante sus ojos. Esto conllevaba que el artista tuviera que desterrar de su mente cualquier noción preconcebida sobre la luz y el color (por ejemplo, que las fresas maduras son rojas) para, en cambio, pintar con los colores y tonos que aparecían en un momento concreto bajo la luz natural (aunque eso significara que la fresa pudiera ser azul).

Siguieron metódicamente este programa, produciendo pinturas que contenían un espectro de color nunca visto antes. Hoy en día resultan normales, casi sosas, en un mundo en el que impera la alta definición en la televisión y el cine, pero en el siglo XIX resultaban tan asombrosas como un verano caluroso en Inglaterra. La reacción por parte de los sombríos miembros de la Academia no se hizo esperar: condenaron aquellas pinturas tachándolas de infantiles e intrascendentes.

( La cosecha. 1882. . Óleo de Camille Pissarro) (*)

Los impresionistas recibieron burlas y fueron proscritos como advenedizos por el mundo artístico; los condenaron por producir un arte que no era más que caricatura y los criticaron por no pintar cuadros “comme il faut”. Ellos reaccionaron enfadándose, pero no se dieron por vencidos. Eran un grupo inteligente, combativo y que confiaba en lo que estaba haciendo; se encogieron de hombros y siguieron adelante.

Escogieron bien el momento. En París se daban todas las condiciones necesarias para romper la tradición: cambios políticos violentos, avances tecnológicos, el desarrollo de la fotografía e ideas filosóficas nuevas y fascinantes. Mientras aquellas jóvenes luminarias se sentaban a charlar en los cafés, veían cómo la ciudad cambiaba físicamente ante sus ojos. París pasaba de ser un laberinto medieval a un centro artístico. Bulevares anchos, luminosos y espaciosos sustituían a callejas viejas, hediondas y estrechas. Era una muestra de la regeneración urbana proyectada por un poderoso político llamado barón Haussmann, que había recibido ese encargo de parte de Napoleón III.

«El emperador de los franceses», como se autodenominaba, participaba de algo de la inteligencia militar de su célebre tío, y se dio cuenta de que la transformación de París no solo sería una respuesta sofisticada al esplendor que vivió Londres en la época de la Regencia, sino que también le proporcionaría una posibilidad para luchar por permanecer en el poder. Con la regeneración urbana surgieron imponentes y anchas avenidas que ofrecían al hábil autócrata una ventaja táctica en caso de que a los parisinos desafectos se les antojara una nueva desobediencia civil entremezclada con una intentona revolucionaria.

Mientras la ciudad vivía tales cambios, también la innovación entró con fuerza en la técnica pictórica. Hasta 1840, los artistas que utilizaban la pintura al óleo estaban limitados a trabajar en sus estudios, ya que no había un recipiente transportable para guardar los colores. Cuando se introdujo la idea de meter la pintura en pequeños tubos con un código de color, los pintores más intrépidos se vieron ante la posibilidad de pintar directamente en el lienzo in situ. A ello contribuyó también en gran medida la aparición de la fotografía, un nuevo medio por el que muchos jóvenes artistas mostraron interés. Cabe señalar que, de algún modo, esta máquina de generar imágenes, barata y accesible, supuso una amenaza para los artistas que anteriormente ostentaban una posición incontestable como creadores de imágenes para ricos y poderosos. En cambio, para los impresionistas, las nuevas oportunidades que surgían de la fotografía estaban muy lejos de suponer una amenaza. No en vano la fotografía alimentó el deseo del público de imágenes que reflejaran la vida cotidiana de París.

Se había abierto el camino hacia el futuro, pero la Academia se encargaba de cortar el paso, y su intransigencia, irónicamente, se convirtió en el punto de partida del arte moderno. Se distinguió en su deber de proteger el rico legado estético del país, pero estaba anclada en el pasado sin remisión, en un momento en que se buscaba alentar el futuro del arte.

Se trataba de un problema insoslayable para unos jóvenes artistas con ganas de experimentar, que buscaban crear pinturas y esculturas que representaran su presente.”

