Divagaciones sobre el móvil

Por Javier Pardo de Santayana

( Naturaleza. Acuarela de J.M. Arévalo) (*)

La otra tarde caminaba yo por una calle aledaña a un jardín en la que frente a una sucesión de coches aparcados se alinean uno tras otro un buen número de bancos de madera de factura clásica. Volvíamos mi mujer y yo de una visita familiar y a la ida habíamos observado la presencia de una pareja en el único banco que estaba ocupado; mientras él observaba su teléfono con cara de aburrido, ella situaba su mirada en el cielo como aparente solución al desenganche emocional. Pues bien, el caso es que ahora, ya a la vuelta, la fila de bancos aparecía vacía de ocupantes. Pero de pronto apareció una joven que tomó asiento en aquel banco, ya vacío y comenzó a consultar su móvil con toda naturalidad.

Entonces pensé que cuál sería la razón para que aquella joven se detuviera en su camino así de súbito. Y en ello estaba cuando se me ocurrió la idea de preguntarme, no tanto que estaría haciendo con el dichoso aparatito, sino más bien, por el contrario, en qué se ocuparía y qué gestos haría la muchacha si no lo hubiera tenido entre sus manos. Pensé que marcharía enfrascada en sus pensamientos personales y que, tal como suele ocurrir habitualmente, éstos irían saltando de una cosa a otra. Que quizás evocara en su paseo algún recuerdo que otro, buscaría solución a algún problema, pensaría en algún plan para el futuro – quizá para ya mismo – o engendraría alguna idea o pensamiento nuevo. Algo, en fin, que quedaría sin futuro superado por la pulsión de conectar una vez más su móvil.

¿Qué es lo que nos mueve, como a estos muchachos, a agarrarnos tan desesperadamente a un mecanismo como éste? Mi mujer dice que es probable que sea la necesidad de compañía; que al final se trata de tener alguien consigo para no sentir la soledad, para no encontrarse uno sólo ante la gente o, si quieren ustedes, ante la vida misma. Como parece que siempre fue la cajetilla de tabaco, compañera fiel que siempre estaba a mano.

Se ve que el hombre es en el fondo bastante complicado a fuerza de ser elemental. Hay quien, en efecto, necesita de esa compañía para no engancharse en cualquier cosa perdiendo así el hilo de sus pensamientos; para fijar la atención más inmediata y poder lanzar el pensamiento en busca de originalidad o de soluciones a un problema. O como quien se retira a la orilla de la mar para refugiarse en el repetitivo movimiento de las olas, en ese rumor que misteriosamente favorece la generación de ideas, como lo hace el ir y venir por un pasillo, o el contemplar las cimbreantes llamas de una chimenea mientras se escucha el crepitar del fuego, tan favorecedor para la fantasía y el ensueño.

Ahora estas cosas parecen entrar en el pasado, sustituidas en los nuevos tiempos por la contemplación de las pantallas. Ahí tendremos otro compañero permanente que nos apelará desde el bolsillo o nos fijará al sofá o a la silla del ordenador. O – como en los casos referidos – a un simple banco en un camino.

Todos hemos podido ver, lo pongo por ejemplo, grupos de niños que se han citado en algún sitio. Antes esperaríamos que se reunieran para jugar al fútbol o a la comba, o simplemente para hablar, para correr, o para pelearse. Pero hoy será, casi seguramente, para sentarse juntos en cualquier esquina y, sin mirarse, dar a las teclas repetidamente para enzarzarse en un juego consistente en cargase a personajes enemigos sin cuento ni medida, tal como vieron hacer a sus héroes de siempre.

Hay unos que, por ejemplo, tratan según parece de “asesinos”. Oigo a los niños hablar de ellos con infantil entusiasmo, y les pregunto si creen que hay asesinos que son héroes. Y me dirán que sí: que hay asesinos malos, pero también hay asesinos buenos. Y cuando me explican cuales son los malos parece que son personajes de las fuerzas del orden… de los asesinos males, claro está. La verdad es que a mi todo esto me sorprende y me parece bastante peligroso, porque de entrada, así contado, bien pudiera armar un taco en sus seseras.

Con todo reconozco que estos móviles que saben hacer de todo son magníficos, que es normal que estas pantallas atrayentes nos fascinen, que al final todo lo solucionan, que nos conectan permanentemente con el mundo, que son indispensables en la práctica, que mantienen en contacto a las familias, que en ellos vemos cosas estupendas que aumentarán nuestro conocimiento, que a veces permiten el intercambio de pensamientos formidables y hasta de sentimientos líricos y tiernos. Y que por lo que se ve, también cubren con creces nuestra necesidad de compañía.

Lo malo es que además de permitir la irrupción en nuestras vidas de las más bajas pasiones de la raza humana y de la más violentas expresiones de odio, se nos pegan a la piel sin darnos cuenta y nos apartan de una vida más cercana a la naturaleza; de una vida más sencilla y espontánea. Nos cambian, en fin, hasta las entretelas, cortando las alas a la espontaneidad e induciendo sometimientos que nos alejan de la realidad poquito a poco hasta que la verdad y el buen sentido son suplantados por los tics y por los manierismos; por frases hechas y por formulaciones de pretendida corrección “política”, ese nuevo catecismo laico.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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