Memoria familiar. 6. San Torcuato 4

Por José María Arévalo

( En 1945, yo con chichonera en brazos de María, y con mi madre, la abuela Antonia y mi primo Pablito) (*)

Nací en Zamora, en San Torcuato 4, y allí pasé mi infancia y adolescencia hasta los 16 años en que me fui a estudiar a la Universidad de Salamanca. “San Torcuato cuatro” es de esas expresiones que no se olvidan, como aquel número de teléfono, 2044, qué gran novedad cuando nos lo instalaron en casa. Solo comparable a la nevera de serpentín, la primera nevera que conocí, que daba un agua fresquísima, y aunque no era eléctrica permitía mantener frescos los alimentos perecederos, que hasta entonces ocupaban un estante en la despensa, un cuartucho oscuro que teníamos junto a la cocina. Todos los días llegaba, para esa nevera, una barra de hielo que nos traía un mozo en un carrito tirado por un burro, y nos la subía hasta el segundo piso de San Torcuato 4, al hombro, sobre un trozo de arpillera que evitaba se le resbalase.

De San Torcuato 4, en vista desde el mirador donde hacíamos media vida los niños, ahora les contaré, hacia arriba, hacia la iglesia de San Torcuato, fue el primer óleo que pinté justo antes de irme a la Universidad, animado por Luis Moneo, el padre de mi mejor amigo, Toñín, que irá en lugar importante de esta memoria familiar, y que tenía una droguería en la plaza a la vuelta de la esquina –la esquina la ocupaba el Bazar J, también saldrá aquí, seguro- que me regaló un lienzo que él mismo había montado sobre bastidor, con listones de las cajas que tenía amontonadas en la trastienda de la droguería. Sobre estas cajas a veces se sentaba apretando todo el cuerpo sobre su trasero, con ayuda de las manos en pinza sobre la tapadera, porque las almorranas que padecía le mataban de dolor.

Manolo de Frutos, el farmacéutico de Toro del que les conté varias anécdotas en la memoria anterior, preparó en los cincuenta una pomada que resolvió su problema y el de mi padre, que también padecía de almorranas. Todavía a principios de los sesenta no se había comercializado ningún producto para las almorranas, lo sé porque yo tuve que usar con 16 años aquella de Manolo de Frutos que conservaba mi padre como oro en paño, después de dos veranos viajando en bicicleta, con Toñín Moneo, muchos kilómetros, primero por el norte y después por la Costa Azul, ya les contaré. Parece que aquellos silletines de bici las favorecían. Efectivamente, Luis Moneo había sido muy aficionado a la bici de joven, incluso había competido varias veces, así que además de introducirme en el mundo de la pintura, nos contagió a su hijo y a mí la afición a la bici. A Toñín, en cambio, no le salieron almorranas.

( 1945. Junto al Duero, con mis padres) (*)

Pero volvamos a aquel San Torcuato 4 de mi infancia, a la cocina donde se instaló la nevera de serpentín, y en la que hacíamos los niños media vida, preparando comiditas en el horno de la llamada cocina económica, de carbón, y metiendo el dedo en el cueceleches que se enfriaba en la ventana para sacar la nata y llevárnosla directamente a la boca. Me encantaban aquellos desayunos en tazón con leche en que migábamos pan y hacíamos rebosar con la segunda capa de nata que había salido por la noche, y un montón de azúcar encima, toda la que cabía, y que por azucarada sabía mejor que la tomada con el dedo en la media mañana anterior.

( 1947, en el mirador de casa con mi madre y la abuela) (*)

Una afición de nuestra niñez era asomarnos al patio, por la ventana de la cocina o del comedor –que hacía también de sala de estar para los de la casa, la de invitados daba al mirador de San Torcuato- sobre todo en verano. Cuando empezaba el calor, Froilán, el portero de la casa, que además tenía una zapatería en el portal, llenaba el patio de herradas abarrotadas de ancas de rana que salía a pescar todos los días y que una vez peladas, blanquísimas, colocaba en los cubos. Un espectáculo para los niños, que veíamos cómo las reponía todas porque tenían mucha aceptación. A nosotros nos encantaba verlas y sobre todo comerlas, a todos menos a mi madre, a la que le tocaba cocinarlas, rebozándolas, con repugnancia. Un día a la semana, durante todo el verano, nos ponía como segundo plato las ancas de rana, se lo agradecíamos mucho. Era mi madre, como todas las madres, muy sacrificada, siempre se servía lo que menos nos gustaba a los demás. Lo de las ancas de rana ya era para nota. Ahora es raro encontrar en algún bar esta exquisitez; y otras como los sesos, que también nos hacía de vez en cuando, también rebozados y seguro que aguantando la repugnancia que le daban.

( En 1949 con mi padre, Rosina y Mariasun) (*)

Memoria de mi niñez que da para varios capítulos más, como no podía ser menos, y que no tiene otro interés que el de los usos y costumbres que ya no se dan, al cabo de setenta años.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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