EXPLICACIÓN DE ARNOLD HAUSER

Hasta aquí la opinión de Gompertz. Recogimos en su día la de Arnold Hauser ( tomada de su libro “Historia Social de la Literatura y el Arte”, Ed. Guadarrama 1969), al comentar aquella exposición fenomenal, de 2010, de los primeros impresionistas, que consiguió la Fundación Mapfre aprovechando las obras de remodelación del Musée d’Orsay. En nuestro artículo “Los impresionistas clásicos, en Madrid”, de 13.03.10 mostrábamos nuestra discrepancia con la propuesta de la muestra, que “trata de ser muy didáctica, para ofrecer una “nueva lectura” –dice el folleto explicativo- del impresionismo, al presentar sus obras maestras “acompañadas de las de otros creadores que de manera coetánea también intentaron, aunque desde otros lenguajes, una renovación de la pintura”. Trata de demostrar que el movimiento impresionista no supuso una ruptura radical con el arte tradicional y académico, “tal como se suele indicar de manera un poco simplista”. Que el entusiasmo por la modernidad es una de las señas de identidad de la época, y contamina del mismo modo a realistas, impresionistas y académicos”. Este enfoque de la exposición me parecía restaba, ante el gran público, importancia a este movimiento trascendental en la historia de la pintura, y desde luego no acababa de convencerme. Como tampoco lo consiguió el Tyssen, que en exposición simultanea, también en 2010, proponía “contemplar de otro modo la obra” de Monet, “haciendo hincapié en su papel esencial en el desarrollo de la abstracción más pictoricista durante las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX”. Así que escribí entonces que “más me convencen, por ejemplo, las explicaciones de Arnold Hauser en “Historia social de la Literatura y el arte”, mi libro de cabecera”. Veamos.

Hauser empieza su estudio del impresionismo reconociendo que las fronteras entre aquel y el precedente naturalismo son borrosas, y justifica la suavidad del cambio estilístico en la continuidad del desarrollo económico y la estabilidad de las condiciones sociales. Sin embargo, añade que el ambiente de crisis que se vive en Francia en 1871, tras el exterminio de la Commune (primera revolución sostenida por un movimiento obrero internacional) con victoria de la burguesía “asociada con un sentimiento de peligro grave”, lleva a una “renovación de las tendencias idealistas y místicas y origina, como reacción contra el pesimismo imperante, una fuerte corriente de fe. Y es sólo en el curso de esta evolución cuando el impresionismo pierde su conexión con el naturalismo, y se convierte en una nueva forma de romanticismo, sobre todo en la literatura”. Los hallazgos técnicos están llevando a los industriales a intensificar artificialmente la demanda de productos siempre mejores, y el continuo cambio de las modas al de los criterios del gusto estético. Empieza la manía del gusto por lo novedoso. “Es sobre todo, este nuevo sentimiento de velocidad y cambio el que encuentra expresión en el impresionismo”. Con el progreso de la técnica se produce el traslado de los centros de cultura a las grandes ciudades. “El impresionismo es un arte ciudadano por excelencia, y no solo, desde luego, porque descubre la ciudad como paisaje y devuelve la pintura desde el campo a la ciudad, sino también porque ve el mundo con ojos de ciudadano y reacciona ante las impresiones exteriores con los nervios sobreexcitados del hombre técnico moderno; es un estilo ciudadano porque describe la versatilidad, el ritmo nervioso, las impresiones súbitas, agudas, pero siempre efímeras, de la vida ciudadana. Y, precisamente como tal, significa una expansión enorme de la percepción sensorial, una nueva sensibilidad agudizada, una nueva excitabilidad, y representa, junto al Gótico y el Romanticismo, una de las más importantes encrucijadas en la historia del arte occidental”.

