Por Javier Pardo de Santayana
( Icono de árbitro de futbol, diseñado por Manuela Langella, en icon-icons.com/es)
No es la primera vez que hablo del árbitro. Se entiende que del árbitro de fútbol que en España es el árbitro por antonomasia, un ser especial entre los hombres.
Recuerdo que en pasada ocasión centré mi artículo en sus apellidos. Incluso aventuré una hipótesis sobre la curiosa circunstancia, tan sólo aplicable a este gremio tan curioso, de que sus componentes suelen ser mencionados aludiendo a sus dos ramas genéticas. Ejemplos hay sublimes, como el del señor Condón, disimulado con un Uriz de segundo que bien pudo inaugurar la serie, o el muy actual de Undiano Mayenco, que tampoco le anda lejos.
Pero a lo que ahora quisiera referirme, siquiera por apuntar un tema que a mí me parece interesante, es a la psicología que subyace tras el rostro de quienes osan entrar en liza para impartir justicia en un ambiente tan enrarecido como el del mundo del balón redondo. Pues para hacerse cargo del valor que esto requiere basta con presenciar cualquier debate deportivo: verán ustedes que a aunque intervienen avezados expertos en el tema y con frecuencia se convoca a árbitros de experiencia y prestigio conocido – naturalmente retirados – la discusión suele acabar como el rosario de la aurora. Y meterse en un ambiente como éste, en el que lo normal es salir vituperado del empeño, es cosa que requiere vocación y arrestos.
He aquí la razón por la que me gustaría leer algún estudio serio en el que se abordara el perfil vocacional de quien cada semana se expone en la plaza pública ante una multitud vociferante y bajo la observación de un periodismo propenso a criticar en titulares no sólo su aptitud profesional, sino también su ecuanimidad y su conciencia por no mencionar el honor de su familia. Pues ya se sabe que, por alguna razón desconocida, las iras tienden a concentrarse en la progenitora de estos hombres.
Por otra parte, si la generación actual está ya acostumbrada a ver lances del juego repetidos a cámara lenta y desde distintos ángulos, y aún así – o por culpa de ello – no hay manera de llegar a un acuerdo respecto a lo ocurrido, pueden imaginar lo que han de soportar quienes tienen que dar la cara ante miles de forofos que se proponen meter presión al adversario.
¿Qué mueve entonces a estos valientes a exponerse a las iras de la gente cada vez que salen a la cancha? Desde luego, encontrarse solo ante el peligro en el ambiente apabullante de un estadio mientras se corre con la lengua fuera soportando la mirada de miles de ojos, sabiendo que de ti depende el resultado de un partido; pensar que esa jugada tan confusa acabará por verse repetida y analizada por las cámaras de una televisión que mostrará cada detalle, es cosa que solo puede superarse con un ánimo seguro y bien templado; el de gente especial de la que no se abunda, porque, ¿quién puede soportar el ver como los medios presentan tu supuesto error en titulares, comentarios, e imágenes artículos, debates, programas que se repiten hasta meterlos por los oídos y los ojos? ¿Cómo puede evitarse luego que los hijos no sean objeto de chanzas en el cole? Porque la trascendencia deportiva de tu fallo será amplificada y puesta de relieve hasta convertirse en algo poco menos que insufrible. Hasta podríamos aventurar que la costumbre de identificar a cada árbitro por sus dos apellidos bien pudiera ser atribuida a la necesidad de personalizar de alguna forma a esa madre que acaba siendo, no se sabe bien por qué, objetivo de los insultos e improperios de la chusma.
Supongo que en todas estas cosas pensará el pobre trencilla mientras echa los bofes intentando seguir una jugada, es decir, mientras corre de un lado para otro sin quitar el ojo ni un segundo de lo que está ocurriendo en el entorno del balón, y consciente de que jamás recibirá un aplauso como no sea para ponerle en evidencia. ¿Qué es lo que le mueve entonces a este esfuerzo?¿La sensación de poder, puesto que de él puede depender un resultado que nunca beneficia a todos? ¿Quizás es el orgullo de saberse solo y responsable ante miles y miles de personas en un ambiente que sobrecoge el ánimo?¿El reto que asume cada día en un deporte que le ha comido el seso? ¿La posibilidad de vivir con intensidad un deporte en el que la gloria le ha sido antes esquiva?
He aquí algunas razones contundentes por las que quisiera conocer el “alma” de los árbitros.