El arte moderno, ¿es arte?. 5. Preimpresionismo

Por José María Arévalo

( La Balsa de la Medusa. 1818-19. Óleo de Jean Louis Théodore Géricault en el Museo del Louvre; “uno de los cuadros más célebres del siglo”. El hombre musculoso tumbado boca abajo en el centro del cuadro es Delacroix) (*)

Es un placer volver a escribir sobre el Impresionismo, movimiento preferido mío junto con el Manierismo, del que ya hemos comentado aquí – por ejemplo en “El Greco, en Toledo. I” de 06.06.14- que en opinión de Arnold Hauser, que me parece muy acertada, fue el precedente siglos antes del impresionismo, por su subjetividad y extensión internacional, que no alcanzó el Renacimiento, como por su significado de oposición a la corriente naturalista que cíclicamente ha dominado el mundo de la creación artística. Así que de ambos movimientos ya hemos comentado mucho; del impresionismo sobre todo a raíz de las estupendas exposiciones de las salas madrileñas en los últimos años, especialmente desde aquella fenomenal, en enero de 2010, de los primeros impresionistas, del Musée d’Orsay, que consiguió la Fundación Mapfre aprovechando las obras de remodelación de aquél, y que se completó el 2013 en “Impresionistas, postimpresionistas y el nacimiento del arte moderno. Obras Maestras del Musée d’Orsay”, y que el Thyssen aprovechó para complementar con otras varias (la reseña de ambas puede verse, con nuestro estupendo buscador, en “Los impresionistas clásicos, en Madrid”, de 13.03.10, e “Impresionismo y postimpresionismo”, de 21.04.13).

Al Impresionismo dedica varios capítulos Will Gompertz, director de Arte de la BBC, en su libro “¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos”, que estamos siguiendo en esta serie, el primero “2 Preimpresionismo. El despertar, 1820-1870”, con el que abre propiamente el recorrido de estos 150 años, después del capítulo sobre Duchamp a modo de reflexión sobre lo que es el arte, que ya hemos comentado. También al preimpresionismo nos hemos referido en estas páginas, por ejemplo en nuestro artículo “Un Turner diferente, en el Prado”, de 23.07.10 –aunque la influencia de Turner en Manet la veremos en el siguiente artículo), y es fundamental para entender cómo surgió el volcán impresionista barriéndolo todo e iniciando el arte moderno. Gompertz comienza con una explicación general del movimiento impresionista que recogeremos en artículos posteriores, y se sitúa a continuación en cómo la Académie des Beaux Arts francesa cortaba el paso de los jóvenes artistas que buscaban experimentar, que buscaban crear pinturas y esculturas que representaran su presente.

“Un problema –continúa Will Gompertz, en su estilo novelado- que se vio agravado por el predominio de la Academia, que iba más allá de lo estrictamente académico y tenía sus ramificaciones en el negocio del arte. La exposición anual de arte, conocida como el Salón de París, era la más prestigiosa muestra de arte nuevo que tenía lugar en Francia y el comité de selección tenía la potestad de crear estrellas o de hundir carreras. Si seleccionaban la obra de un artista, podían auparlo de por vida y, al contrario, su rechazo podía anular cualquier posibilidad de éxito en el futuro. Los coleccionistas y marchantes de arte acudían en masa al Salón con los ojos bien abiertos y las carteras bien cargadas de dinero, prestos a no dejar escapar la obra de un nuevo artista aprobado por la Academia o a adquirir la última de uno que ya gozara de renombre. El Salón era el lugar en el que se compraba la mayor parte del arte francés más reciente.

Los impresionistas no fueron los primeros artistas que padecieron el frustrante desprecio de la Academia. Ya en el primer cuarto del siglo XIX se escuchaban quejas sobre el opresivo conservadurismo de la institución. Théodore Géricault (1791-1824), un brillante pintor joven, escribió: «La Academia, por desgracia, hace mucho: extingue las llamas de este fuego sagrado [el de los artistas con talento]; lo sofoca, sin dar a la naturaleza el tiempo suficiente para que prenda. Un fuego necesita que se lo alimente, pero la Academia echa encima demasiado combustible».

Géricault murió muy joven, a los treinta y tres años, pero antes pintó uno de los cuadros más célebres del siglo. La balsa de la Medusa (1818-1819) representa las consecuencias, reales y terribles, que conllevó la decisión de un incompetente capitán de navío francés que ordenó navegar muy cerca de las costas de Senegal.

