Memoria familiar. 3. El tío Paco “Calderón”

Por José María Arévalo

( El abuelo Paco en 1934) (*)

Había dibujado mi padre un árbol genealógico de nuestra familia segoviana, los Arévalo, en Carbonero el Mayor, altísimo y lleno de ramas, que creo guardé en alguna carpeta junto con las testamentarías, pero hace años que no lo encuentro, así que lo doy ya por perdido. Guardaba todo porque mi padre me había contado unas historias curiosísimas de parientes con los que no se hablaban por discrepancias en las adjudicaciones hereditarias, incluso de las dificultades que hubo en las de la herencia del abuelo, en la que él hubo de mediar entre sus dos hermanos, que eran los que mantenían labranza, cediendo de lo suyo; y que entre las tierras que le habían correspondido a él varias estaban desaparecidas. Me encareció que las buscara yo indagando con mis primos, a lo que tenía que haberle contestado que, si él no pudo localizarlas, cómo iba a conseguirlo yo. Lo cierto es que el patrimonio familiar en Carbonero era amplio y acumulado por mi abuelo Paco, que amaba la agricultura, como ahora diré.

Titulo tío Paco “Calderón” para referirme al abuelo Paco, el patriarca de la familia que yo conocí, porque en los pueblos, durante muchos años, todo el mundo era el tío tal o el tío cual, seguido de su apodo, en nuestro caso “Calderón”. Lo de Calderón porque -siempre se ha dicho- mi abuelo tenía un caldero muy grande en casa. Así que ya todos nosotros éramos en Carbonero los Calderones. La explicación del caldero la transmitían mis primos sin mucha convicción, la procedencia del apodo era un misterio. Para mí que tenía más que ver con nuestra ascendencia lejana, y como mi abuelo tenía un comercio y el apellido real es el nombre del pueblo abulense –sin que sepamos relación ninguna de la familia en aquellas otras tierras- siempre pensé que podíamos venir de una familia judía. Lo que venía avalado por la enorme nariz ganchuda que lucía el abuelo Paco. Menos mal que mi abuela Gabina era completamente chata, cruce que dio en todos nosotros una nariz recta y media, casi romana.

También se dice que el abuelo Paco a la hora de elegir cónyuge tuvo muy en cuenta las bastantes tierras que aportaba la abuela Gabina. Así que con la venta del comercio que regentaba –una tienda de ultramarinos y otras muchas cosas, que a principios de siglo no había tanta especialización en el comercio y menos en los pueblos- compró tierras a las que, sumando las aportadas por los Pascual, que era la familia de mi abuela, se dedicó el resto de su vida, que llegó a más de los setenta.

( La foto más antigua de la familia, hacia 1942, el comedor de Carbonero, con mis primos Toñín y Pablito empezando por la izquierda, el abuelo Paco y la abuela Gabina en el centro, a su derecha mi tía Asunción y su marido, mi tío Pedro, y no sé quien son los otros dos) (*)

Pero no fue tan interesada como lo estoy pintando la trayectoria de mi abuelo, qué va. Parece contaba con algunos estudios mercantiles, y amaba, ya digo, el campo, la agricultura, a la que se dedicó en cuerpo y alma. Le oí contar a mi padre muchas veces cómo llevaba el suyo cuentas exactas de la labranza, de lo que se sembraba en cada tierra y lo que se recogía cada año, incluso creo haber visto algunos papeles de aquellas. Y estaba al tanto de cuanto se escribía sobre la mejora del campo castellano, supongo influencia de los anhelos de la Generación del 98. Ya en su madurez dio una conferencia – parece que con gran éxito- en el Ateneo de Madrid sobre la agricultura castellana, contando su amplia experiencia y diseñando un futuro mejor para nuestro campo.

