25 años D.O. “Cigales”. 18. Hablando con el vino. Un paseo a través del tiempo con las gentes de la D.O. II

Por José María Arévalo

( Página del cuaderno de contabilidad de Modesta Ruiz Aldán, de Mucientes, comenzado a escribir en 1.894) (*)

Seguimos con el artículo “Hablando con el vino. Un paseo a través del tiempo con las gentes de la Denominación de Origen Cigales”, de Mercedes Cano Herrera, Profesora del Dto. de Prehistoria, Arqueología, Antropología Social y Ciencias y Técnicas Historiográficas de la Facultad de Filosofía y Letras de Valladolid; artículo incluido en el libro conmemorativo que venimos reseñando, “La comarca vitivinícola de Cigales: viñedos, bodegas y vinos. 25 años de la D.O. Cigales”, en su apartado III, “Arte, patrimonio y herencia vitivinícola”.

En artículo anterior recogimos la Introducción, y los capítulos: “Paisajes y sensaciones”, “Gentes, economía y relaciones sociales”, con un subapartado de “Privacidad, espacio doméstico y familia”. Ahora concluimos el anterior y pasamos a reproducir el apartado “La alimentación, las construcciones que con ella se relacionan y las comidas en festividades y ocasiones señaladas”; y dejamos para un tercer artículo “Creencias, ritos, juegos, refranes, brindis, canciones y bromas” y “Otras cosas del vivir de nuestras gentes”.

El noviazgo

“El comienzo de esta etapa tenía lugar cuando ambos jóvenes comenzaban a apartarse del resto del grupo para tener una cierta intimidad; acto del que todo el grupo social se daba cuenta, aunque no se demostraba hasta que ellos se dejaban ver en público. Era este momento, auténtica antesala del matrimonio y de la formación de un nuevo grupo familiar, un periodo largo y habitualmente dividido por el servicio militar del mozo. Por ello comportaba un gran peligro por lo que el comportamiento de la pareja y de sus familiares estaba perfectamente pautado, además de procurar por todos los medios no tener ningún hijo antes de la partida del joven.

“En cualquier caso, el noviazgo ha sido siempre un asunto serio, pues comprometía no sólo el futuro de ambos jóvenes y de su familia, sino también las relaciones de vecindad y la economía dentro de la sociedad en que vivían” (Cano, 2002: 36)

Como en toda la Península, había dos tipos de noviazgo: el aceptado por la familia, con el beneplácito implícito de los padres, y el realizado en contra de la voluntad paterna. Era el primero el que convertía al novio en miembro de la familia de la joven y viceversa.

El momento de la aceptación del noviazgo formal, que abría al mozo las puertas de la casa de su novia (siempre bajo la atenta mirada de los padres) era el comienzo de un periodo en el que tenían que evitar todo lo posible estar a solas, hasta el momento en que la petición formal y el contrato de boda hicieran dar un giro a la situación. Si la novia o el novio no eran aceptados por los padres, o bien se resignaban y lo aceptaban, o bien realizaban el depósito de la novia en casa del cura quien, a su vez, lo hacía en la de alguna mujer de probada rectitud moral y de gran devoción que aceptara guardar a la novia hasta el día de la boda.

La vuelta de los mozos de la «mili» marcaba un nuevo periodo, el de los jóvenes, que ya tenían que prepararse para el matrimonio y que pasaban a tener responsabilidades de mayor peso. Era la antesala del estado adulto.

El cambio de estado de soltero a casado y la admisión de ambos en el grupo de adultos tenía que pasar necesariamente por otra ritualización: El matrimonio, precedido por el contrato matrimonial; ambos imprescindibles para dar sólidos cimientos sociales y económicos a la formación de una nueva familia, y garantizar su continuidad y estabilidad como miembro del grupo social y como institución que permita el nacimiento y crianza de los hijos.

Algo de tanta importancia social, que iba a afectar a la vida de toda la comunidad, era un asunto de toda la sociedad. La primera parte, el contrato -que establecía las bases económicas sobre las que había de fundarse la nueva familia- era realizado únicamente entre las familias de los contrayentes; pero la segunda, el matrimonio, tenía que ser un testimonio público.