Además de fijar la atención sobre lo momentáneo e irrepetible –continúa Hauser-, las representaciones del impresionismo están más cerca de la vivencia sensorial y “sustituyen el objeto del conocimiento teórico por el de la experiencia directamente óptica, de manera más íntegra que cualquier otro arte anterior”. Hasta aquél, se basan las representaciones en una imagen consciente, con elementos conceptuales y sensoriales, ahora “el impresionismo aspira a una homogeneidad de la mera visualidad. Todo arte anterior es resultado de una síntesis, mientras que el impresionismo lo es de un análisis”. En vez de proporcionarnos una ilusión del objeto percibido, nos ofrece sus propios elementos, “en vez de una imagen de la totalidad, los materiales de los que se compone la experiencia”.

“La representación de la luz, del aire y de la atmósfera, la descomposición de las superficies de color en manchas y puntos, la disolución de los colores locales en valores de expresión atmosféricos y perspectivistas, el juego de las reflexiones de la luz y las sombras iluminadas, el punto palpitante y tembloroso, y la pincelada abierta, suelta, libre, toda la pintura improvisada, con su dibujo rápido, abocetado, el aspecto fugitivo, aparentemente descuidado, y el descuido virtuosista de la reproducción, no expresan, en última instancia, otra cosa que el sentimiento de aquella realidad en movimiento, dinámica, concebida en constante modificación, que ha comenzado con la subjetivación de la representación pictórica a través de la perpectiva”. Yo no he encontrado –escribía entonces comentando la exposición de Mapfre- mejor descripción del profundo cambio que en la pintura representa el impresionismo, cambio radical, que ésta de Hauser. “En este contexto me resultan muy superficiales los intentos de estas exposiciones que vemos hoy en Madrid, de parangonar a los impresionistas con otros movimientos tanto anteriores como posteriores. Es laudable el propósito de justificar las influencias de unos y otros, pero creo que el impresionismo no tiene parangón. Hace falta una reflexión más profunda, como la que hacer Arnold Hauser, para reconocer su importancia”.

La muestra de Mapfre reflejaba muy bien las luchas entre impresionistas y academicistas, pero nada decía de la reacción popular. “Desde el Barroco –continúa Hauser- la representación pictórica significaba una tarea cada vez más difícil para la comprensión por parte del espectador; se volvía cada vez más opaca, y su relación con la realidad era cada vez más complicada. Pero el impresionismo representa un salto tan osado como ninguna otra etapa de la evolución anterior, y el efecto sorprendente de las primeras exposiciones impresionistas no podía compararse con nada que se hubiese experimentado nunca antes en toda la historia de la innovación artística. La gente sintió las pinturas rápidas y la carencia de forma de los impresionistas como una provocación”.

“El impresionismo es no sólo el estilo temporal que domina la totalidad de las artes; es también el último estilo `europeo´ de valor general, la última tendencia artística que se apoya en un asentamiento del gusto. Desde su disolución, ni las distintas artes ni las distintas naciones y culturas pueden ser aunadas estilísticamente”.

El folleto de la exposición de Mapfre afirmaba también que “quien mejor defina nuestra propuesta” quizá sea, entre todos, Manet; “lider natural de los impresionistas, sin embargo, nunca expuso con ellos y siempre trató de ocupar un lugar relevante en el Salón de París donde solía mostrar sus creaciones”. Muy forzada, en mi modesta opinión la propuesta.

Cuando comentamos la exposición del Tyssen en este blog, “Monet en el Thyssen” el 20.03.10, añadíamos que “La gran diferencia entre Monet y los abstractos que se aprecia en esta exposición del Thyssen, es que Monet aborda temas visuales, concretamente paisajes, lo que no interesa en absoluto a los abstractos, y es la interpretación de los temas lo que el impresionismo busca, en una órbita completamente distinta. Cita Hauser la frase de Georges Rivière, uno de los primeros historiadores y teorizantes del impresionismo, en 1877: “El tratamiento de un tema según los tonos y no según el tema es lo que diferencia a los impresionistas de los demás pintores”. Y continúa Hauser: “La acentuación del color y el deseo de transformar la superficie pictórica en una armonía de efectos de luz y color son los que absorben el espacio y disuelven la tectónica de los cuerpos. Pero el impresionismo reduce no solo la realidad a una superficie bidimensional, a un sistema de manchas sin perfil; renuncia, en otras palabras, no solo a la plasticidad, sino también al dibujo, no solo a la forma espacial del objeto, sino también a la forma lineal. Lo que gana la representación en dinámica y atractivo sensual por lo que pierde en claridad y evidencia es innegable, y este beneficio era lo más importante para los impresionistas. El público, sin embargo, estimó en más la pérdida que la ganancia, y hoy, después que el modo de ver impresionista se ha convertido en uno de los componentes más importantes de nuestra imagen óptica del mundo, no podemos hacernos ya una idea de cuán perplejo estaba aquel público frente a esta barahúnda de manchas, borrones y chanfarriones. Sin embargo, el impresionismo constituyó simplemente el último paso en un proceso constante de oscurecimiento iniciado siglos atrás”.

