El arte moderno, ¿es arte?

Por José María Arévalo

( Las señoritas de Aviñón. Óleo de Pablo Picasso que se conserva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. 243,9 x 233,7) (*)

Estas Navidades no hemos podido ir a pintar al campo tanto por el mal tiempo como por los compromisos familiares de estos días, pero el 27 el grupo de los cuatro que solemos salir nos reunimos para ver la exposición de ASPACE, en su centro del barrio de La Victoria, a la que los cuatro –Buendi, Manolo Prieto, Zenón Ridruejo y el que suscribe- hemos aportado una acuarela cada uno, solidariamente. Magnífica exposición, como todos los años, que ya he comentado en ediciones anteriores pero que este año ha concluido antes de poder hacerlo. A la salida fuimos a tomar un vino y Zenón nos sorprendió con estupendo regalo, un ejemplar para cada uno de un libro sobre arte: “¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos” de Will Gompertz, director de Arte de la BBC, que durante siete años trabajó en la Tate Gallery de Londres como director de la Tate Media y que ha sido incluido entre los 50 pensadores creativos más importantes a nivel mundial por la revista “Creativy” de Nueva York.

Zenón, como conoce mis fobias artísticas, me pidió disculpas anticipadas por si el libro elegido no era de mi gusto. Y así surgió una breve discusión sobre el valor de la pintura moderna contemporánea, en la que, en un momento dado, me pidió concretara un ejemplo de lo que no me gusta. Estaba yo ojeando el libro y justo en ese momento apareció una foto de “Las señoritas de Aviñón” el famoso cuadro que Picasso pintara en 1907, lo que aproveché para señalarlo como ejemplo de lo que no me gusta del gran pintor. “Todo lo que hace un genio –terció Buendía- es genial”, a lo que manifesté mi desacuerdo, y así continuamos un rato más. Y cual no sería mi sorpresa, al empezar a leer el libro, ya en casa, cuando me encontré con que, ya en la introducción, el autor creo confirma algo que vengo diciendo en mis críticas de exposiciones en este blog sobre tantas obras de pintura contemporánea que no me parecen sean creativas pero reconozco tienen el interés de formar parte ya de la Historia del arte. Y así dice Will Gompertz: “no pienso que la cuestión de fondo resida en juzgar si una obra nueva de arte contemporáneo es buena o mala: el tiempo se encargará de eso. Es más importante comprender de qué modo y por qué encaja en la historia del arte moderno”.

Y más adelante se refiere a tantas personas cultas, con conocimientos sobre arte que dicen no saber nada sobre arte moderno porque no lo entienden. “No pueden hacerse a la idea de que algo que podría haber hecho un niño sea una obra maestra. Sospechan, en el fondo de sus corazones, que es una farsa, pero que, como las modas han cambiado, no es de buen tono decirlo en público. En mi opinión el mejor modo de empezar a apreciar y a disfrutar el arte moderno y contemporáneo no es decidir si es bueno o no, sino entender que ha evolucionado desde el clasicismo de Leonardo a los tiburones en escabeche o las camas deshechas de hoy en día. Como sucede con la mayoría de las cuestiones aparentemente impenetrables, el arte es como un juego. Todo lo que se necesita saber son las reglas básicas para que el que antes estaba desconcertado comience a entender algo”.

Y lo que más me ha gustado: “Es cierto –dice también el famoso crítico- que muchas de las obras que se producen actualmente (a decir verdad, la mayoría) no superarán la prueba del tiempo”. Creo que vale la pena recoger el texto de la “Introducción ¿Qué estás mirando?” de este libro, al menos en su parte sustancial:

“En 1972 –cuenta Will Gompertz- la Tate Gallery de Londres compró una escultura llamada Equivalent VIII, de Carl Andre, un artista minimalista estadounidense. Obra de 1966, estaba compuesta por ciento veinte ladrillos refractarios que, unidos según las instrucciones del artista, formaban un rectángulo de dos ladrillos de altura. Cuando la Tate la exhibió a mediados de los década de 1970, suscitó cierta polémica.