Géricault presenta la sombría catástrofe humana del naufragio y lo hace con inquebrantable minuciosidad. Da cuerpo a la desesperación mediante un estilo pictórico teatral, deudor de Caravaggio y Rembrandt, llamado claroscuro, en el que se acentúan los contrastes entre la luz y la sombra para obtener un efecto dramático. En el centro del cuadro se ve a un hombre musculoso tumbado boca abajo. Está muerto, pero el modelo en el que se basó Géricault para pintarlo estaba vivo: era un joven artista que procedía de la alta sociedad parisina llamado Eugene Delacroix (1798-1863).

Las innovaciones de Delacroix influyeron mucho en los impresionistas, que compartieron su determinación de pintar obras que reflejaran la vivacidad de la Francia de su época. Aunque sus cuadros solían ser de temática histórica, se había dado cuenta (antes de que hubiera nacido ninguno de los impresionistas) de que hasta cierto punto, mediante pinceladas rápidas y enérgicas, podía recrear en el lienzo la intensa energía de la vida de la Francia revolucionaria: lo importante era captar el momento o, como él mismo señaló: «Si no tienes la suficiente técnica como para dibujar a un hombre saltando por una ventana en el tiempo que le lleva precipitarse desde un cuarto piso hasta que choca con el suelo, nunca serás capaz de generar obras importantes».

Esto era un claro ataque contra su “bête noire”, y compatriota, Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867), un artista que acató a pies juntillas las directrices neoclásicas de la Academia, con la que compartía el interés por el pasado y -tal y como lo entendía Delacroix- su ridícula preferencia por el dibujo sobre la pintura. Su postura se resume en estas palabras: «La precisión fría no es arte […] Lo que se llama «conocimiento», en la mayor parte de los pintores, no es más que la perfección aplicada al arte de aburrir. Si pudiera, esa gente trabajaría con la misma minuciosidad en la parte de atrás de sus lienzos».

Delacroix comenzó a usar colores sin mezclar, pigmentos puros que dotaban a sus cuadros de energía y vitalidad. Los aplicaba con el espíritu aventurero de D’Artagnan, evitando la nitidez de la línea, tan del gusto de la Academia, y concentrándose en el efecto visual del brillo que se produce cuando se ponen juntos dos colores muy contrastados. En el Salón de 1831 presentó una obra que causó sensación: una pintura que resultaba innovadora en su técnica y que representaba un hecho que contenía suficiente carga política como para que se mantuviera apartada de la vista del
público durante treinta años.

( La Libertad guiando al pueblo. 1830. Óleo de Eugène Delacroix ) (*)

La Libertad guiando al pueblo (1830) es, sin duda, una de las obras maestras del Romanticismo y se exhibe en el Louvre de París. En 1830, sin embargo, contenía un mensaje prorrepublicano tan claro que la monarquía francesa la consideró una provocación. El personaje principal del cuadro es una mujer enérgica que personifica a la Libertad conduciendo a un grupo de rebeldes en medio de una batalla y guiándolos sobre los cadáveres de los luchadores caídos. En una mano enarbola la bandera tricolor de la Revolución Francesa y en la otra, un mosquetón con bayoneta. La escena alude a la expulsión, en julio de 1830, de Carlos X, el rey de la dinastía de los Borbones, que, por otra parte, había sido un entusiasta coleccionista de obras de Delacroix. El artista se posiciona sin ambigüedad respecto del acontecimiento histórico y escribe a su hermano en una carta: «He tomado este motivo moderno, la barricada, y, aunque no haya luchado con las armas por mi país, al menos sí he pintado por él. Me ha devuelto la confianza».

El tema era contemporáneo (hay quien afirma incluso que el hombre con sombrero a la derecha de la Libertad es el propio Delacroix apoyando la insurrección), pero la imagen está «romantizada»: la estructura triangular, un mecanismo compositivo que ya usara su amigo Géricault en La balsa de la Medusa, sirve para dar más fuerza al heroísmo de la Libertad. Fue esta visión heroica de la Libertad la que sirvió de modelo para la Estatua de la Libertad, el célebre monumento que regaló Francia a Estados Unidos. Hay también una referencia clásica: el drapeado en espiral que envuelve a la Libertad es una alusión a una famosa escultura de época helenística, la Victoria de Samotracia, lo que también sirvió para impregnar al cuadro de su poderoso mensaje en favor de la democracia, ya que Delacroix era plenamente consciente de que el concepto de democracia hundía sus raíces en el mundo griego.

