Ahora, la ortorexia

Por Javier Pardo de Santayana

( Acuarela de Yuko Nagayama en Facebook) (*)

Acostumbrados estamos ya sobradamente a oír o leer ciertos “palabros” chocantes aceptados por nuestra Real Academia ante la invasión anglosajona. De la actitud de nuestros sabios académicos da idea que quien fuera su presidente haya admitido la posibilidad de incorporar una palabra tan extravagante como “business”, cosa innecesaria a todas luces habida cuenta de que “business” es la traducción del término “negocio”, de uso tan natural como frecuente en nuestra lengua. Y la condición es pronunciarlo a la española, es decir como si se escribiera “bisnis”, que hasta me da alepori el transcribirlo.

Pues bien, como otro ejemplo de aceptación de un término de moda traigo hoy a cuento otra palabra – ésta de carácter indudablemente técnico – que introduce en nuestro prestigioso diccionario un problema que considero nuevo si bien ya preocupante. Se trata de un fenómeno social que se sitúa a caballo entre la medicina, la psicología, y la costumbre. “Ortorexia» es su nombre, y al oírlo ustedes pensarán, si es que no lo tienen de sobra conocido, que debe ser algo que de alguna suerte se parecerá a “anorexia” o, por proximidad de concepto, a la bulimia.

Y no andarán descaminados, pues la idea así personalizada acaba de surgir ante un problema tan real y tan preocupante como los ya citados, referidos, el primero, a la privación voluntaria de alimentos, y el segundo a un desmesurado y mecánico consumo de los mismos. Que hasta este punto pueden influir los excesos derivados de los planteamientos de una “Sociedad del Bienestar” en donde la abundancia de recursos y de información resulta difícilmente digerible. De ahí la obsesiva preocupación, respecto a los efectos de una alimentación que, al ofrecer toda clase de posibilidades y recursos, llega a confundir a algunos espíritus propensos a tomarse en serio todas las recomendaciones al respecto.

Por una parte está la excesiva importancia concedida por los medios gráficos a la belleza corporal, que de tal forma es presentada que incita a muchos – y sobre todo a “muchas” – a imponerse reglas alimenticias inspiradas en consideraciones llevadas al extremo: que si hay que tener cuidado con la bollería industrial, con el azúcar y con las chucherías infantiles, que si el consumo de la carne cruda o roja favorece los cánceres de colon, que si no se debe tomar más de un huevo diario, que si el aceite de oliva perjudica la salud o que, por el contrario, puede ser recomendable…… Así habrán visto ustedes sucesivos bandazos llamativos y motivadores de desenfoque y confusión.

Ahora los excesos parecen estar ya en aquel punto en el que no se trata tanto de comer o no comer como de diseñar una dieta equilibrada aunque esto sea a costa de nuestras costumbres. Así han surgido modelos diferentes al de la “comida de la abuela”, fruto de una cultura milenaria aunque en evolución constante: aquel para el que la cocina es una mezcla entre la necesidad y el arte; el que contempla la alimentación como un acto social dominado por los de siempre y resultante de imposiciones económicas de compra-venta y beneficios; el que la considera como una ingesta de medicamentos, es decir, de productos químicos que deben ser ponderados para evitar el envenenamiento y asegurar la salud a toda costa. Y aún muchas veces, un acto en el que se pone a prueba la moralidad del comensal.

Así nos ocurre lo que nos ocurre: que vemos a jóvenes escuálidas de muerte prematura, menesterosos que han de soportar la exaltación del buen comer desde debajo de los puentes, reacciones físicas reveladoras de un desequilibrio alimenticio, y menús complicadísimos que pretenden atender todas las alergias, gustos, y actitudes. Estos son los frutos de una desconfianza provocada por el chaparrón informativo y por una obsesión de carácter patológico que se autoimpone unas dietas imposibles; rígidas reglas que se pretenden sanas y que rechazan cualquier alimento no contenido en ellas. Por ejemplo, la de los “veganos” – no confundir con los vegetarianos – que no sólo no admiten la carne ni el pescado sino tampoco aquellos alimentos que, como la leche, la miel o los huevos, “hacen sufrir al animal” al imponerle costumbres no solicitadas o privarle de recursos propios.

Naturalmente, esta historia personal acaba con toda una larga lista de desastres, entre los cuales el menor pudiera ser la pérdida de pelo u otros efectos de la carencia de ciertas vitaminas o incluso de sustancias básicas. He aquí un ejemplo significativo de un “animalismo” que queda muy bien ante las cámaras pero que, o bien desconoce los orígenes del ser humano, o cree que éste vive ya en un mundo tan sofisticado que es capaz de lograr que sobrevivamos sin recurrir a lo que nos ofrece la naturaleza. Y que se suma a otras muchos excesos y ridiculeces que hoy reflejan un despiste generalizado respecto a cosas importantes de la vida.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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