Aquellos ladrillos de color claro no tenían nada del otro jueves: cualquiera podría haber comprado cada una de las piezas por unos pocos peniques. La Tate Gallery pagó dos mil libras por ellos. Los periódicos pusieron el grito en el cielo: «¡Malgastan el dinero del Estado en un montón de ladrillos!». Hasta el Burlington Magazine, una respetable publicación periódica dedicada al arte, se preguntó: «¿Se han vuelto locos en la Tate?». ¿Por qué -se preguntaba una publicación- había dilapidado la Tate el precioso dinero público en algo que «se le podría haber ocurrido a cual quier albañil»?

Aproximadamente treinta años después la Tate volvió a comprar una obra de arte poco común. Esta vez decidieron adquirir una fila de personas. Realmente, esto no es así. No compraron a la gente per se (hoy en día eso es ilegal), sino que compraron la fila. Para decirlo con más precisión, un trozo de papel en el que el artista eslovaco Roman Ondák había escrito las instrucciones para una performance que consistía en contratar a un grupo de actores para que formaran una fila. Se especificaba en dicho papel que los actores formarían una fila artificial ante una puerta o dentro de una exposición de arte. Una vez en formación, o «instalados» en lenguaje artístico, tenían que adoptar un aire de paciente expectación, como si estuvieran esperando que algo fuera a suceder. La idea era que su presencia provocaría intriga y atracción en los que pasearan por allí y que, a su vez, podían sumarse a la fila (cosa que, por lo que pude ver, hacían a menudo) o caminar junto a ellos, con el ceño fruncido por la perplejidad y la concentración, preguntándose qué era aquello de lo que no se estaban enterando.

Es una idea magnífica, pero ¿es arte? Si un albañil podía ser capaz de producir el Equivalent VIII de Cad Andre, también podríamos considerar la parodia de fila de Ondák como una broma de las que se ven en “jackass” (N. del Traductor: serie de televisión, transmitida en sus comienzos por MTV, desde el 27 de febrero de 2002, en la que el reparto realiza actividades cuya finalidad habitual es infligirse dolor o buscar el máximo riesgo y peligro posibles para entretener a los televidentes). Lo lógico era que los medios de comunicación se volvieran locos.

Sin embargo, no se levantó ni un murmullo: ni crítica, ni indignación, ni siquiera unos cuantos titulares mordaces por par te de los más agudos miembros de la prensa amarilla: nada. La única cobertura que se le dio a la adquisición fueron un par de frases laudatorias en los medios artísticos más consagrados al mercado del arte. ¿Qué había pasado en el transcurso de estos treinta años? ¿Qué había cambiado? ¿Por qué el arte moderno había pasado de ser visto por lo general como un chiste de mal gusto a convertirse en algo respetado y reverenciado en el mundo entero?

Algo tiene que ver el dinero en esto. En las últimas décadas, en el mundo del arte había entrado una buena cantidad de efectivo. Se habían gastado con generosidad grandes sumas de fondos públicos para poner al día museos anticuados y construir otros nuevos. La caída del comunismo y la liberalización de los mercados condujeron a la globalización y al surgimiento de una clase de megarricos internacional, y al arte en su inversión favorita. Mientras los mercados bursátiles caían en picado y los bancos quebraban, el valor del top-ten del arte moderno no hacía sino crecer, al igual que el número de gente que acudía a este mercado. Hace unos años, la casa de subastas internacional Sotheby’s afirmó que para una de sus mayores subastas de arte moderno tenía clientes interesados de tres países distintos representados en la sala. Hoy en día son cuarenta los clientes, entre los que se cuentan coleccionistas nuevos y ricos procedentes de países de Sudamérica, de China o la India. Esto significa que la economía de mercado ha entrado en el juego: es un caso de oferta y demanda y la segunda sobrepasa a la primera. La cotización de obras de célebres artistas muertos (y por tanto ya improductivos), como Picasso, Warhol, Pollock y Giacometti, continúa subiendo sin parar.