APORTACION DE E. H. GOMBRICH

Precisamente a la representación pictórica dedica E. H. Gombrich, su libro “Arte e ilusión. Estudio sobre la psicología de la representación pictórica” que editó Debate en 1990, y se refiere a la aportación del Impresionismo en el capítulo IX, “El análisis de la visión en el arte”. Para acercarnos al complejo análisis de Gombrich recogemos parte de su discurso en este capítulo.

( “Cerca de Venecia”. 1843. Óleo de Turner) (*)

Refiriéndose a los cuadros como “Cerca de Venecia” (hacia 1843) del gran rival de Constable, Turner, señala Gombrich que “la estructura de los objetos queda completamente disuelta en las modificaciones del momento: niebla, luz, deslumbramiento. El comparar domina al hacer. Tiene cierta justificación la idea de que suprimió lo que sabía del mundo y se concentró solo en lo que veía.

En tales tales términos, en efecto, planteó el problema de la pintura el gran amigo y defensor de Tumer, John Ruskin, y de resultas de la teoría, Roger Fry calificase el impresionismo de descubrimiento final de las apariencias. Para Ruskin, como para Roger Fry, nuestro conocimiento del mundo visible está en la raíz de todas las dificultades del arte. Con sólo que lográramos olvidado, se haría fácil el problema de la pintura: a saber, el problema de traducir un mundo tridimensional a una tela plana. En realidad, pensaba Ruskin, ni siquiera vemos la tercera dimensión. Lo único que vemos es un tejido de manchas de color como las que Turner pinta.

La exposición de esa teoría por Ruskin, escrita en 1856, anticipa la teoría de los impresionistas: «La percepción de la Forma sólida es enteramente resultado de la experiencia. No vemos más que colores planos; y sólo gracias a una serie de experimentos descubrimos que una mancha de negro o gris indica la parte en sombra de una sustancia sólida, o que un color débil indica que el objeto en que aparece está lejos. Todo el poderío técnico de la pintura depende de que recobremos lo que pudiera llamarse la “inocencia del ojo”, o sea una especie de percepción infantil de esas manchas planas de color, meramente en cuanto tales, sin conciencia de lo que significan, como las vería un ciego si de pronto recobrara la vista.

»Por ejemplo: cuando la hierba se encuentra fuertemente iluminada por el sol en ciertas direcciones, su verde se transforma en un amarillo peculiar, como polvoriento, Si hubiéramos nacido ciegos, y de pronto nos encontráramos dotados de visión ante un prado iluminado en ciertas zonas por el sol, nos parecería que parte de la hierba era verde, y parte de un amarillo polvoriento ( muy cercano al color de las prímulas): y si hubiera prímulas cerca, pensaríamos que la hierba soleada era otra masa de plantas del mismo color azufrado. Intentaríamos coger algunas de ellas, y entonces descubriríamos que el color desaparece de la hierba en cuanto nos interponemos entre ella y el sol, pero no de las prímulas; y mediante una serie de experimentos descubriríamos que el sol es la causa de aquel color en la hierba, pero no en las prímulas. Inconscientemente, todos pasamos por tales procesos experimentales en la infancia; Y habiendo llegado a conclusiones respecto al significado de ciertos colores, suponemos siempre que “vemos” lo que sólo sabemos, y apenas tenemos conciencia del aspecto real de los signos que hemos aprendido a interpretar. Muy pocas personas tienen idea de que la hierba soleada es amarilla. . . »