( Casa del abuelo en Carbonero hacia 1934) (*)

Por aquellas fechas había tenido un accidente y se quedó bastante cojo, por lo que tuvo que apoyarse para llevar las tareas del campo en mi tío Pedro, que había dejado sus estudios y se dedicaba ya a la labranza, dirigiendo a las cuadrillas de jornaleros que según la temporada tenían. Aún recuerdo a los “gallegos”, que así se llamaba a los segadores, desayunando torreznos en la zona de la casa próxima al corral. Eran seis o siete, y dormían en el “sobrao”, que después se llenaría de costales de trigo y cebaba. Pero él seguía todas las faenas de la labranza montado a caballo –tenía varios, que yo ya no conocí- , tomando sus apuntes y haciendo planes para mejorar la siguiente cosecha, como siempre. Y de vez en cuando se iba en la tartana hasta Valladolid –todo el día le llevaban los 70 kilómetros que la separan de nuestro pueblo-, para ver la feria de ganado y comprar lo que necesitara. Comía siempre en El Rojo, un restaurante en la Plaza de España que ha sobrevivido hasta hace unos años.

El abuelo Paco levantó una casona en las afueras del pueblo – ahora está casi céntrica- de tres pisos, para que cupiera toda la familia, la suya y la de sus hijos, que así eran las familias entonces. Cada hijo tenía siempre habitaciones reservadas, aunque nosotros las usamos solo en verano -¡qué veranos aquellos de mi niñez, trillando y disfrutando campo!- y mi tía Asunción, mi madrina, casó con otro agricultor y se fue a Melque de Cercos, junto a Santa María de Nieva, donde también pude trillar muchas veces, y ordeñar vacas. Todavía recuerdo las paredes decoradas de las habitaciones principales de la casa de mi abuelo, pintadas a mano por expertos con esos complicados dibujos que ahora se ven en los empapelados. Las vi iguales muchos años después, en la casa de Gabriel y Galán en Guijo de Granadilla, junto al pantano que lleva el nombre del gran poeta, en un recorrido por tierras salmantinas y extremeñas que me tocó realizar como periodista para escribir en el centenario de su nacimiento. Entonces valoré más la casona del abuelo Paco.

( 1951. En Carbonero con los abuelos. El pequeño en cuclillas soy yo, mi padre a mis espaldas) (*)

Aquella casa tuvo el primer cuarto de baño que se puso en el pueblo, en un patio anejo donde jugábamos a patinar. Recuerdo que mis primos todavía a veces usaban el corral para hacer sus necesidades, como era lo habitual. A mi me encantaba orinar en éste, entre los enormes machos, unos seis, que comían plácidamente de sus pesebres sin hacernos ni caso. Más peligrosa era la burra de mi abuelo, que una vez me dio una coz en una rodilla, que todavía a veces se me resiente, porque le tiré del rabo.

En la entrada se veía un bargueño del siglo XVII que había comprado mi abuelo creo que a un anticuario madrileño, y que legó en su testamento a mi padre – aunque era el hijo menor, pero el único que había hecho una carrera-, y mi padre me lo dejó a mí también en su testamento, por el único mérito de ser el mayor de sus hijos, porque en nuestro caso todos estudiamos.

( Los abuelos en Carbonero en 1951) (*)

Así que durante toda mi infancia pasé los veranos en la casa del abuelo, en Carbonero el Mayor, jugando y trillando, ya les contaré. La estampa que mejor recuerdo del abuelo Paco es, sentado en el recibidor de la entrada, frente al bargueño, siempre trajeado o al menos en chaleco, en una butaca de mimbre con amplias alas, apoyado con ambas manos en su cachaba. Y riéndose a carcajadas al ver como buscábamos, entre las junturas del enlosado de barro, las bolas de anís que él mismo había tirado cuando entraba la cabra –-la traía a diario un pastor, entre otras muchas que ya se sabían en qué casa de cada vecino entrar-. Las llamábamos “las cagarrutas de la cabra”. El animal entraba por el cuarterón de la puerta principal y recorría todo el pasillo y la zona de los criados hasta el corral. Y el abuelo gritaba “niños, que ya está aquí la cabra”, y nosotros corríamos a por las “cagarrutas” de anís, creyendo que verdaderamente eran de la cabra.

Precioso recuerdo del abuelo Paco “Calderón”, de los más antiguos de mi infancia. Como el de la abuela Antonia, haciendo punto en el dintel de la puerta de la habitación donde yo trataba de dormir, para que no tuviera miedo, como ya les he contado en el artículo anterior.


(*) Para ver las fotos que ilustran este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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