Memoria familiar. 11. La pandilla y las Navidades

Por José María Arévalo

( 1955. Toñín Moneo y yo) (*)

Zamora, a principio de los años cincuenta, era una delicia para los niños, que podíamos jugar por la calle a nuestras anchas, no pasaba un coche. Había un par de taxis en la plaza de Zorrilla, al lado de mi casa, ya les dije, San Torcuato 4, y no recuerdo haberlos visto moverse. En la plaza de Zorrilla vivía mi amigo Toñín Moneo, y en un par de escalones de un portal junto al suyo, por los que se accedía a una puerta casi siempre cerrada –solo recuerdo una vez que salió alguien y nos echó con cajas destempladas-, nos sentábamos los de mi pandilla, todos en edades próximas a la de hacer la primera comunión, entonces a los siete años. Eran, además de Toñín, Antonio Claumarchirán, que vivía junto al Bazar J, dos portales más abajo del mío, y cuyo padre era un prsetigioso abogado; Horacito Morán, un portal más arriba del mío, y padre abogado también; y Chusmi, hijo de Jesús García Casado, uno de los hermanos de los famosos almacenes que ocupaban desde la plaza de Zorrilla a la de Sagasta; y alguno más.

Jesús García Casado me hacía los trajes que estrenaba siempre en Domingo de Ramos, como era la costumbre, primero de pantalón corto y después ya con el largo, y que, aunque me iba a probar dos meses antes, no llegaban hasta última hora de la víspera, lo que ponía muy nerviosa a toda la familia. Su hijo Chusmi, de la pandilla, ya digo, nos facilitaba varas de los soportes de las piezas de tela que se acumulaban en el almacén, con las que hacíamos estupendas espadas para jugar. Hasta que un año apareció otra pandilla, la de una plaza contigua, la de San Gil, que eran mucho más brutos que nosotros, mayores y nada “de piso”, y tuvimos que salir por piernas porque se decía que al que cogían le ataban a una farola rota de San Gil y le aplicaban corrientes eléctricas con los cables sueltos de la farola. Los capitaneaba un tipo con pinta de bestia, al que llamaban King-Kong. Desde entonces renunciamos a las espadas de García Casado para no meternos en líos.

Años antes, desde los cuatro o cinco, ya jugábamos por todo aquel Zamora sin coches, desde las cárcavas del terraplén que había junto a la Plaza de Toros, en las que hacíamos culo-esquí cuando nevaba – entonces mucho más que ahora, para nuestro disfrute- o destrozándonos los pantalones al deslizarnos, el resto del año; hasta la zona de la Catedral y el Castillo, que es el lado opuesto de la ciudad. En los jardines del Castillo tenía gran atractivo para nosotros un estanque lleno de verdín, en el que abundaban los renacuajos. Pasábamos toda la mañana tratando de cogerlos con la mano, lo que requería mucho tino, sin enterarnos de que el tiempo pasaba, a pesar de que teníamos el reloj de la torre de la Catedral al lado. Un día alguien dijo: creo que han sonado las cuatro. Salimos todos despepitados pensando en la bronca que nos iban a echar en casa. No recuerdo la reacción de mis padres, creo que les convencí de que había sido “sin querer”, escusa tan frecuente en esas edades, que esa vez debí expresar con gran convicción. En aquella estampida creo recordar éramos ocho o diez chavales corriendo aterrados por las calles desiertas de la ciudad. Después la pandilla se redujo a los cinco antedichos. Y dejamos de salir juntos a los once o doce, por peleas personales, creo recordar. Hasta los quince salíamos Toñín y yo solos, fueron los guateques los que ampliaron nuestro círculo, como veremos si no desisto o me falla la memoria.

( 1953. Dos de mis hermanas y yo, con mi padre) (*)

Otro compañero de juegos de infancia fue Pocholo, hoy conocido psiquiatra infantil en Asturias, Ángel García Prieto, supongo ya jubilado. No era de la pandilla porque tenía un par de años menos, pero era mi vecino de abajo y tenía un montón de lo que llamábamos “soldaditos” y una alfombra estupenda para jugar con ellos por los suelos. Su padre era afamado médico, con consulta en la propia casa, recuerdo que ponían la calefacción a tope, era una delicia. Entonces hacía mucho más frío, y cuando me levantaba de la cama en invierno lo primero que hacía –después del ofrecimiento del día a Jesusito de mi vida- era mirar tras los visillos del dormitorio a ver si habían salido en los cristales de la ventana las bellísimas inflorescencias de hielo que se formaban muchos días. No he vuelto a verlas desde entonces.

La madre de Pocholo nos mandaba todos los años una tarta el día de los Inocentes, hecha de rodajas de patatas crudas cubiertas de merengue. Los niños caíamos ano tras año en la broma, se ve que a esas edades la memoria no es buena. El centro de nuestra Navidad era el Belén, que montaba mi madre en la sala de estar que daba al mirador, la habitación más importante de la casa, donde se recibía a las visitas, que en aquellos años todas las semanas teníamos alguna; después se fue perdiendo esta buena costumbre de ir de visita. Me contaron que una vez aparecí sonámbulo en la sala de estar, donde mis padres atendían a unos amigos, y que me devolvieron a la cama sin que yo me enterara.

( 1953. Con mis hermanas Rosina y Sule) (*)

Las figuras del Belén, el corcho y la arena – alguna vez conseguimos carbonilla también, pero no la guardamos, un fallo- las poníamos los chicos, una vez mi madre colocaba la estructura, sobre una mesa rectangular, con una montañita de libros sobre la que se colocaba el castillo de Herodes y por la que bajaba un camino en el que estaban los Reyes en sus camellos. El verde, que era de mentira, circundaba la mesa y en primera fila colocábamos una caja de zapatos forrada, con una ranura arriba para que echáramos todas las moneditas que consiguiéramos, para comprar más figuritas del Belén. A las visitas también se les invitaba a echar, pienso que para ello se ponía el Belén en la sala de estar buena. Se compraban las figuritas en el Arco Iris, el Bazar que teníamos justo al lado de nuestro portal, que las tenía en el escaparate, lo que era una gran tentación. Esta de comprar figuritas y la llegada de los Reyes Magos tras una noche de nervios, eran los dos atractivos mayores de las fiestas navideñas, que se fueron diluyendo a medida que crecíamos, aunque siempre mantuvimos las dos tradiciones.

( 1950. Con Rosina en la bici de mi padre) (*)

Continué esta tradición cuando tuve hijos, y ahora con mis nietos, aunque con estos ya no ponemos cajita para recaudar y comprar figuritas, más que nada porque son ahora tan caras que tardaríamos varios años en costear una sola. Ahora están saliendo unas figuritas de resina que no están nada mal y son más asequibles. Por las oraciones de la noche y el Belén empieza la devoción de los niños, así que es importante cuidarlo. Después nos fuimos incorporando al Rosario en familia, que rezaban a diario mi abuela Antonia y mi madre a media tarde, mientras cosían o hacían punto. Primero las acompañábamos solo a uno o dos misterios, y a medida que crecimos descubrimos con gran interés el misterio de las letanías, que entonces se rezaban en latín, como se oía la Misa, así que cuando llegó como asignatura al bachillerato no nos resultó tan extraño. Con mis hijos lo rezábamos sobre todo en los viajes en coche, que hacíamos, de excursión, todos los sábados en cuanto empezaba el buen tiempo, y cada niño dirigía un misterio. Pero todo esto ya pertenece a otros capítulos.


(*) Para ver las fotos que ilustran este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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