Una vez casados formaban ya parte por derecho propio del grupo de adultos y comenzaba un nuevo periodo, que venía marcado por nuevas obligaciones y derechos dentro de su grupo social y por el establecimiento de unos nuevos vínculos familiares con la familia del otro cónyuge. Ya no estaban bajo la autoridad de sus padres ni compartían sus tareas, derechos y obligaciones sociales y económicas -aunque a menudo el primer año seguían yendo a comer y a ayudar a casa de unos u otros progenitores- Eran miembros de pleno derecho de la sociedad que aportarían hijos, nuevos vecinos que formarían parte de la comunidad.

A partir de ahora, se esperaba que los niños comenzaran a llegar y volviera a formarse el grupo social familiar, con un trasplante de poderes igual al de los originarios de los jóvenes. En la familia tradicional a menudo la importancia de la mujer dentro del núcleo social ha venido dada por su papel de madre. Sin embargo, lo importante para el papel dentro de la familia y del grupo vecinal eran la rectitud moral y la solidaridad vecinal, que eran marcadas -como hemos visto- con el apelativo de «tía» o «tío» concedido por el grupo social.

Cuando los hijos eran adultos o se independizaban constituyendo sus propias familias, empezaba la siguiente etapa, la de la ancianidad. Y los ancianos tenían (y tienen) gran importancia en nuestra sociedad.

A menudo el matrimonio anciano ha repartido parte de sus bienes entre su prole. Especialmente a través de los contratos matrimoniales. Pero se ha quedado con lo suficiente para vivir, contado además con las aportaciones a que tiene derecho como vecino.

Cuando vivían en casa propia, separados de los hijos, éstos seguían acudiendo a menudo a su antiguo domicilio. En un primer momento a comer. Después, a medida que los padres envejecían, a ayudar en las tareas que precisaran de una fuerza y un trabajo excesivo para ellos. Y ellos acudían al domicilio de éstos a ayudarles en sus tareas y a estar con los nietos. Seguían mandando en su casa, pero los hijos ya tenían opinión propia.

Cuando iban llegando los niños a menudo pasaban más tiempo en casa de los abuelos que en la de los padres, ya que las abuelas solían cuidarlos mientras hijos e hijas se encontraban trabajando en el campo. Ellos eran los transmisores de los conocimientos tradicionales y quienes les contaban cuentos y cantaban canciones.

Hoy poco a poco las cosas van cambiando. Los padres acuden cada vez más a casa de sus hijos, y cuando la vejez avanza o si uno de ellos se queda solo es frecuente que se trasladen a vivir allí o a una residencia. Aunque siempre, eso sí, protestando. Sigue siendo un poco «su propio jefe», lo que da lugar a familias con una doble autoridad. Son, más bien, dos familias en una casa compartida.

– Grupos de Género

Como ya hemos visto en los grupos de edad también el género ha tenido gran importancia en la composición de la familia tradicional. Ambos han tenido sus espacios de decisión, aquellos considerados por el resto de la sociedad como esfera masculina o femenina, completados por otros mixtos donde el mayor peso del hombre o de la mujer tenía que ver más con peculiaridades de cada grupo familiar.

El hombre, por el aprendizaje proporcionado por el servicio militar que le había permitido salir de su grupo vecinal al tiempo que le había dotado de mejores conocimientos para su trato con el exterior, solía ocuparse de las transacciones externas: comercio, viajes… la mujer, que mientras él estaba fuera en «la mili» había perfeccionado su aprendizaje doméstico, era la encargada de la economía interna. Sus campos eran la cocina, los nacimientos, la mayor parte de las manifestaciones religiosas.. .

El P. Hoyos habla de La Alberca, en un escrito que se podría aplicar también a las mujeres de nuestra tierra. Después de alabar la disposición de las niñas al aprendizaje en la escuela (“.. .se dé el caso singular de ser más dispuestas y aplicadas éstas, que los niños… El contraste es muy pronunciado”) y como maestras (“En cambio, las maestras, dejaron el pabellón más alto. Creemos que obedecía a su trabajo y también al despejo natural de las niñas; a su mayor aplicación y asimismo a la docilidad”) nos habla también de la mujer en la familia y sociedad: “La mujer; en esto como en todo, constituye en el pueblo la mayor garantía y la auténtica reserva moral. Es fruto de la virtud y la religiosidad. Por fortuna, no se circunscribe única mente a un aspecto…” (1982: 423-425).