El precio lo ponen los banqueros solventes y los oligarcas que operan en la sombra, así como ciudades de provincias ambiciosas y países orientados al turismo que quieren «convertirse en un Bilbao»; esto es, mejorar su fama y aumentar su caché a través de un centro de arte contemporáneo comisionado que resulte atractivo. Todos han llegado a la conclusión de que comprar un edificio o construir un museo dedicado al arte de ahora es lo fácil, pero llenarlo de obras medianamente decentes que hagan que los visitantes acudan no lo es: por eso no hay tantos.

Si ya no queda en el mercado mucho arte moderno «clásico» y de calidad, entonces hay que acudir al arte moderno «contemporáneo»: la obra de artistas vivos. También en este caso, los precios de los artistas del top-ten han ascendido inexorablemente: por ejemplo, el artista pop norteamericano Jeff Koons. Koons es célebre por haber producido un gigantesco Puppy (1992) hecho de flores y varias figuras de cómic realizadas en aluminio que parecen compuestas por globos. A mediados de la década de 1990, se podía adquirir una obra de Koons por unos pocos cientos de miles de dólares. En 2010 sus esculturas de color caramelo se estaban vendiendo por millones. Se ha convertido en una marca y los que lo conocen identifican su trabajo al instante, como si fuera el logo de Nike. Es uno de los muchos artistas que se han hecho muy ricos en un corto espacio de tiempo a causa del boom del arte.

Artistas que antes eran pobres son ahora tan multimillonarios como las estrellas de cine: amistades famosas, aviones privados y una atención continua de los medios de comunicación para dar cuenta de todos y cada uno de sus glamurosos movimientos. El sector en alza del papel couché de finales del siglo xx se dedicó en cuerpo y alma a ayudar a construir la imagen pública de esta nueva generación de artistas que sabían manejar los medios. Esas imágenes de individuos creativos y pintorescos que posaban junto a sus obras de vivos colores, expuestas en espacios deslumbrantes creados por diseñadores, en los que se juntaban ricos y famosos, se convirtieron en una especie de celebraciones visuales y voyeuristicas que los lectores aspirantes a sumergirse en ese mundo devoraban ansiosamente en las páginas de las revistas: incluso la Tate Gallery contrató al publicista de Vogue para su revista de socios. Estas publicaciones, al igual que los suplementos a color de los periódicos, crearon un público nuevo, atento a la moda y cosmopolita, para un arte y unos artistas nuevos, también atentos a la moda y cosmopolitas. Se trataba de una generación a la que aburrían las viejas y marrones pinturas que veneraba la generación anterior. No, los que acudían ahora a las galerías y centros de arte querían un arte que hablara de su tiempo. Un arte fresco, dinámico y excitante: el arte que trataba sobre el aquí y el ahora. Un arte que fuera como ellos: modernos y deseables. Un arte que tuviera un poco de rock and roll: ruido, rebeldía, entretenimiento y actitud enrollada.

El problema al que se enfrenta este público -el problema al que se enfrenta todo público- tiene que ver con la comprensión. No importa que se sea un marchante de arte bien establecido, un académico de renombre o un comisario de museo: todos ellos se pueden sentir algo desorientados si se enfrentan a una pintura o una escultura recién salida del estudio de un artista. Incluso sir Nicholas Serota, el internacionalmente respetado jefe del imperio de la Tate Gallery de Gran Bretaña, se encuentra de vez en cuando en ese estado de confusión. Una vez me dijo que se sentía un tanto «amedrentado» cada vez que entraba en el estudio de un artista y veía por primera vez una obra nueva. «A veces no sé qué decir. Intimida», me decía. Se trata de una declaración bastante sincera realizada por un hombre que es una autoridad mundial en arte moderno y contemporáneo. ¿Qué margen nos deja eso a los demás?

