Por Javier Pardo de Santayana
( Viñeta de Ricardo publicada en El Mundo el pasado día 22 de junio) (*)
El caso es el siguiente: la UE lleva ya tiempo elaborando un importante documento que contendrá un acuerdo estratégico entre la Unión Europa y Canadá, país perfectamente democrático y cuya relación con nuestro continente le proviene de haber sido colonizado en sus orígenes por Inglaterra y Francia. Sin olvidar a España, pues las largas costas al norte de California, reivindicadas ya por Núñez de Balboa, serían un día exploradas por algunos compatriotas nuestros. Con ocasión de un viaje en el que recorrí el país de parte a parte desde Saint John en Terranova hasta Victoria, capital de la isla de Vancouver, tendría la ocasión de contemplar la efigie en bronce de don Juan Francisco de la Bodega y Quadra.
Pues bien, se da la circunstancia de que nuestro Gobierno se sumó con entusiasmo a este proyecto, en el que veía considerables ventajas de diversos tipos. Claro que estaba enmarcado en una tendencia de los europeos hacia la ampliación de relaciones entre naciones e instituciones internacionales, muy en la estela de su propio proyecto continental y en concordancia con un fenómeno tan de futuro como la globalización causada por los imparables avances tecnológicos. Así que el acuerdo encajaría perfectamente, no sólo en la mutua conveniencia, sino también en lo que considera bueno y apropiado para la consabida “corrección política”.
No me extrañó, por tanto, sino que para mí fue supuesto y esperado, que el partido al que me voy a referir se sumara gozosamente a la tendencia general, Y, en efecto, sus representantes en Bruselas no sólo aplaudirían el consabido “sí” al acuerdo sino que apoyarían su decisión con abundantes razones justificativas del porqué de la adhesión mostrada. Se trataba, en resumidas cuentas, de algo muy beneficioso en todos los sentidos, incluidos los intereses propios y la marcada ideología de impulso reformista que para ellos quedaba reflejada.
Imaginen ahora el corte recibido por los parlamentarios del partido cuando su nuevo líder desautorizó a sus entusiastas portavoces en Europa sólo veinticuatro horas después de haber expresado su adhesión al mencionado acuerdo, o sea, dejándoles con el trasero al aire. “¿Qué cara querrá esta gente que pongamos?” se dirían los parlamentarios, todos ellos de apellido conocido por los medios y con buenas ejecutorias de servicio. Porque volver a dar la cara el día siguiente debió resultar bastante fuerte, como ahora se dice. Supongo, incluso, que los maltratados portavoces en Bruselas excusarían su no presencia fingiendo enfermedad sobrevenida para que discurriera el tiempo y se hablara ya de algo distinto. Al fin y al cabo siempre ocurren cosas que permiten cambiar de tecla y disimular luego silbando “la Internacional” o lo que venga al caso.
Lo cual demuestra que, según parece, por muy contundentes que a uno le parezcan los razonamientos en apoyo de las decisiones que hoy se toman en apoyo de los propios “principios inmutables”, siempre existe la posibilidad de echar mano de otros distintos si éstos vinieran a cuento para defender lo opuesto, conforme a la doctrina inveterada que en sus esencias formulara el genio del famoso Groucho. Por eso no conviene tomarse demasiado en serio cuanto digan los políticos de hoy día, y tampoco es cosa de obligar a que sus representantes en Europa renuncien a los emolumentos que perciben porque sus jefes y palmeros cambien de opinión de un día para otro. Todo sea antes de caer en el antiguo vicio de una dimisión que no conduce a nada dado el carácter liquido de la actual política española. Y ya se sabe que “gana el que resiste”.
Y al final aquí me tienen meditando sobre la levedad del pensamiento: considerando el contraste entre la radicalidad de la expresión política de algunos y la facilidad con que se muestran capaces de cambiarlas sin alterar el gesto de su rostro. Por lo que tiendo a suponer que nuestros representantes más ilustres no parten de convicciones tan arraigadas como ellos se jactan de afirmar, y que su mérito radica sobre todo en aguantar el tipo mostrando un rostro cuya dureza se me hace cada vez más evidente.
En todo caso me atrevo a afirmar que no me gustaría tener que hacer el papelón que han hecho quienes defendieron una cosa y la contraria con idéntico entusiasmo y opuestos argumentos; eso sí, siempre en defensa de una supuesta superioridad moral.
Sí; efectivamente, ser parlamentario en la Unión Europea no es siempre cosa tan fácil y mollar como parece.
PS: No acababa de escribir este artículo en mi ordenador cuando el líder objeto de mis comentarios, tras una regañina a cargo de Bruselas que le encontró con el paso cambiado, modificaría de nuevo su criterio y decidiría pasarse a la abstención. Pues no está mal: tres posicionamientos diferentes – que sí, que no, que qué sé yo – en sólo cuarenta y ocho horas de nada… Así que la sorpresa que mostramos sigue aumentando para mayor gloria del pensamiento líquido y de tan insigne prócer, quien para remate dice ahora que lo que le pasa es que carece de opinión. Vamos, que le da igual tanto una cosa como otra puesto que ni siquiera sabe qué decir. Bueno; pues ¡Bingooo!
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(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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