Los severos académicos admitieron la obra, ajenos, o eso parece, a la subversiva representación de la Libertad pintada por Delacroix, quien, en lugar de pintar su cuerpo con líneas claras y clasicistas, le añade una mata de pelo en la axila; un toque de verismo que quizá podría haber hecho que tuvieran que usar sales para reanimar a los académicos.

La Libertad guiando al pueblo es un virtuoso despliegue de técnicas pictóricas modernas, con sus vivos colores, su uso de la luz, sus pinceladas enérgicas, todos ellos recursos que, cuarenta años más tarde, pasarían a ser recursos esenciales del movimiento impresionista. No obstante, Delacroix pintó una escena de ficción, mientras que los impresionistas buscaban la verdad y nada más que la verdad. Su inspiración, en este punto, procede de otro pintor menos sofisticado aún.

Si Delacroix fue el pintor más importante del Romanticismo francés, Gustave Courbet (1819-1877) fue el mejor exponente del realismo. El joven Courbet admiraba a Delacroix y viceversa, pero no tenía interés por todo ese caprichoso juego con la realidad y las alusiones clásicas típicas de la pintura romántica. Él deseaba ser realista y pintar temas ordinarios que la Academia y la sociedad refinada consideraban vulgares, como los pobres.

Cabe imaginar que, si les molestaba el realismo de un cuadro con un campesino en un sendero en mitad del campo, no pudieron sino atragantarse ante el modo en que Courbet pintó otro tema. Su obra El origen del mundo (1866) es una de las obras más notables de la historia del arte, célebre por romper todo tipo de reglas con ese contundente torso de una mujer desnuda, que solo muestra desde los muslos hasta los pechos, con las piernas abiertas y recortado por Courbet para lograr el máximo efecto (pornográfico). Es una pintura sexual, sin ambages, no apta para puritanos siquiera hoy en día: entonces era solo para uso y disfrute privado. De hecho, permaneció durante casi cien años en manos privadas, hasta que se expuso por vez primera al público en 1988.

A Courbet le gustaba su fama de artista brusco, duro, bebedor y pendenciero. Era el prototipo de hombre polémico, cercano al pueblo, que era consciente de que la popularidad de la que gozaba entre sus paisanos le permitía azuzar y pinchar al “establishment”. Cuando los académicos le llamaron inútil, él se encogió de hombros. Cuando criticaron sus obras por mostrar errores de escala y mostrar escenas de los oprimidos de la Francia de la época, continuó pintando esos temas con más ahínco aún.

El romanticismo de Delacroix había introducido colores vivos y un determinado estilo pictórico, mientras que el realismo de Courbet aportó una verdad liberada, sin idealización alguna, que se hacía cargo de la vida cotidiana. Courbet solía decir a gritos que sus cuadros no mentían. Ambos artistas rechazaron la rigidez de la Academia y el estilo renacentista de los neoclásicos, pero aún no se daban las condiciones necesarias para que surgiera el impresionismo. Para que el arte pudiera llegar a una nueva era se necesitaba un artista que fuera capaz de combinar el virtuosismo plástico de Delacroix con el inquebrantable realismo de Courbet.

Ese papel lo desempeñó Édouard Manet (1832-1883), el más reacio de los rebeldes. Su padre fue un juez que había infundido en su hijo la inclinación a permanecer en la legalidad. Sin embargo, el corazón de artista de Manet prevaleció sobre su mentalidad conservadora: todo con la ayuda de un tío bastante inconformista que le llevaba a ver museos y animaba a su sobrino a que dejara de lado su seriedad y se convirtiera en artista. Manet lo hizo, después, eso sí, de un par de intentos fallidos de apaciguar a su padre enrolándose en la Marina. De una manera extraña para alguien que anhelaba el reconocimiento de la Academia y que en cierta ocasión afirmó que el Salón era «el único campo de batalla», tomó el camino opuesto. Si se hace una lista de los atributos mediante los que los académicos juzgaban la calidad de una obra de arte -colores sobrios y bien mezclados, temáticas clásicas, una línea de dibujo exquisita, representación idealizada de la figura humana y temas ambiciosos-, la primera puñalada que asestó a la Academia carecía de todos estos requisitos.

