Libro de Horcajo sobre el escultor Aniceto Marinas

Por José María Arévalo

( Velázquez en El Prado, obra de Aniceto Marinas) (*)

Antonio Horcajo, presidente del Centro Segoviano en Madrid, estupendo acuarelista y también creador de buenísimas viñetas llenas de humor, presentó el pasado mes de mayo, en la Diputación Provincial su libro, títulado “Grita el bronce, habla la piedra, reza la madera. Aniceto Marinas. Vida y obra del escultor”, sobre el artista segoviano Aniceto Marinas (1866-1953), autor de importantes conjuntos escultóricos ubicados en Segovia, pero también en otros emblemáticos lugares de España. A él se deben, entre otros, el monumento a las Cortes de Cádiz en la capital gaditana o el Velázquez a la puerta del Museo del Prado. También son obra suya la estatua de Juan Bravo o el monumento a Daoíz y Velarde, en Segovia capital. La monografía de Antonio Horcajo fue presentada el 8 de junio en el salón de Actos de la Biblioteca Nacional.

Aniceto Marinas tuvo una estrecha relación con la Diputación Provincial segoviana, pues ésta le concedió una beca que le permitió estudiar en Madrid. A lo largo de su vida mostró públicamente ese agradecimiento a la institución de su provincia a la que regaló diversas obras como el vaciado de la escultura ‘Hermanitos de Leche’ o el autorretrato que ilustra la portada del libro, y que en la presentación adornaba el salón de plenos junto al busto ‘El esclavo’ también propiedad de la Diputación de Segovia. Precisamente, el Museo Nacional del Prado ha cedido al Museo de Segovia por un periodo de cinco años prorrogable la escultura ‘Hermanitos de leche’, que obtuvo la Medalla de Honor de la Exposición de Bellas Artes en el año 1926.

Gracias a Horcajo, la figura del gran escultor Aniceto Marinas vuelve a la actualidad. ABC recogió la presentación del libro titulando “Aniceto Marinas: El retorno de uno de los grandes escultores de la historia de España”. Nacido en Segovia, en la parroquia de San Millán, y de familia humilde, logra una pensión de la Diputación de Segovia para estudiar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid en 1884. En 1888 es pensionado nuevamente para proseguir sus estudios en la Academia en Roma, donde permanece hasta 1893. De regreso en España ingresa en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y obtiene la cátedra en la Escuela de Artes y Oficios de Madrid. Pasaba sus veranos en el pueblo abulense de Las Navas del Marqués, y regaló dos Cristos a esta localidad tras ser quemados los anteriores en la Guerra Civil.

( Monumento a Juan Bravo obra de Aniceto Marinas) (*)

Aniceto Marinas fue autor de diversos monumentos públicos de Madrid, Cádiz, León, Zumárraga, Orense, Teruel, Burgos o Segovia. Sus obras más significativas se encuentran en Madrid: Monumento a Velázquez (en la puerta principal del Museo del Prado, 1899), Monumento a Eloy Gonzalo (en la plaza de Cascorro, 1902), grupo La Libertad (en el Monumento a Alfonso XII del Parque del Retiro, 1905) o el Monumento al Sagrado Corazón (en el Cerro de los Ángeles, Getafe, 1919), destruido durante la Guerra Civil Española y del que se realizó un nuevo proyecto inaugurado en 1965, varios años después de su muerte.

A los visitantes del Museo del Prado –continúa la reseña de ABC-, cuando se fotografían frente al «Velázquez» les pregunta Antonio Horcajo con picardía «de quién es la escultura». «De Velázquez, hombre», responde airado un turista. «¿Y el escultor de la obra?», replica. «¡Ah, eso ni idea!». Así que Horcajo recobra la memoria de uno de sus paisanos al que trató por extenso durante los tres últimos años de su vida. «A raíz de la perdida de Filipinas los escultores de la generación del 98 se encargaron de sacar a la calle la Historia para que el pueblo la viera y se enorgulleciera de ella. Esos escultores ahora son tratados con un injusto olvido», afirmaba Horcajo en su presentación.

El artista consideraba su mejor obra el grupo «Las Cortes de Cádiz», o eso confesó en 1950 en entrevista al «Adelantado de Segovia». Pero su «Velázquez», frente al Museo del Prado, quizá sea una de las estampas más reconocibles. Un trabajó que le llevó más tiempo en la silla concibiéndolo que ejecutándolo. Prueba de ello son las semanas que pasó sentado frente al museo observando el lugar donde se colocaría la escultura. Marinas se marcó la preclara misión de que no estorbara al conjunto arquitectónico del museo. Cuando le preguntaron cómo debían colocar la escultura afirmó: «Con un simple dado de piedra, para que se pueda conversar directamente con Velázquez». Y es que «a mí lo que más tiempo me lleva es la paciencia de la silla».