Pues al menos un poco, creo yo. Porque no pienso que la cuestión de fondo resida en juzgar si una obra nueva de arte contemporáneo es buena o mala: el tiempo se encargará de eso. Es más importante comprender de qué modo y por qué encaja en la historia del arte moderno. Nuestro amor por el arte moderno contiene una paradoja: por una parte, visitamos por millones museos como el Pompidou de París, el MoMA de Nueva York o la Tate Modern; por otra, la respuesta más frecuente que recibo cuando doy comienzo a una conversación sobre el tema es: «Lo siento, no sé nada sobre arte».

Esta confesión de ignorancia no obedece a una falta de inteligencia o de inquietud por la cultura. Se la he escuchado a escritores célebres, a exitosos directores de cine, a políticos importantes y a académicos prestigiosos. Todos ellos, por supuesto, están equivocados. Sí tienen conocimientos sobre arte. Saben que Miguel Ángel pintó la Capilla Sixtina y saben que Leonardo es el autor de la Mona Lisa. Con casi toda seguridad saben que Rodin fue un escultor y, en la mayoría de los casos, pueden nombrar una o dos de sus obras. A lo que se refieren es a que no saben nada sobre arte moderno. De hecho, lo que realmente quieren decir es que pueden saber algo sobre arte moderno (por ejemplo, que Andy Warhol creó una obra de arte que estaba compuesta por latas de sopas Campbell), pero no lo entienden. No pueden hacerse a la idea de que algo que podría haber hecho un niño sea una obra maestra. Sospechan, en el fondo de sus corazones, que es una farsa, pero que, como las modas han cambiado, no es de buen tono decirlo en público.

Yo no creo que sea una farsa. El arte moderno, que se extiende desde 1860 hasta 1970, y el arte contemporáneo (que suele considerarse el que producen los artistas vivos) no es una prolongada broma gastada por unos pocos a un público crédulo. Es cierto que muchas de las obras que se producen actualmente (a decir verdad, la mayoría) no superarán la prueba del tiempo, pero, del mismo modo, habrá muchas que han pasado desapercibidas que algún día serán consideradas obras maestras. Lo cierto es que las obras de arte excepcionales que se crean en nuestra época, así como las que se han creado en los últimos cien años, se cuentan entre algunos de los mayores logros del hombre moderno. Solo un estúpido rechazaría el genio de Pablo Picasso, Paul Cézanne, Barbara Hepworth, Vincent van Gogh o Frida Kahlo. No hace falta ser músico para saber que Bach era capaz de escribir música o Sinatra de interpretada.

En mi opinión el mejor modo de empezar a apreciar y a disfrutar el arte moderno y contemporáneo no es decidir si es bueno o no, sino entender que ha evolucionado desde el clasicismo de Leonardo a los tiburones en escabeche o las camas deshechas de hoy en día. Como sucede con la mayoría de las cuestiones aparente mente impenetrables, el arte es como un juego. Todo lo que se necesita saber son las reglas básicas para que el que antes estaba desconcertado comience a entender algo. A pesar de que el arte conceptual tienda a ser visto como la regla del fuera de juego del arte moderno (esa que nadie puede llegar a comprender o explicar con una taza de café delante), es sorprendentemente sencillo. Todo lo que se necesita saber para manejar lo básico se puede encontrar en esta historia del arte moderno que cubre los ciento cincuenta años en los que el arte ha ayudado a cambiar el mundo y el mundo ha colaborado en la gestación del cambio que se ha producido en el arte. Cada movimiento, cada «ismo», está intrincadamente ligado a los demás: uno conduce al otro como los eslabones de una cadena. Todos, eso sí, tienen sus propios modos de abordados, distintos estilos y métodos para hacer arte, que son la culminación de una amplia variedad de influencias: artísticas, políticas, sociales y tecnológicas.

Es una historia apasionante que espero que sirva para que la próxima vez que acuda a una galería de arte moderno se encuentre un poco menos intimidado y un poco más interesado. Empieza poco más o menos así…”

Creo que va a ser interesante comentar algunos otros capítulos del libro. Mucho.

(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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