( El Bebedor de absenta. 1858-1859. Óleo de Édouard Manet) (*)

«El Bebedor de absenta» de Manet (1858-1859) es un retrato de la vida suburbial parisina: un borracho que vive en los márgenes de la sociedad, una víctima de la modernización en curso. Se trataba de un tema que la Academia no podía sino considerar indigno. Manet se aseguró de que así fuera y, para ello, eligió pintado de cuerpo entero, formato generalmente reservado para personas importantes (algo que Manet reconoce con ironía, al vestir a su vagabundo con un respetable sombrero negro y una capa). «El Bebedor de absenta» está apoyado en un murete, al igual que el vaso lleno de licor que haya su derecha. Con ojos ebrios mira a la izquierda del espectador, la evidencia de su embriaguez la certifica la botella vacía que tiene a sus pies. Es un retrato oscuro y amenazador.

El hecho de que Manet no había elegido correctamente el tema le quedó más que claro a los académicos. Y para más inri estaba la técnica empleada. No había ejecutado el retrato siguiendo la «gran manera» de Rafael, Poussin o Ingres, como debía ser, sino que las grandes masas de color entre las que apenas había tonos de transición daban una sensación bidimensional y plana a la imagen. Confiado, presentó el «Bebedor de absenta» en el Salón para someterlo al juicio de la Academia. ¿Es posible que sintieran una admiración secreta hacia el modo, tan moderno, en el que había dejado partes de color apenas mezcladas que provocaban un marcado contraste de luz y sombra? ¿Apreciaban tal vez el coraje que mostraba al eliminar los detalles a fin de crear una impresión de atmósfera y de coherencia compositiva? ¿Reconocerían el modo en que había tratado el tema, sin sentimentalismos, y su modo de pintar, más libre y osado de lo que marcaba la norma? ¿Acaso pudo haber pensado Manet que a los académicos les iba a gustar esta obra?

( Almuerzo en la hierba. 1863. Óleo de Édouard Manet) (*)

Ni en broma. La rechazaron con todo desdén. A Manet le contrarió la decisión de la Academia, pero no tenía intención de doblegarse ante sus dogmas. Siguió su camino y envió otras obras para que las consideraran. En 1863 sacó a la luz su obra Almuerzo en la hierba -que entonces tenía por título El baño, que rebosaba de referencias a la historia del arte que la Academia aprobaría. El tema y la composición estaban inspirados en un grabado de Marcantonio Raimondi ( 1480-1534) basado en un original de «El juicio de Paris» de Rafael (1483-1520) llamado, un tema que también pintó el artista flamenco Pedro Pablo Rubens. Hay semejanzas con el «Concierto pastoral» (1510) y «La tempestad» (1508), obras atribuidas tanto a Giorgione (ca. 1477-1510) como a «Concierto pastoral» de Tiziano (ca. 1487-1576). Estas obras antiguas, en las que aparece una mujer desnuda sentada en la hierba junto a un hombre bien vestido (o dos) que la mira, tienen un aire de inocencia. Remiten a historias de la Biblia y de la mitología y no tienen connotación sexual alguna.

La intención de Manet era tomar esas alegorías y composiciones clásicas y renovadas con un toque contemporáneo. Con esta idea en mente, puso a sus tres personajes principales en medio del cuadro (dos hombres jóvenes y apuestos y una hermosa mujer de la misma edad) para que la narrativa central aportara la idea de un picnic burgués en un parque. Los dos hombres sentados tienen un aspecto espléndido, vestidos con ropas a la moda, con bellos abrigos y corbatas, pantalones bien cortados y zapatos oscuros. La mujer no lleva nada encima, está en cueros.

