Por Javier Pardo de Santayana
( Acuarela de Pedro Cano, felicitación de Navidad de su Fundación) (*)
Leo que estrenan una nueva película y que se trata de la catalogada como peor película de siempre, y he de decir que la cosa me llama la atención. Naturalmente el anunciado ahora no es la versión original, pues no parece lógico estrenar una producción así a sabiendas de que el espectador ya sabe que es un bodrio. Y veo, que efectivamente, hablamos de una especie de “remake” de una película ya antigua que tuvo el triste honor de ser así considerada por la crítica. Pero de la reseña-avance no acabo por entender la razón de su renovada aparición en nuestros cines.
Luego, pasado un par de días, siendo viernes – día en que los diarios anuncian la nueva cartelera – acudo a la sección correspondiente del periódico y recibo la sorpresa inesperada de ver que la reseña incluye una calificación de cuatro estrellas habitualmente reservada a las películas que se distinguen por una extremada calidad artística, “Caramba, pero si ahora resulta que es magnífica…” me digo entonces, y paso a preguntarme cómo se entiende que la peor película de todos los tiempos del cinema pueda recibir honores hasta ahora reservados para los grandes éxitos.
Así que reflexiono sobre la causa de una contradicción que me fascina. Pienso que el éxito no siempre viene de un buen argumento o de una excelente dirección; que muchas veces el público disfruta incluso del terror y el miedo. O simplemente de un argumento escabroso, o de la viveza de la acción aunque luego lo demás resulte sumamente endeble. Tampoco es necesario que su desarrollo sea creíble, pues hay mucha actuación de cartón piedra que es admitida sin reparos, como el frecuente exceso de algunos efectos especiales.
A veces uno se pregunta cómo podemos disfrutar de vivir en la pantalla cosas tan desagradables e incluso terribles como los asesinatos, los suicidios, las guerras o las desapariciones de personas. Claro que lo hacemos desde el confort y la tranquilidad de un sofá o de una butaca. Pero eso no basta, como lo prueba que en estos mismos días nos anuncian que pronto podremos “disfrutar” de la incorporación de mecanismos que desde la comodidad de los asientos nos harán sentir la sacudida de los terremotos, el empuje arrollador del huracán o la angustia del insufrible vértigo. Y todas estas cosas nos eximen de valorar con mayor exigencia las actuaciones más o menos hieráticas de los protagonistas o los posibles desaciertos de los directores. Precisamente me entero ahora de la publicación de un libro en el que se enumeran los muchos gazapos cometidos en la industria cinematográfica incluso en películas del mayor renombre. Ya saben ustedes: por poner dos ejemplos conocidos, los típicos romanos que nos muestran sus relojes de pulsera o aquella ropa seca tras una lluvia torrencial,. De forma que no siendo fácil destacar en este aspecto cabría imaginar que la película que así se ha distinguido debió ser tan rematadamente mala que la supongo insufrible para cualquier espectador medianamente equilibrado. Quizá – me digo – tenga cierto atractivo para los amigos de lo “friqui», y ya se sabe que en estos tiempos del “feísmo” vemos la aceptación de las extravagancias por la parte de un público más o menos adicto a lo chocante. Mas no parece ser el caso de “The Room» (“La casa”), que éste es el título de la película citada, ahora convertido en “The Disaster Artist”.
Pero entonces me surge la sensata idea de que una misma cosa puede producir distinto efecto según el enfoque con que la presentemos. Que una cosa es hacer una obra en serio y que ésta acabe siendo algo ridículo, y otra relatar o exponer este hecho como algo realmente sucedido y que por consiguiente pudiera ser objeto de un análisis aplicado con cierta gracia y desparpajo . Así ahora no se trataría tanto de juzgar el funesto resultado de la obra como de presentar de nuevo ésta, pero bajo la luz de una observación inteligente. De demostrar que el ser humano puede caer en situaciones cómicas cuando se pone demasiado serio y carece de la necesaria habilidad o es simplemente inútil o patoso. De sacudir con cierta habilidad y gracia la sensibilidad del público. En el fondo, de reírse abiertamente de sí mismo y de hacernos sentir incluso respeto y admiración por los personajes y por la aventura sin duda ilusionada que emprendieron. De demostrarnos cómo la inspiración, el arte y la destreza pueden obrar el milagro de transformar nuestra torpeza en algo verdaderamente interesante. Por ejemplo, como dice la crítica, en “una incontenible gracia desquiciada” merecedora de las cuatro estrellas.
—
(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
http://c1.staticflickr.com/5/4733/27608357209_068e3d2d77_b.jpg