Por Javier Pardo de Santayana
( El médico.1780, Óleo de Francisco de Goya.) (*)
A poco observadores que seamos nos daremos cuenta de lo que ha cambiado el mundo en poco tiempo para las cosas más habituales y cercanas. Y de que no siempre percibimos los contrastes derivados de los avances que hacen más llevadera nuestra vida. Por ejemplo, aquel que se produce entre el caos aparente en el que a veces nos desenvolvemos buscando solución a algunos de nuestros problemas y la precisión de las soluciones adoptadas.
Hoy fui al Hospital acompañando a mi mujer a una revisión oftalmológica. Nos esperaba un edificio aparatoso e intrincado; unas especie de laberinto escasamente acogedor. Tanto que no pude dejar de imaginar la desorientación que paralizaría a nuestros abuelos si acaso se hubieran encontrado en parecida situación. Estoy seguro de que se pararían sin saber hacia dónde encaminar sus pasos y pedirían inmediato auxilio. Como lo harían en cualquier otro establecimiento de los que hoy en día recorremos sin mayor problema gracias a haber desarrollado la habilidad de interpretar signos convencionales y letreros diversos: ese instinto para manejarnos en la complejidad que hoy suponemos a cualquier persona en un país civilizado.
La sala de espera, con mucha gente acumulada, transmitía una sensación caótica: personas más bien mayores y con frecuencia acompañadas, pero sin descartar algunos jóvenes y niños, buscaban acomodo en los asientos en un ambiente dominado por el ruido: un bullicio como el que observamos en España en cualquier lugar público. Así que mientras esperaba turno, me dio por filosofar acerca de cómo el azar había llegado a reunir en un mismo lugar y tiempo a personas procedentes de puntos y circunstancias diferentes y de familias sin relación unas con otras, cada una con su vida a cuestas: lo más cercano a un verdadero caos.
También me pregunté cómo terminaría su aventura de ese día. Y aunque no sé mucho de estadísticas, llegué a la conclusión de que el objetivo final de su presencia sería algo concreto aunque quizás aún desconocido para la mayoría: desde la prescripción de una pomada hasta una nueva cita o una operación de cataratas. O sea, que aquellos problemas esparcidos por la geografía y en los distintos ambientes familiares – por no decir en la intimidad de las preocupaciones personales – y ahora concentrados en una especie de nube sonora eventualmente reunida, acabarían por convertirse en decisiones y acciones tan concretas y precisas como la intervención en un globo ocular, porque hasta ahí hemos llegado. Mas para dar el salto del caos a la precisión de tal acto quirúrgico sería preciso embridar primero el caos y someterlo previamente a un ordenamiento progresivo, para lo cual encontraríamos el poderoso apoyo de la tecnología, presente no sólo en el análisis científico de las enfermedades o defectos físicos que movieron a tantos a acudir a una hora determinada a aquel lugar geográfico, sino a encauzar también a cada uno hasta tomar contacto con el correspondiente especialista. Y hacerlo de tal forma que a todo lo largo del proceso la información de cada paso dado apareciera o quedara registrada convenientemente sin realizar grandes esfuerzos: introduciendo simplemente el volante de la cita en un lugar determinado o pulsando una pequeña tecla, es decir, dejándose llevar por un sistema diseñado a medida de los hombres pero sin casi intervención humana.
Así llegué a preguntarme cómo pudo alcanzarse tamaña perfección y hasta qué punto somos hoy conscientes del mérito de quienes contribuyeron a establecer un sistema sanitario como el que hoy disfrutamos, y del esfuerzo investigador y organizativo que requiere montar algo tan complejo y tan sensible que compagina la enseñanza de los mejores con la práctica, atiende a las necesidades farmacéuticas, permite la disposición de órganos para el trasplante, y asegura la compleja dirección de los diversos hospitales, el control de las vacunas y tantas otras cosas que hoy forman parte de un esfuerzo integrado.
Y también me pregunto cómo, sin embargo, se constata la existencia de un ambiente de insatisfacción y de exigencia más allá de lo justo y lo prudente. Se reclama la mesa puesta y bien servida como si todo fuera gratis, cuando la realidad – según propia experiencia contrastada con la observación de los muchos países que conozco – es que aquí todo suele funcionar mejor que en otras partes, con la interesante diferencia de que además la gente es más simpática y atenta.
Lo cual añade un plus de agradecimiento a la suerte que nos ha correspondido al vivir en un siglo en el que el caos es con frecuencia superado y en el que la precisión y el orden superan la imaginación más atrevida.
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(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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