Manet podía afirmar que esos dos hombres bien vestidos almorzando algo sabroso junto a una joven desnuda escondían una narrativa mitológica, como sucedía con las obras de los maestros del Renacimiento. No era así, él había pintado gente de su círculo más cercano: jóvenes sofisticados y reconocibles que pertenecían a la sociedad parisina de moda. A la puritana Academia no le hizo ninguna gracia; les parecía particularmente deplorable el modo en que uno de los hombres parecía posar sus ojos sobre la mujer que, a su vez, miraba fijamente al espectador con un aire bastante ausente. A ello se sumaba la técnica, que también resultaba inapropiada. El artista, de nuevo, no había realizado ninguna gradación entre las masas de colores fuertes y, por tanto, no generaba ninguna impresión de profundidad. A los académicos les trajo sin cuidado todo el tiempo que Manet había invertido en pintar su obra: a ellos les parecía una viñeta picante, no una perfecta obra de arte. y como no podía ser de otro modo, la rechazaron. De todas formas, el artista, desconsolado, recibió una compensación: no fue el único al que la Academia rechazó. El Salón de 1863 estaba formado por un vetusto comité de miembros. Los esfuerzos de Manet no sirvieron de nada, pero lo mismo sucedió, por increíble que parezca, con otras tres mil obras más, algunas de artistas que se convertirían en futuras estrellas como Paul Cézanne,James McNeill Whistler y Camille Pissarro. La tensión entre los renovadores y la Academia comenzó a crecer e incluso salpicó a Napoleón III, ya que su gobierno autocrático no era popular. En un intento de sofocar una posible revuelta, decidió mostrar su lado más abierto y conciliador. Insistió en la creación de una segunda exposición que complementara el Salón de la Academia, de modo que fuera el público el que eligiera cuál de las dos era mejor. La muestra de 1863 recibió el nombre de Salón de los Rechazados (Salan des fusés).

Sin darse cuenta, Napoleón III había permitido escapar de su lámpara al genio del arte moderno: había dado a los artistas una plataforma sancionada por el Estado y, con ella, la noción de que existía una alternativa a la Academia. Aunque el público no mostró un gran entusiasmo por lo que se exponía en el Salón de los Rechazados, la comunidad artística sí lo hizo. Hubo un cuadro, en particular, que llamó poderosamente la atención a un prometedor grupo de jóvenes artistas que andaba en busca de inspiración: el Almuerzo en la hierba, de Édouard Manet.

Uno de los más entusiastas fue el joven Claude Monet, quien vio en la pintura de Manet un nuevo modo de representación. Poco después comenzó a trabajar en una obra (abandonada al poco tiempo, quizá debido a los comentarios de Courbet cuando visitó su estudio y vio sus cuadros) que era su propio Almuerzo en la hierba, aunque eligió vestir a todos los presentes y eliminar las referencias de Manet a la Antigüedad clásica. Mientras tanto, había finalizado la próxima obra que presentaría al Salón. Con un título plenamente griego, «Olimpia»(1863), Manet venía a confirmar el refinamiento de la desnudez del «Almuerzo».

( Olimpia. 1863. Óleo de Édouard Manet) (*)

Otra vez había revestido la obra de referencias concretas a la historia del arte, a la vez que presentaba un desnudo. En otras circunstancias, una composición como esa, con un desnudo femenino como tema, habría resultado del agrado de los académicos, quienes consideraban que la clásica pintura de un desnudo idealizado era una de las cotas más altas a la que podía llegar la carrera de un artista. El problema era que Manet no lograba idealizar su desnudo; es más, había tomado la belleza mítica de la Venus de Urbino de Tiziano (1538) y la había convertido en una prostituta.

Sorprendentemente, la «Olimpia» de Manet fue aceptada en el Salón, pero enseguida suscitó controversia y el ambiente comenzó a caldearse. La mayoría de los que contemplaron el cuadro quedaron espantados: lo que estaba pintado no era otra cosa que una prostituta moderna presentada con el descarado realismo courbetiano. El fondo oscuro del cuadro, además de los escasos elementos decorativos, como el collar y el brazalete, solo servían para realzar aún más su desnudez. Además, el cuadro estaba lleno de referencias sexuales, más allá de la mirada seductora de Olimpia: el gato negro, la zapatilla que falta -signo de la inocencia perdida-, el ramo de flores y la orquídea prendida con garbo en el pelo eran alusiones al acto sexual. Fue otro día aciago para Manet, aunque en este caso tuvo defensores.

El año 1863 supone un punto de inflexión en la historia del arte moderno. El Salón de los Rechazados, la «Olimpia» de Manet . y los primeros conatos de una contracultura artística ayudaron a dar forma a un entorno en el que los ambiciosos pintores jóvenes que vivían en París y fuera de ella podían campar a sus anchas. En ese año se produjo otro acontecimiento que habría de tener un profundo impacto sobre los impresionistas. Charles Baudelaire, el poeta, escritor y crítico de arte francés, terminó un ensayo llamado El Pintor de la vida moderna.