Ya recordamos que las ideas sobre la percepción en las que Ruskin se basó con tanto aplomo, y artísticamente con tanto éxito, las había propuesto más de un siglo antes Berkeley, en su “New Theory of Vision”, culminación de una larga tradición: el mundo según lo vemos es un constructo, montado lentamente por cada uno de nosotros, a lo largo de años de experimentación. Lo único que nuestros ojos sufren son estímulos de la retina, cuyo resultado son las llamadas «sensaciones de color». Nuestra mente es lo que teje aquellas sensaciones en forma de percepciones, los elementos de nuestra visión consciente del mundo fundada en la experiencia, en el cocimiento.

Dada esa teoría, que aceptaban casi todos los psicólogos del siglo XIX y que todavía encuentra lugar en manuales, las conclusiones de Ruskin parecen impecables. La luz y el color son los únicos asuntos de la pintura, según los refleja la retina. Para reproducir esa imagen correctamente, pues, el pintor tiene que alejar de su mente todo lo que sabe sobre el objeto que ve, borrar la pizarra, y dejar que la naturaleza escriba por sí sola. Según decía Cézanne de Monet: «Monet no es más que un ojo, ¡pero que ojo!».

Podemos aceptar buena parte de la explicación de Berkeley, pero, con tanto mayor fundamento, debemos poner en duda que a la mente humana le sea posible una tal hazaña de inocente pasividad. Siempre que recibimos una impresión visual, reaccionamos marcándola, clasificándola, agrupándola de uno u otro modo, aunque la impresión sea sólo la de una mancha de tinta o una huella dactilar. Roger Fry y los impresionistas hablaban de la dificultad de descubrir el aspecto que las cosas presentan para un ojo sin prejuicios, despojado de lo que ellos llamaban los «hábitos conceptuales» necesarios para la vida. Pero si tales hábitos son necesarios para la vida, el postulado de un ojo sin prejuicios equivale a pedir lo imposible. La tarea del organismo viviente es organizar, porque donde hay vida no hay sólo esperanza, según reza el proverbio, sino también miedos, conjeturas, previsiones, que disciernen entre los mensajes recibidos y los modelan, ensayando y transformando y volviendo a ensayar. El ojo inocente es un mito. Aquel ciego de Ruskin que de pronto cobra la visión no ve el mundo con un cuadro de Turner o de Monet: el propio Berkeley sabía ya que sólo puede experimentar un hiriente caos, y tiene que aprender a ordenarlo, un arduo aprendizaje. y lo cierto es que muchos de esos desgraciados renuncian y nunca llegan a aprender”

Varias páginas después continúa Gombrich: “ Todo elaborador de facsímiles tiene mucho que decir sobre el inesperado comportamiento de sus elementos, al colocarlos en yustaposición. Lo cierto es que resulta que sólo podemos hablar de un auténtico facsímil cuando la copia tiene el mismo tamaño del original. Porque el tamaño afecta al tono, como saben también todas las mujeres, acostumbradas a prever un cambio cuando eligen de un muestrario de retales. Ya que un mismo color parecerá diferente al cambiar el tamaño de la zona que cubre, un facsímil a escala reducida parecerá falso si todos los colores son idénticos a los del original. Es lícito dudar de que tal desventaja pueda ser nunca superada por los técnicos de la reproducción de pinturas en color para libros. Lo máximo que puede hacer el técnico es tantear, a fuerza de ensayos, hasta encontrar ciertas relaciones que a él le parecen equivalentes a las del original. Para ese delicado ajuste no dispone de criterios o medidas científicas a las que acudir.

Se da un tipo de ilustración científica en la que ese efecto de la escala en la impresión viene reconocida oficialmente, por así decir. Los geógrafos que dibujan secciones de cadenas montañosas exagerarán la relación de altura a anchura, según una proporción fija. Han descubierto que una representación verídica de la relación vertical parece falsa. Nuestra mente se niega a aceptar el hecho de que los casi nueve mil metros a que el monte Everest se eleva sobre el nivel del mar no es más que la distancia horizontal que un coche recorre en pocos minutos.

