El jaleo de las redes sociales

Por Javier Pardo de Santayana

( Cartel de los premios e-volución) (*)

Ahora que ya cumplí los 84 repaso mi vida, y creo haberme mantenido activo intelectualmente a tope gracias a Dios hasta ahora mismo. Naturalmente, no presumiré de ello, pero es un hecho constatable que nunca dejé de sentirme vivo y coleando, interesado por todo y dispuesto a analizar cualquier cosa que pudiera ver o suceder. Pues bien, les diré que ahora empiezan a acumularse en mí tantas incógnitas que bien puedo decir que ya no entiendo casi nada. Es más, tengo la impresión de que lo mismo ocurre a la mayoría de mis conciudadanos. Tomemos por ejemplo las redes sociales y todos esos programas informáticos en los que, dicho sea de paso, incluso participo activamente, pues mucho me temo que la gente haga uso de ellos sin conocer apenas su funcionamiento ni ser consciente de lo que maneja.

Mi impresión es que si uno anduviera preguntando por ahí, lo más que le dirían es que son – no sé como llamarlos – “unos inventos” concebidos por jóvenes norteamericanos dentro de un garaje, lugar que entre nosotros suele utilizarse para guardar aquellos trastos para los que no encontramos sitio. Yo, por lo menos, desconozco casi todo lo demás. Por ejemplo, no tengo la menor idea de cómo esos muchachos consiguieron amasar con tan enorme rapidez unas fortunas como las que, según nos dicen, acumulan. Tan sólo tengo la sensación de que jamás les he pagado nada aunque seguro que lo hice alguna vez de forma tan misteriosa que ni de ello me enteré, pero confieso que ignoto cuando y cómo. Algo oí, eso sí, de que tanto dinero como consiguieron proviene de la explotación de estos sistemas por determinadas empresas de publicidad que intercalan sus eslóganes entre los mensajes y los videos. Eslóganes que generalmente nos estorban tanto que nos los quitamos de en medio en cuanto surgen.

Ahí tienen ustedes a Facebook, cuyo nombre en castellano sería más o menos “El Libro de las Caras” quizá porque cada uno de nosotros encabeza su participación con su retrato. En mi casa entramos en él con entusiasmo porque nos permitía establecer una relación muy viva y expresiva con nuestros hijos expatriados en África. Pues bien: hoy lo tengo bastante abandonado porque se confundió mi nombre con el de mi hijo, y lo que yo creía un grupo de amigos y parientes es ahora una legión de gente desconocida. Así que cuando entro no sé ya de qué va nada. Además ha quedado superado en cuanto a utilidad para mi familia por otro programa que conocería algo más tarde: el llamado “Whatsapp”, que guiándome por la fonética – no por la ortografía – yo traduciría por algo así como “¿Qué pasa? ”. Pero esta significación a nadie importa, pues nuestros jóvenes de nada quieren saber si no es de cómo se deben manejar las teclas.

Una de las cosas que más me hace pensar es que casi sin que nos demos cuenta se va produciendo un trasvase de capacidades entre los diferentes sistemas disponibles sin que nadie siquiera lo comente. Así por ejemplo whatsapp ya es un programa telefónico y si nos hemos enterado de ello ha sido al constatar simplemente el hecho. Casi todas las capacidades se han acabado acumulando en un mismo teléfono – móvil para más señas — que ya ni se sabe lo que es porque su nombre no nos dice nada. Lo que sí que se sabe es que el ciudadano de nuestros días asume todo según le va llegando sin que cada uno de estos cambios sea ni tan siquiera comentado; es decir, sin plantearse lo que supone de cambio social y de progreso: como si fuera lo más natural del mundo, sin hacer ver el por qué de tantas variaciones, sin asombrarse de cada novedad y cada avance; tan sólo utilizando las pantallas como autómatas e incorporando cada posibilidad a futuras reivindicaciones en el caso de que alguien o algo falle algún día por alguna causa.

Desde mi atalaya de los 84 veo pasar estos vaivenes y me fijo en las actitudes y gestos de la gente, que puede estar en el metro conversando con la mayor naturalidad con cualquier persona y con cualquier país del mundo, o pasear por un parque que mostrará a su familia por Skype, o fotografiando con su teléfono el menú que le acaban de poner encima de la mesa: acto ya casi obligado para los españoles que se precien de serlo. Todo esto – he aquí lo que más me sorprende – con la mayor naturalidad, sin mostrar el menor asombro en ningún momento y ante ninguna circunstancia.

Supongo que mi improbable lector se habrá fijado en que he dejado fuera a los tuiteros. La razón es que ni intenté enrolarme en ese club que parece ser el más buscado. Y es que, para empezar, una de las características de este mundo de las redes sociales es que suele uno entrar en ellas sin saber bien a qué vienen tantas modalidades diferentes que acabarán confundiéndose unas con otras. Para mí que la característica del Tuit es hoy en día la de haberse convertido en un refugio de la malababa, cuyo auge en nuestros días bien pudiera atribuirse a la posibilidad que ofrece para desahogarse insultando o amenazando al prójimo o para favorecer los tejemanejes terroristas. Lo que no parece ser obstáculo para que, en una mezcla sorprendente, sea también utilizado hasta por los presidentes de gobierno para sus declaraciones “oficiales”.

Así que tengo la impresión de que el conjunto de programas de este estilo es un batiburrillo escasamente controlado y definido en sus perfiles. Muy útil, sí, para la comunicación entre los hombres si acaba al fin por regularse, definirse y utilizarse con cordura y con moderación, pero que tal como se encuentra ahora – sin que la gente lo contemple en su importancia histórica y en las posibilidades que ofrece para hacer el mal o fomentar el bien – es una especie de territorio comanche en el que todo se permite: un espacio virtual que nos plantea un peligro relevante que sólo podremos superar si lo reconocemos y actuamos sabiendo distinguir la libertad de un libertinaje fuera de medida y de control. Y, naturalmente, si somos conscientes de que, tal como llegó a afirmar el propio fundador de Twitter, “la tecnología amplifica las mentiras”.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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