En tiempos tumultuosos aparece a menudo un individuo, un talismán intelectual, si se quiere llamar así, que observa los acontecimientos que se suceden, extrae su esencia y la pone por escrito, lo que proporciona un manual para los que padecen la opresión en sus carnes. Para los artistas parisinos, frustrados por su larga lucha con la Academia durante la segunda mitad del XIX, Baudelaire encarnó esa figura y su ensayo El Pintor de la vida moderna se convirtió en el texto de referencia. En el momento de su publicación, Baudelaire había pasado ya muchos años sirviéndose de su posición como poeta y escritor de renombre para abogar por los artistas que padecían insultos y rechazos.

Fue Baudelaire el que defendió a Delacroix y el que calificó sus pinturas de poemas mientras otros despreciaban al artista romántico y 1o calificaban de hereje. Fue Baudelaire el que defendió a Courbet en sus peores momentos y fue Baudelaire el que sostuvo que el arte del presente no debía tratar asuntos del pasado, sino la vida moderna. La mayor parte de las ideas expuestas en El Pintor de la vida moderna encarnaban los principios fundamentales del impresionismo. Afirmaba allí que «el esbozo de las costumbres, la representación de la vida en las ciudades [… ] hay una rapidez en el movimiento que exige una rapidez igual en la técnica artística».

¿Les suena? El ensayo está lleno de referencias a la palabra “flâneur”, el concepto de hombre urbano, acuñado por Baudelaire, que define de este modo: «Observador, filósofo, flâneur -llámenlo como quieran- […] La multitud es su dominio, como el aire lo es el de la golondrina, como el agua el del pez. Su pasión y su profesión es unirse a la multitud. Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es un inmenso placer residir entre la masa, en lo ondeante, en el movimiento, en lo fugaz y lo infinito».

No se podía lanzar mayor provocación a los impresionistas para que se ratificaran en su idea de salir afuera y pintar “en plein air”. Baudelaire creía apasionadamente que los artistas vivos debían documentar su época y darse cuenta del lugar singular que le corresponde al artista: «Pocas personas están dotadas de la facultad de ver, menos aún poseen la de expresarse […] Es más fácil afirmar abiertamente que todo lo que tiene que ver [con la vida moderna] es de una absoluta fealdad, que entregarse uno mismo a la tarea de destilar a partir de ella el misterioso elemento de belleza que contiene, por pequeño o insignificante que sea». Fue Baudelaire quien animó a los artistas a que buscaran en la vida moderna «lo eterno en la fugacidad del instante». Ese, afirmaba, era el cometido esencial del arte: captar lo universal en lo cotidiano, lo que era propio del aquí y el ahora, el presente.

El modo de hacerla pasaba por meterse de lleno en el día a día de la vida metropolitana: observando, pensando, percibiendo y, por último, dejando constancia de todo ello. Esta fue la filosofía estética que dio a Manet el coraje suficiente para enfrentarse a la Academia; una estética que se ha filtrado por toda la historia del arte moderno: Duchamp fue un fláneur, también Warhol y muchos otros de los artistas contemporáneos, como Francis Alys o Tracey Emin. Manet fue el primero, quizá el más importante fláneur o, como se vio él mismo, el pintor de la vida moderna.

Sus dos principales telas de la década de 1860, el «Almuerzo» y «Olimpia», son preciadas obras maestras que se pueden comparar con cualquier otro logro artístico a que haya podido llegar el hombre. En su época, sin embargo, la respuesta negativa de la Academia descorazonó a Manet, algo que empeoró el hecho de que, cuando el público abandonaba el Salón, le felicitara por sus hermosas marinas: se habían equivocado y habían confundido a Monet con Manet, para gran alegría del más joven, que tenía dos paisajes expuestos.

A Manet no le gustaba que le consideraran al margen del “establishment” artístico: se vio a sí mismo como un intelectual competente que quería emular a los artistas españoles, sobre todo a Diego Velázquez (1599-1660), el artista principal de la corte de Felipe IV, de quien afirmaba que era «pintor de pintores», y a Francisco de Goya (1746-1828), el pintor y grabador romántico al que se consideraba el último de los grandes maestros. La historia del arte, no obstante, había reservado a Manet el papel del artista rebelde y, aun con su renuencia, se convirtió en el líder de un círculo de artistas disidentes que incluía a Claude Monet, Camille Pissarro, Pierre-Auguste Renoir, Alfred Sisley y Edgar Degas, el grupo que formó el núcleo de lo que suele considerarse como el primer movimiento del arte moderno: el impresionismo”.


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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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