( “La montaña Sainte-Victoire con un gran pino” (c. 1887). Óleo de Paul Cézanne en el Courtauld Institute of Art) (*)

Ésa es una de las razones por las que la comparación entre “La montaña Santa Victoria” de Cézanne y las fotografías del monte puede desorientar si la hacemos con fines de análisis estético. Es trivial, por ejemplo, el hecho de que Cézanne exagerara lo abrupto de la silueta. La cuestión de si, en este aspecto la fotografía «se parece» más o menos a la montaña, debería reformulatse con mucho cuidado para que tuviera sentido. Ciertas fotografías, como ciertos cuadros, resultan convincentes; otras no. La escala, la proximidad de la montaña al borde de la fotografía, incluso el montaje o el enmarcado, pueden influir del modo más inesperado sobre la impresión general. Lo mismo sirve para los panoramas topográficos, pero tales cuestiones quedan todavía muy lejos de los problemas con que lucha un artista de la estatura de Cézanne.

Tales problemas pasaron a ocupar el centro de interés cuando la total fidelidad a la experiencia visual se convirtió en un imperativo tanto moral como estético. Para los impresionistas, las contradicciones de aquel requerimiento quedaban todavía escondidas bajo la niebla coloreada de sus centelleantes cuadros. Pero la sinceridad sin componendas de Cézanne, y su interés por la claridad y la estructura, pusieron de manifiesto que si somos realmente fieles a nuestra visión en todos los detalles, el cálculo de la de la ecuación dará un resultado falso: al final, los elementos no se fundirán en un todo convincente. El descubrimiento significó el fin de la teoría mosaística de la representación. Había que tantear en busca de nuevos principios de organización. Pero era Cézanne quien sabía, si alguien 1o sabía, que no podemos planear aquellas organizaciones, porque no podemos predecir el efecto recíproco de todos los elementos de un cuadro. Paradójicamente, las angustias y triunfos de su combate se nos han hecho difíciles de percibir precisamente por el placer que nos proporcionan sus fracasos; pero no cabe duda de que muchos de los cuadros que dejó inacabados eran para él experimentos fracasados, obras de ensayo que le obligaron a volver atrás y a reemprender la marcha por el camino que le llevaría a «rehacer a Poussin del natural», explorando métodos alternativos para sugerir un mundo sólido organizado.

Los cubistas tomaron el camino opuesto. Apartaron de un puntapié toda la tradición de visión fiel, e intentaron partir de nuevo del «objeto real»», que aplastaron contra el plano del cuadro. La resultante confusión de imágenes yuxtapuestas puede divertirnos como un comentario sobre las no resueltas complicaciones de la visión, sin aceptar la pretensión de que representan la realidad más realmente que un cuadro basado en la geometría proyectiva”.

Añade Gombrich que no debemos pensar que los defensores de la tradición académica desconocían estos procedimientos. “Queda formulado muy explícitamente en esa declaración de principios de la teoría académica, la “Idée de la perfection de la peinture” de Roland Fréart de Chambray, uno de los clientes de Poussin, publicada en Le Mans en 1662: “Siempre que el pintor pretende que imita las cosas según las ve, es seguro que las ve mal. Las representará de acuerdo con su imaginación defectuosa, y producirá un mal cuadro. Antes de tomar el lápiz o el pincel, debe ajustar el ojo a la razón obedeciendo a los principios del arte, que enseña no mirar las cosas únicamente según son en sí mismas, sino también según deben representarse. Porque muchas veces sería un grave error el pintar exactamente tal como el ojo las ve, por mucho que eso pueda parecer una paradoja”.

Por este camino, Gombrich llega a propugnar una revisión de los descubrimientos visuales que sostenían la observación sin perjuicios de los hechos, sin interpretar. “Tenemos que disponer – afirma más adelante- de un punto de partida, un criterio de comparación, para iniciar aquel proceso de hacer y comparar y rehacer que finalmente queda encarnado en la imagen acabada. El artista no puede partir de la nada, pero puede criticar a sus predecesores.