Casi siempre fueron las mujeres los pilares fundamentales de la familia. Ellas las que, compartiendo el trabajo del campo con su padre y marido, al llegar a casa llevaban adelante también las labores domésticas mientras ellos, tras acomodar al ganado o dejar las herramientas, a menudo salían al encuentro de vecinos y amigos. Pero casi siempre eran los dos los que, tras el trabajo, se sentaban a la puerta de casa en verano, o en la cocina en invierno, conversando con vecinos mientras llevaban a cabo pequeñas tareas. Y si de puertas afuera era él quien tomaba las decisiones de las relaciones con el exterior y ella las del interior, en las familias bien avenidas siempre se tomaron de mutuo acuerdo.

– Estado civil de los componentes

Ya hemos visto la importancia que en la familia tradicional tiene el matrimonio para conseguir el status de adulto. Sin embargo no todos se casaban. y si lo hacían a menudo enviudaban.

Dentro del grupo a menudo había hermanas/os solteros, que no solo continuaban teniendo una importancia crucial en su núcleo familiar sino que desempeñaron un rol esencial en las familias de sus hermanos casados, con su papel como tíos. Con los abuelos fueron a menudo los encargados de cuidar a los sobrinos y, sobre todo, sus confidentes, cómplices y encubridores en asuntos que éstos no se atrevían a tratar directamente con los padres. Fueron ellos quienes, casi siempre, les hablaban de los misterios de la siguiente etapa del ciclo de la vida y ellas quienes les introducían en los misterios de la religión.

Las viudas y viudos, por otro lado, también cambiaban sus roles. Si tenían hijos ya casados éste es el momento en que -como hemos apuntado algo más arriba- a menudo estos presionaban para que se fueran a vivir con ellos; aunque no solían conseguirlo. Si no les tenían o aún eran pequeños, simplemente seguían con sus papeles en la familia. En el caso del fallecimiento de la madre siempre había alguna mujer allegada que se ocupaba de las tareas que antes llevaba ella. Si el que lo había hecho era él, familiares y vecinos se ocupaban de los asuntos del exterior, y echaban una mano en los trabajos del campo; al menos hasta que los hijos (si los había) crecieran lo suficiente para ayudar, lo que a menudo ocurría a edades tan tempranas como los 9 o 10 años.

– Relaciones entre los miembros

Como hemos visto, la familia tradicional triguereña -y, por ende, de toda la Tierra de Cigales- estaba compuesta por miembros reales, los relacionados por matrimonio y los allegados que, sin relación alguna de parentesco mantenían un vínculo afectivo. Vamos a detenernos en algunos de ellos.

Quienes componían la familia tradicional, con derechos reconocidos, eran aquellos que estaban unidos por lazos de parentesco real, bien como familiares directos (por sangre o adopción), bien por matrimonio. A menudo niños, hijas e hijos de hermanos, que tenían muchos, y eran prohijados por parejas sin ellos y pasaban a formar parte de la unidad familiar. Este hecho se puede comprobar a través del testamento de una vecina de las estribaciones de la tierra de Cigales otorgado ante notario el 19 de septiembre de 1942 y con una adenda a mano de 1943 (en la foto que ilustra este artículo).

En dicho protocolo podemos ver que «en todos sus bienes y derechos se nombra por única y universal heredera en plena propiedad a su sobrina carnal y en su defecto a sus hijos»
La adenda a mano, insiste en este nombramiento como heredera única y universal.

Entre ahijados y padrinos existía un parentesco fuerte, tanto que sustituirían a los padres si éstos faltaran. Pero, además, los padrinos tenían una importancia fundamental , en la vida tradicional.

Al principio no había padrino, solo madrina. Después se añadieron los padrinos, con lo que los padrinos del primer hijo tenían que ser los abuelos paternos, y del segundo los maternos, o alternaban: el primero el abuelo paterno y la abuela materna y para el segundo justo al revés. La madrina o la comadrona eran las encargadas de acompañar a la madre a la iglesia cuando terminaba la cuarentena del parto. Pero, además, era obligación de la madrina (y, posteriormente, de los padrinos) realizar el regalo de nacimiento. El día del bautismo, pagaba la ceremonia y, como veremos más adelante, a la salida de la iglesia tenía que lanzar monedas, cascajo y caramelos a quienes esperaban a la puerta, e invitar a vecinos y amigos. Además, a lo largo de la vida de su ahijado tenía que hacerle diversos regalos. Si el niño fallecía, también era obligación de los padrinos acompañar y pagar el entierro.