( Estatua de Eloy Gonzalo, El Héroe de Cascorro, en el popular Rastro madrileño, esculpida por el escultor segoviano Aniceto Marinas) (*)

La escultura de Marinas «ha sido una lección de historia en bronce para la gente analfabeta. Esas esculturas hablan para el pueblo». En su cruzada pedagógica por recuperar la memoria de estos escultores afirma Horcajo que «las instituciones deberían adoptar la memoria de estos artistas. Organizar conferencias, exposiciones… Hay muchos caminos». La estatuaria española tiene un momento cumbre en el XIX cuando los ayuntamientos quieren recordar las más importantes efemérides. «Ahora deberíamos rescatar aquello».

Cuenta Horcajo que los últimos tres años el escultor de «Hermanitos de leche» se encontraba muy sólo. «Hablando de la “Soledad al pie de la Cruz”, le interrogaba yo sobre si esa era su soledad». «No se equivoque, esa obra ya no es de Marinas», defendía el propio artista. «Espiritualmente es de quien las observa».

Pero también hay obras importantes en Segovia, su ciudad natal, como la estatua de Juan Bravo junto al Torreón de Lozoya, en la Plaza de San Martín. Y en Teruel dejó el friso de los célebres Amantes. Cabe recordar que es el autor del grupo escultórico del Cerro de los Ángeles, en Getafe, que fue destruido en la Guerra Civil. El libro de Horcajo recorre la totalidad de su obra.

( El escultor Aniceto Marinas) (*)

Antonio Horcajo –explica el cronista de ABC- tiene su propia ruta con la que da a conocer la obra de Aniceto Marinas en Madrid:

1. En la Calle Ferraz, Iglesia del Corazón de María: «Inmaculado Corazón de María» (imagen central del presbiterio) y «La Piedad».

2. Plaza de España, frente a los Carmelitas Descalzos: «Monumento a los Héroes del 2 de mayo».

3. Y en El Rastro: «El Cascorro».

4. De ahí al Paseo del Prado: «Velázquez».

5. Y subiendo al Retiro: «Monumeto a Alfonso XII», cuyo altar es de Marinas. El resto de la obra es de sus amigos Benlliure y Blay.

Hemos encontrado en la red una interesantísima necrológica de la época, “Aniceto Marinas, espejo ejemplar de artistas y de hidalgos”, escrita por el Secretario general perpetuo de la Real Academia, José Francés, que completa cuanto queda dicho y que no nos resistimos a reproducir :

“¡Prodigioso arquetipo humano D. Aniceto Marinas! Aquel supremo don suyo de la modestia afable, de la sencillez sonriente, de la infinita tolerancia, de la integridad cristiana, hicieron de él la más cumplida personificación del buen hidalgo español.

Todo en Aniceto Marinas estaba ungido de virtudes raciales. Rostro y alma no se desmentían entre sí, por cómo los nobles rasgos y la nobleza de los actos se correspondían para la más elocuente ejemplaridad. Velázquez ha esparcido por Museos universales hombres así, representativos de tal estirpe. En lenguas del mundo hablan cervantinas creaciones de parigual señorío. Y en los relatos de la epopeya del Descubrimiento, conquista y colonización de un mundo nuevo, con acento y nervio hispánicos y en místico recogimiento de cenobios, hubo, como Marinas ofrecía, viriles espejos donde asomarse generaciones leales al mandato y legado de lo ancestral.

( Detalle del altorrelieve, obra de Aniceto Marinas. de los Amantes en la «Escalinata de la Estación» de Teruel) (*)

Porque si lo físico de sus rasgos y lo pulcro de su atuendo hacían pensar en un caballero velazqueño, también la ternura de su alma, encalidecida e iluminada por el fervor religioso, le igualaba al humilde magnífico pastorcillo de Fontibres y gran poeta de Cristo, San Juan de la Cruz.

En los años incipientes de su Segovia natal aprendió a ganarse la vida como cantorcito de coro y precoz violinista, al cobijo de las majestuosas belleza y tradición de la basílica segoviana. Pero, pronto y bien, en plena adolescencia, atendió la llamada del arte plástico. Por igual el instinto de modelar formas y fijar en líneas y colores -pues en Marinas había siempre un pintor no menos excelente que el gran estatuario- le fueron propicios el estímulo y la eficaz confianza ajenos, y tuvo ocasión de ir a Italia, a aquella Academia de España que tanto contribuyó a la formación y gloria dé los artistas españoles, a fines del siglo XIX y primeros años del presente, quienes muchos de ellos rigieron luego como Directores los destinos prósperos de la Institución, en grave peligro actual de perder sus prerrogativas y funciones específicas.

Importa recordar siempre varias de las obras representativas y características del gran escultor. Y que, incluso, señalan simbólicamente la trayectoria vital, serenamente recta, conmovedoramente apasionada del artista y sus tres directrices fundamentales: la honda fe en lo divino; la ternura hacia lo humano y el ardor nunca amortiguado del arte, como expresión perfecta de los dos sentimientos anteriores.