Existe un interesante opúsculo de un pintor menor llamado Henry Richter, publicado en 1817 (el año en que Constable expuso “Wivenhoe Park”), que ilustra muy bien el espíritu de investigación creadora que animaba a los artistas jóvenes del siglo XIX. Se titula “Daylight: a Recent Discovery in the Art of Painting”. Es un divertido diálogo, en que el pintor desafía a los maestros holandeses del seiscientos, o más bien a sus espíritus congregados en una exposición, con la pregunta: «¡Acaso no había cielos claros en vuestros días, y no brillaba entonces, como ahora, la vasta luz azul de la atmósfera…? Yo encuentro que es esto lo que produce el principal esplendor del sol, al contrastar las luces doradas con las azules…»

Como Constable, Richter examinó la fórmula tradicional recibida de la ciencia pictórica, y encontraba que al contrastar los cuadros pintados de aquel modo no se parecían a escenas pintadas a pleno sol. Y propugnaba por consiguiente la adición de más azul en contraste con el amarillo, para alcanzar la equivalencia con la luz sol que hasta entonces había escapado al arte.

La crítica de Richter era acertada, pero no parece que él alcanzara una solución satisfactoria. Tal vez no era lo bastante inventiva para someter su hipótesis a la prueba de un cuadro logrado, o tal vez le faltaba energía para probar una y otra vez, y así se esfumó en el olvido como un tímido ilustrador victoriano, en tanto que Constable seguía experimentando hasta encontrar aquellas armonías más claras y frías, que le llevaron a la pintura más cerca del “plein air”.

Pero el testimonio de la historia sugiere que todos esos descubrimientos involucran la comparación sistemática de logros pasados con motivos presentes, o, en otras palabras, la proyección provisional de obras de arte sobre la naturaleza: experimentos hasta ver en qué medida la naturaleza puede ser vista en aquellos términos. Uno de los más influyentes profesores de arte en la Francia del XIX, Lecoq de Boisbaudran, reformador ardiente y defensor del adiestramiento de la memoria, nos proporciona otro ejemplo de esa interacción. Insatisfecho con las rutinas admitidas en la clase del natural, y deseoso de guiar al estudiante hacia «el inmenso campo, casi inexplorado, de la acción viviente, de los efectos mudables y fugaces», obtuvo permiso para hacer que unos modelos posaran al aire libre y se movieran en libertad, como Rodin iba a hacer más tarde: «Una vez, nuestra admiración alcanzó la cumbre del entusiasmo. Uno de nuestros modelos, hombre de estatura espléndida, con una gran barba suelta, yacía en reposo al borde de un estanque, cerca de un matorral de juncos, en actitud a la vez natural y hermosa. La ilusión era completa: la mitología hecha verdad ante nuestros ojos, porque allí, frente a nosotros, teníamos un antiguo dios fluvial, gobernando con quieta dignidad el curso de sus aguas…»

Una gran ocasión, podemos inferir, para poner a prueba la tradición y mejorarla. Ejemplos como éstos explican el carácter gradual de los cambios artísticos, ya que las variaciones sólo pueden controlarse y situarse frente a un conjunto de invariantes.

( Almuerzo en la hierba. 1863. Óleo de Édouard Manet) (*)

¿Acaso el experimento de Lecoq de Boisbaudran no evoca la obra revolucionaria de un innovador de mucho mayor talla, el “Almuerzo en la hierba” de Manet? Es bien conocido que aquella audaz hazaña del naturalismo se basaba, no un incidente en los alrededores de París, como creía el escandalizado público, sino en un grabado procedente del círculo de Rafael, elogiado nada menos que por Fréart de Chambray como una obra maestra de composición. Mirado desde nuestro punto de vista, el préstamo pierde mucho de su carácter intrigante. El explorador sistemático es quien menos puede permitirse confiar en acciones aleatorias. No puede ir borroneando con colores para ver lo que ocurre; porque incluso si le gustara el efecto no podría nunca repetirlo. La imagen naturalista, según hemos visto, es una configuración, de muy prieta textura, de relaciones que no pueden variarse más allá de ciertos límites sin hacerse ininteligibles tanto para el artista como para el público. Lo hecho por Manet al modificar un esquema de composición de Rafael [ obra desaparecida, conocida por el grabado de su discípulo Marcantonio Raimondi “Giudizio di Paride”] muestra que sabía la valía del dicho: «Una cosa cada vez.» El lenguaje crece al introducirle nuevas palabras, pero un lenguaje hecho enteramente de nuevas palabras y nueva sintaxis no sería discernible del balbuceo.