– Grupos externos: Transeúntes y vendedores

En todos nuestros pueblos ha sido y es habitual la llegada de los que se llamaban transeúntes; los vendedores ambulantes, vendimiadores, segadores…

Una de las vecinas de Trigueros, nos cuenta que “Así se llamaban a los que venían a vender por los pueblos y que venían con carros y venían a la plaza y para llamar a la gente, voceaban: «Llego el mantero, que lo vendo barato… el mantero…» Así que bajábamos a la plaza y empezaba a sacar mantas una y otra… y hacía un lote y empezaban a rebajar y decía `quién lo quiere por…´ y la gente empezaba `a mi…´” (información personal de Venancia Román, vecina de Trigueros del Valle)

Nos habla también del pimentonero, «Triguillo», que venía de Villalán, y vendía pimentón, tripas, orégano, clavo, legumbres, bacalao, castañas… y compraba pellejos.

Los afiladores llegaban de Galicia tocando la armónica, y a veces no se entendían por el idioma. El estañador y lañador viajaba con toda la familia en un carro y en Trigueros acampaban en el patio de la fortaleza, donde hasta hace poco tiempo se conservaban huellas del suelo y de los muros que albergaban algunas viviendas precarias.

De los pueblos de nuestra comarca venía quien hoy denominaríamos el mercero. Con sus cestillos de mimbre llenos de hilos, madejas, dedales, tijeras, hiladillos, agujas… y si algo no lo traía se lo encargabas para el próximo viaje.

De la Alberca venían entre abril y mayo los marraneros, con los cerdos ibéricos. De las huertas cercanas, con borriquillos cargados con aguaderas, se acercaban a vender sus productos. La gente con la que he hablado se acuerda en especial de “La Maruda”, a la que tildan de mujer simpática y abierta. Había muchos más transeúntes y vendedores ambulantes, pero quizás los que más huella dejaron en nuestros pueblos fueron los trilleros de Alaejos, que se que daban largas temporadas en cada lugar. Al coincidir con las vacaciones escolares, los hijos viajaban con ellos y jugaban con los niños de cada lugar, construyendo amistades que aún duran.

ALIMENTACIÓN:

Hambre y alimentación

Si por algo se han caracterizado siempre nuestros pueblos ha sido por la escasez de alimento en épocas determinadas y por la dificultad para hacerse con él mucha de la gente del pueblo.

Hambre generalizada entre la gente del pueblo, muchos de ellos jornaleros que apenas podían poner sobre la mesa de su familia unas sopas de pan. Una vecina me cuenta como para cenar tenían unas patatas entre el rescoldo con un trago de agua. Cuando su madre y ella salían al campo a trabajar dejaban en casa un puchero con garbanzos en la lumbre al cuidado de los más pequeños. Pero eran tan pocos que al volver solo encontraban el agua de cocerlos. Solo las uvas que podían meterse en la boca en las vendimias mitigaban a veces el hambre que se pasaba, especialmente en la posguerra. Otra me dice que a veces jugaban con garbanzos y tierra a las comiditas, y que recuerda que un día se paró un hombre y le pidió que al terminar no tirara los garbanzos; que se los diera. Un vecino cuenta como a menudo la única comida eran unas sopas de pan.

Pero también hambre específica de ciertos alimentos, a los que era difícil acceder para todo el mundo.

Y, finalmente, hambrunas generalizadas los años de plagas y de malas cosechas, que llegaron a diezmar ciudades y a fomentar la emigración dejándolas casi desérticas, como ocurrió en la ciudad de Valladolid a comienzos del siglo XIX.

En contraste con este panorama, se da también una SUPERABUNDANCIA entre muchas de las clases acomodadas, que en ocasiones no lo eran tanto y gastaban casi todas sus ganancias en comer. No era raro en aquella época que en la mesa de la burguesía y de los labradores acomodados hubiera, tanto en la comida del mediodía como en la de la noche, una entrada, un plato de pescado, otro de carne y el postre. Sin embargo hay algunos detalles curiosos, que nos dan a entender que esta superabundancia en realidad no era tal, y que a menudo tenían que ingeniárselas para elaborar algunos alimento.

