Memoria familiar. 9. El frío y los juegos

Por José María Arévalo

( 1952. La familia, el día de mi primera comunión) (*)

Nos quedamos, en el artículo anterior, en los cambios que se produjeron en nuestras vidas al llegar la primera comunión. Ya “mayores”, dejamos también de participar en el procesión de la Borriquita, a la que seguían yendo mis hermanas, con túnica encima de los enormes abrigos de piel que siempre se requerían por el frío que hacía en Semana Santa, y con una cofia o turbante blanco cuyo lazo era rosa para las niñas y azul para los niños, a juego con el que también se llevaba de cinturón. Todos los niños éramos de la Borriquita hasta la primera comunión, y así empezábamos a participar en las procesiones zamoranas, en lo que luego, de jóvenes, sería ya una verdadera adición, todos “capillitas” como dicen en Sevilla a los forofos de las procesiones semanasanteras. Ya les contaré.

De momento íbamos a ver las procesiones a los balcones de la oficina de mi padre, en la calle principal, Santa Clara, aún no habíamos descubierto los maravillosos rincones por los que transcurren en el casco antiguo. Creo que por aquellos años de mi niñez se fundó una cofradía nueva, la de las Capas pardas, que acompañaba al Cristo del Amparo, y que llegaría a ser una de las más famosas de la Semana Santa zamorana, verdaderamente impresionante. Y que nos llevaría a conocer el origen de estas capas de pastor, en el pueblo de Bercianos de Aliste, de cuya procesión se copió en la capital.

Hace mucho que no voy, no sé si seguirán cantando las mujeres del pueblo los improperios, antes del descendimiento del Cristo articulado, eran increíbles, ancestrales, pero ya recuerdo que las viejucas enlutadas –y unas cuantas jóvenes también, de negro- nos miraban avergonzadas a los visitantes capitalinos, así que me temo que la avalancha turística las haya retraído.

Aquellos tiempos sí que eran fríos, para mí que nevaba todos los años por lo menos un día, con lo que lo echamos de menos los acuarelistas en este Valladolid de nuestras salidas a pintar al campo. Y si para nosotros, ya mayores, es una delicia pintar paisajes nevados, imagínense lo que disfrutábamos los niños tirándonos bolas y formando muñecos nieve. Me suena haberlo escrito ya, la maravilla de las inflorescencias que se formaban en los cristales de las ventanas, alguno días más fríos del invierno, sobre todo en los dormitorios, lo primero que buscaba al levantarme de la cama. Y sin embargo, a pesar del frío, me costó mucho ponerme los pantalones largos, me molestaban en las rodillas, que no tapaban los largos calcetines de lana a cuadritos o rombos, y que sufrían el frío más que la cara, que a veces tapábamos con el pasamontañas.

( 1949. Rosina y yo en la procesión de la Borriquita) (*)

Eran bastantes los inconvenientes de llevar pantalones cortos, las rodillas siempre arañadas de jugar por el suelo, y heladas durante los fríos inviernos de la meseta. En los recreos del Colegio jugábamos a las bolas (que después supe se llamaban canicas) y a las chapas, pero como el patio era de cemento –que machacaba aún más las rodillas- no se podían hacer agujeros para el “guá”, el hoyito donde había que introducir la bola para ganar, que es lo que hacíamos en el solar que había frente a la Droguería Moneo, tras la iglesia de Santiago, donde también jugábamos a los peones.

En el cole solo podíamos tirar nuestra bola contra otra u otras ajenas fijas en el suelo, a cierta distancia, y el que conseguía darlas ganaba y se quedaba con las dos o tres, pero si no, perdía la suya. Las bolas se compraban por unos céntimos –las más caras eran de cristal y colorines, después las de “china”, y las más baratas de arcilla-, pero las chapas eran de fabricación casera, rellenando los tapones planos de algunas bebidas con un cromo –mejor de algún futbolista- y encima un cristal que era muy difícil recortar con la forma del tapón, y que después se sujetaba con un cerco de cera. Había manitas que conseguían unas chapas estupendas, a los que se las cambiábamos por varias más simples.

( 1949. Posando ante el fotógrafo) (*)

Había distintos modos de disparar bolas, chapas y peones, a los más difíciles les llamábamos “estilo maestro”. Tener un buen peón era fundamental para atacar a los peones ajenos y con mucha suerte romperlos. Los normales era de madera de pino, muy frágiles, yo conseguí uno de encina con un buen rejón, pero nunca tuve habilidad para tirarlo con fuerza sobre los ajenos. También jugábamos a los “mixtos”, estampitas que recortábamos de las cajas de cerillas; colocadas en el suelo, había que darles la vuelta con un solo golpe de la palma de la mano, y el que lo conseguía se la quedaba. Y coleccionábamos y intercambiábamos cromos, de chocolatinas o que se vendían para formar álbunes.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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