( Giudizio di Paride, grabado de Marcantonio Raimondi -1480-1534-) (*)

Estas consideraciones tienen que aumentar sin duda nuestro respeto por el logro del innovador con éxito. Se requiere más que un abandono de la tradición, más que un «ojo inocente». El propio arte se convierte en el instrumento con el que el innovador pone a prueba la realidad. El innovador no puede simplemente reducir a añicos la disposición mental que le lleva a ver el motivo en función de pinturas conocidas: tiene que ensayar activamente aquella interpretación, pero ensayarla críticamente, variándola en tal o cual punto para comprobar si no sería posible obtener un mejor ajuste. Tiene que distanciarse de la tela y volverse su propio crítico despiadado, sin tolerancia para los efectos fáciles y los atajos metódicos. Y posiblemente su recompensa será que el público encuentre su equivalente difícil de leer y difícil de aceptar, porque todavía no se ha adiestrado a interpretar aquellas nuevas combinaciones bajo el prisma del mundo visible.

No es de extrañar el que los más audaces entre aquellos experimentos engendraran la noción de que la visión del artista es enteramente subjetiva. Con el impresionismo, la concepción popular del pintor pasó a un hombre que pinta árboles azules y prados rojos y que contesta a toda crítica con un orgulloso «Yo lo veo así». Esto puede ser parte de los hechos, pero no creo que sea todo. Es posible exagerar también esa afirmación de subjetividad. Se da algo que merece llamarse un auténtico descubrimiento visual, y es posible ponerlo a prueba a pesar de que nunca sabremos lo que el artista vio en cierto momento. Cualquiera que fuera la resistencia inicial ante los cuadros impresionistas, una vez desvanecido el sobresalto del primer momento, la gente aprendió a leerlos. Y habiendo aprendido aquel lenguaje, salieron a campos y bosques, o se asomaron por las ventanas a los bulevares de París, y descubrieron embelesados que después de todo era en efecto posible ver el mundo en términos de aquellas brillantes manchas y pinceladas. La transposición funcionaba. Los impresionistas les habían enseñado, no, ciertamente, a ver a la naturaleza con un ojo, sino a explorar una inesperada alternativa, que resultó que encajaba con ciertas experiencias mejor que las pinturas anteriores. Los artistas convencieron tan enteramente a los aficionados, que se popularizó la broma de que « la naturaleza imita al arte». Como dijo Oscar Wilde, no había niebla en Londres antes de que Whistler la pintara ( “Muelle de Chelsea; gris y plata!, hacia 1875. Óleo de Whistler).

(“Muelle de Chelsea; gris y plata”, hacia 1875. Óleo de James Abbott McNeill Whistler) (*)

Quienes han experimentado el placer de tales descubrimientos visuales han expresado generalmente su gratitud diciendo que el arte es lo único que les ha enseñado a ver. Ya en la antigüedad clásica, Cicerón se maravillaba de las muchas cosas que ven en sombras y luces los pintores, y que los mortales ordinarios no vemos. Sin duda esto es verdad, pero no es toda la verdad. El ver es ya en sí mismo un proceso de interacción y de integración tan complejo y milagroso que ni siquiera el arte podría enseñárnoslo. La idea vulgar según la cual miramos al mundo con pereza y fijándonos sólo en lo requerido por nuestras necesidades prácticas, mientras que el artista se desprende de su velo de hábitos, está lejos de rendir justicia a las maravillas de la visión cotidiana”.

Y con esta tan interesante aportación de Gombrich damos por concluido el apasionante tema de lo que aportaron los impresionistas.


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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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