Por Javier Pardo de Santayana

( Petirrojo. Acuarela de Carmen Jiménez en carmen-jimenez. blogspot.com.es) (*)

Hace unos días, en el eterno verano que entró en este otoño seco, estando aún en espera de la anhelada llagada de las lluvias, apareció de nuevo el petirrojo. Posado en la barbacoa, miraba hacia la casa y yo le veía desde el dormitorio: una pechuguita roja delataba su presencia. Le vi algo más gordito y luciendo un ademán más atrevido, menos humilde que el que recordaba.

Echó a volar, pero al día siguiente volvería a igual hora y en el mismo sitio más o menos. Su presencia sería otra vez breve, pero bastó para alegrarme la mañana porque le echaba ya de menos hace tiempo, como echo de menos a la lavandera, que fue visita segura cada día y ya nunca aparece, ni siquiera para dejar algún recuerdo blanco en la carrocería de los automóviles.

Así caí en la cuenta de que de un tiempo a esta parte recibimos menos visitas de los pájaros, quizá porque nuestros vecinos inmediatos han sustituido sus pequeñas praderas verdes y jugosas por extensiones de hierba artificial. Ya les hablé, según me parece recordar, de este retorno a la artificialidad de aquellas jóvenes parejas que llegaron aquí con la ilusión de vivir en un entorno natural y están reconstruyendo poco a poco el artificio ciudadano por el trabajo que conllevan los cuidados del jardín romántico.

Sí, efectivamente, cada vez veo menos pájaros rondándonos. Caigo en la cuenta, por ejemplo, de que hace tiempo veo mucho menos a los mirlos, que eran precisamente de los fijos. En este caso no es difícil encontrar una causa comprensible: todos los años se nos mueren varios. Les dio por anidar cerca de la piscina, y las crías van a parar al agua fascinadas por el brillo que encuentran cuando salen a hacer su primer vuelo. Las perritas se ponen muy nerviosas al verlos flotando sobre la superficie y vienen a llamarnos para que hagamos algo. Y los tengo que dejar en un lugar seguro al que no alcancen ellas, que sienten la llamada irresistible de su instinto.

Nos fallan menos los gorriones, esos pájaros humildes y todo terreno. El otro día les vi en pandilla picoteando a nuestra vista, lo que en esta tierra seca de un verano eterno me haría preguntarme de donde sacan para justificar su actividad febril, pues hay que suponer que a cada picotazo corresponderá el descubrimiento de una semilla o de un pequeño insecto. Quiero decir que no parece lógico que lancen sus picos en vacío a sabiendas de que nada encontrarán.

También parece haber menos palomas, cuya presencia empezaba ya a ser incómoda. Quizá las haya ahuyentado un disparo de mi hijo el cazador dirigido a una que hizo nido en lo alto de una mimosa de cuatro estaciones próxima también a la piscina y que solía subir a los tejados para otear desde las chimeneas. Sí que nos visitó, siendo verano todavía, una bandada de estorninos que cayó como una amplia manta sobre el césped. Como siempre, fue breve pero intensa su visita. Ya saben ustedes que estos pájaros se mueven en nube dando a los humanos un ejemplo de fraternal camaradería. Luego su presencia es siempre breve y explosiva: una vez que han cumplido con el rito desaparecen igual de alegremente que vinieron.

Mas lo que más me escama es que vengo observando una situación muy parecida en mi observatorio cercano a la marisma montañesa. Por ejemplo, ya no veo los jilgueros que despedían sonoramente al día. Y no he vuelto a ver al otro petirrojo que se solía aproximar a la terraza; claro que en aquel tiempo yo alimentaba a mis vecinos con un atractivo pienso de colores que parecía un remedo de sus plumas.

Pero no ha sido sólo eso, porque tampoco he vuelto a ver, desde hace ya bastante tiempo, los gusanos de luz que a veces se encendían por la noche, ni aquel sapo que andaba siempre oculto en las proximidades de la huerta, ni el grillo-topo que encontré enterrado. Y, naturalmente, tampoco volvería a ver la comadreja que hace ya muchos años vi entrar por un boquete junto a la línea de sauces buscando la galería de los topos. La proximidad de nuevas edificaciones ha hecho desaparecer sin duda aquellos montoncillos de tierra negra y suelta que formaban reguera de lado a lado del jardín.

Ya sólo quedan nuestros fieles compañeros los erizos: aquellos que tan nerviosa ponían a muestra perra “Pizca” cuando la sacábamos de noche y se volvía loca dando vueltas sin atreverse a hacer más por el peligro de herirse con sus púas. Este año dimos con una familia entera pegada a nuestra casa y protegida por la yedra. Allí la dejaríamos; pero cambió de sitio y desapareció de nuestra vista. Luego, hace escasamente dos semanas, la descubrieron nuestras perritas cazadoras que se cobraron una pieza antes de que pudiéramos pararlas.

Sí, cada vez siento mayor nostalgia de aquellos compañeros de otros días que antes fueron luz, color, calor, sonido o movimiento, y ahora tan sólo son recuerdos entrañables.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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