( ‘Hermanitos de leche’. Escultura de Aniceto Marinas cedida por el Museo del Prado a la diputación de Segovia) (*)

Porque Aniceto Marinas, castellano dé Segovia -que es doble castellanía-, y que hubo de alzar estatuas, narrar en relieves y tallar en imágenes, gentes, historia y santos de su raza y de su patria, fue también el escultor de sí mismo. En el barro de su infancia sin fortuna, sobre la piedra dura de su juventud, en el bronce sonoro de su madurez – y, además, en la encinada y roblediza reciedumbre de su temperamento nunca desmentido ni decadente- modeló, talló, esculpió y fundió el gozo y el dolor con la ilusión y la cristiana fe de su existencia personal. Imaginero y estatuario de sí propio, sin pecado de petulancia pubescente ni declinación melancólica dé vejez.

No necesita ser evocado y situado en lo que se suele llamar «arte de otra época» o «gusto de otro tiempo». Así desde el Monumento a las Cortes de Cádiz – que perpetúa uno de los hechos históricos más decisivos de la dignidad cívica del pueblo español contra la tiranía del nefasto reinado fernandino— hasta el monumento al humilde héroe de Cascorro en el más popular emplazamiento madrileño, testimonio del arrojo y valentía anónimos de un hijo del pueblo. Desde la magna sinfonía en piedra del Cerro de los Ángeles, exaltación del catolicismo hispánico, a las tallas religiosas de María al pie de la Cruz y la Madre con el Hijo yacente entre sus brazos, que pueden y deben ser consideradas entre las mejores creaciones de nuestra imaginería clásica.

Desde el brío palpitante y arrogante del monumento al Dos de Mayo, a la sobriedad y elegancia de la estatua sedante de Velázquez, tan adecuada y certeramente colocada ante el Museo del Prado.

Y aún hemos de destacar otras dos creaciones donde alma y arte del gran escultor quedan expresadas con robusto estilo y delicado sentimiento: el grupo que le valió la concesión de la Medalla de Honor y el símbolo maternal que se enorgullece de poseer el Museo de la Real Academia de San Fernando.

Si aquél puede parecer, en la idea y el título, motivo de desdén para ciertas gentes de hoy, dadas al necio afán negativo de lo tradicional en arte y de lo humano en la vida, a las turbas profesionales o contagiadas de ismos transitorios caídos en la máxima estupidez de lo que llaman arte abstracto, lo cierto es que responde a lo más acendrado del sentimiento en un hombre puro de sentimiento y sano de acción como Aniceto Marinas: “Hermanitos de leche”, donde a un tiempo mismo lactan de las ubres de una cabra el hijo de ésta y un hijo de hombre, y que señalan, además, la natural condición de amar a las buenas y humildes bestias, que todo ser bien nacido no deja de sentir.

En cuanto a los bellísimos concepto y ejecución de la “Maternidad”, expresados por un seno de mujer que nutre al chiquillo desnudo, está bendecido de infinita poesía realzada por la sabia delicadeza, el sensible y sinsitivo escrúpulo técnico de un verdadero artista.

Dentro de la plenaria dedicación de Aniceto Marinas al norte estético de su existencia, ha de señalarse también, y con singular relieve, el fervor demisecular a la Academia, tan dilatado y limpio como su propia vida.

Desde que ingresó el 15 de noviembre de 1903 hasta su muerte, acaecida pocos días antes de reanudar las sesiones del curso 1953-54, cuando ya se proyectaba festejar con adecuado alborozo y solemnidad sus bodas de plata con la Corporación, ¡qué amplia y profunda persistencia de buen y fértil servicio y cuan inteligente efusión, culminantes en los tres años de la suprema categoría de Director!

No olvidemos, por ejemplo, la importante moción personal que la Academia hizo suya, solicitando el justo, el legítimo restablecimiento de la sala de escultura contemporánea en el patio central del Museo de Arte Moderno, para que las obras de los maestros de fines del XIX y principios del XX, demostrasen a las gentes de hoy y de mañana su espléndido significado y tuvieran el respeto que se merecen.

Sólo la muerte pudo impedirle de acudir cada lunes a las juntas semanales. Pero ¡cuánto suponía de fuerte voluntad, de dominio sobrehumano de sí mismo aquella asidua fidelidad! Como también la preocupación constante, el generoso darse a las obligaciones de su cargo. Estaba casi ciego; sus piernas hinchadas apenas le consentían andar y permanecer de pie; su corazón le latía en constantes presagios de malaventura.

Y, sin embargo, D. Aniceto Marinas venía y se iba sonriente – entre el respeto admirativo de sus contemporáneos de diversa edad y responsable condición artística, ante los testimonios antiguos o recientes de su obra personal-, con enérgico optimismo, con afanes altruistas y generosos, sintiéndose sencilla, alegre y modestamente, vivir en el morir de cada día…”


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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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