Un cuadernillo comenzado a escribir en 1.894 por Modesta Ruiz Aldán, de Mucientes, (ver la foto que ilustra este artículo) nos habla de cómo hacer una tortilla francesa y, entre otras cosas, dice: “.., si hay leche para cinco huevos se echa la cantidad de una huevera; y a la hora de cocinar una sopa de harina tostada, escribe: “… y si hay caldo….” Lo cual no impide que pudieran comer tortilla francesa o sopa de harina tostada, lo que a otras clases sociales no les era posible

El comer diario

Si hay dos alimentos casi imprescindibles en nuestra cultura son el pan y el vino, a los que se añadieron las patatas tras el descubrimiento de América. El pan, cocido en casa o en la panadería, bregado o sin bregar, es uno de los alimentos primordiales; hasta el punto de que es el único que se pide en una de las oraciones católicas, el «Padre Nuestro». Se comía sólo, mojado en vino, en sopas de pan o de leche o en migas, según su grado de dureza, ya que se solía cocer una sola vez cada quince días. Alguna de las casas cueva que aún se conservan en Trigueros del Valle nos muestran un horno para hacer pan. Y el pan de mosto era y es una delicia especial para tiempos de vendimia.

Pese a las diferencias entre unas clases y otras podemos trazar unas líneas generales de lo que fue la alimentación de nuestra comarca, sobre todo entre los campesinos menos acomodados.

De las patatas todo se aprovechaba. Las mondas se daban a los animales, y poblaciones enteras les deben haber podido sobrevivir al hambre. Metidas entre ceniza o guisadas con las setas que se recogían en el bosque sacaron de muchos apuros.

Los garbanzos y alguna que otra lenteja o alubia eran comida imprescindible en los pucheros. No siempre se tenía con qué acompañarlo y se salía al campo a buscar cardillo para añadirlo. Hace muchos años pasaba el «sustanciero» pregonando su mercancía. Se trataba de un trozo de tocino atado por un cordel y que según lo que le pagaran introducía durante más o menos tiempo en las perolas de las casas que le llamaban. En mayo los altramuces y las tóxicas muelas ayudaban a aguantar el hambre, pese a los problemas que estas últimas producían a corto y largo plazo. Pero las muelas seguían comiéndose a lo largo de todo el año, ya duras, como reza una canción de vendimia recogida en Trigueros del Valle:

“Venimos de vendimiar; venimos de cortar uvas;
Ahora vamos a casa; a comer las muelas duras”.

Y como el tocino y la manteca, utilizados sobre todo para untar la sartén, poco había en la mesa de la matanza del cerdo ya que jamones y embutidos muchas veces se guardaban para vender u obsequiar. Tan solo el chichurro, el agua de cocer las morcillas con la que se preparaba una espesa sopa de pan.

Carne poca. Si acaso algo de caza o algún pichón, que a veces se guardaban para llevar al maestro, el abogado, el médico o el cura.

En primavera el. monte surtía de setas, de algún que otro espárrago triguero y de cardillos para el puchero. Volvía a ser época de recolección el otoño, con nuevas setas en los bosques.

Para hablar del queso y de su elaboración, prefiero dar voz a una vecina que me relata cómo los hacían cuando era pequeña:

“Os voy a explicar también como se hacía lo del queso. Se ordeñaban las ovejas y cuando se tenía un herradón lleno de leche, se colaba en una pota; se echaba el cuajo y se ponía al lado de la lumbre. Tenía que tener treinta grados de calor. Una vez cuajado, se ponía el tablero y un recipiente debajo; y se echaba toda la cuajada en un talego blanco. Se escurre un poco y luego se pone en los cinchos y se tenía como una hora.

Después, en un recipiente, se hacía la salmuera, cuando los quesos se ponían en unas tablas y se les ponía una piedra. Y así se los tenía toda la noche y parte de la mañana. Se les quitaban los cinchos; se los lavaba en un poco de agua y se los metía en la salmuera. y después, en las tablas a curar” (Venancia Román, vecina de Trigueros del Valle)”.

Continuaremos en próximo artículo el apartado “La alimentación, las construcciones que con ella se relacionan y las comidas en festividades y ocasiones señaladas”, y el resto del artículo.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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