La fe de un gran poeta

Por Javier Pardo de Santayana

( Antonio Machado)

A veces pienso que el gusto que siento yo por escribir bien podría tener que ver con mi bachillerato. ¡Menudo plantel de profesores! Cuando a los diez pasé ya a primer curso, mi profesor de lengua en el prestigioso Instituto de San Isidro de Madrid fue don Manuel Sánchez Camargo, critico literario ya entonces de renombre que más tarde tendría hasta un programa de televisión. Luego, en el inolvidable Instituto de Lisboa, con Eugenio Montes como director, disfruté del entusiasmo de Eugenio Asensio Barbarín, que casi levitaba refiriéndose a los pliegos de cordel. Pero quien de verdad influyó profundamente en mí fue el profesor Lizón, del cual conservo en mi recuerdo el día en que me calificó de “escritor nato” y me hizo obsequio de dos interesantes publicaciones suyas – los “Cuentos de la mala uva” y “Gabriel Miró y los de su tiempo”. Aún recuerdo frases concretas de las dos.

Lizón fue coetáneo y paisano de Miguel Hernández y de otros distinguidos escritores oriolanos. Volví a saber de él sesenta años más tarde gracias a mis antiguos compañeros de instituto, que le habían visto no hacía mucho con su capa y su pipa en algún rincón de los madriles, pero yo ya no encontraría la ocasión de hablar con él. Sí que pude asistir a su funeral, participar en las lecturas de la misa y saludar a su familia recordándole. Conseguirlo fue un gran alivio para mí.

A lo que voy: don Adolfo Lizón amaba la poesía y, pese a estar reciente el fin de nuestra guerra, jamás hizo distingo alguno entre poetas como pudieran suponer los de la ESO. Así que me quedé con los sentidos versos de Miguel Hernández, degusté las rimas marineras de Rafael Alberti, y, sobre todo, incorporé a mi acervo personal la castellana sencillez de Antonio Machado, salpicada de destellos andaluces. A él es, precisamente, a quien ahora quisiera referirme, pues de él llegué a formarme un nutrido repertorio y a conocer algunos detalles de su intimidad profunda. Por ejemplo, aquellos que refleja su poética semblanza: “Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje: / caso desnudo, como los hijos de la mar”. ¡Que bella y significativa es esta confesión de fondo, con la que, quizá por mi condición de castellano algo filósofo, tan plenamente creo retratarme!

No entraré en el fondo del alma del poeta porque esto exigiría por mi parte un mayor conocimiento del que tengo y más reflexión de la que estoy dispuesto a hacer; también por tanto un cierto esfuerzo de investigación. ¿Qué raíces espirituales anidaban en el inquieto refugio de su alma? ¿Sería don Antonio hombre de fe? Esas son mis preguntas. Cuando pedía a Palacios, “buen amigo”, que al ver entrar la primavera subiera “al alto Espino donde esta su tierra”- la de su joven esposa fallecida – ¿reconocía su raíz cristiana?

Pues no lo sé. Lo desconozco, sí, pero así lo parece a tenor de dos poemas que retengo en mi memoria y que me lo hacen suponer más allá de las posibles dudas que pudieran pasar por su caletre. Así dice el primero:

“Anoche, cuando dormía,
soñé, ¡bendita ilusión!
que una fontana fluía
dentro de mi corazón.
DI: ¿por que acequia escondida
agua, vienes hasta mí,
manantial de nueva vida
en la que nunca bebí?

Anoche, cuando dormía,
soñé, bendita ilusión,
que una colmena tenía
dentro de mi corazón,
y las doradas abejas
iban fabricando en él,
con las amarguras viejas,
blanda cera y dulce miel.

Anoche, cuando dormía,
soñé, bendita ilusión,
que un ardiente sol lucía
dentro de mi corazón.
Era ardiente, porque daba
calores de rojo hogar.
Y era sol porque alumbraba
y porque hacía llorar.

Anoche, cuando dormía, soñé,
bendita ilusión,
que era Dios lo que tenía
dentro de mi corazón.

Pero hay otra poesía corta de las que a mí me gustan (recuerden: por ejemplo: “Campo, campo, campo / y, entre los olivos, un cortijo blanco”), y que para mí revela una espiritualidad en línea con la fe que tan explícitamente reflejan las imágenes del sol, de la fuente y la colmena. Me refiero a la dice simplemente:

A la vera del camino
hay una fuente de piedra
y un cantarillo de barro,
– glu, glu – que nadie se lleva.

Adivina, adivinanza,
qué quieren decir la fuente,
el cantarillo y el agua.

Pero yo he visto beber
hasta en los charcos del suelo.
Caprichos tiene la sed…

Saque usted la consecuencia, improbable lector mío; mas tengo para mí que, al escribir los versos que yo aprendí en Lisboa, el autor de “Campos de Castilla” no hacía sino transmitir a su manera la fe que heredaría, supongo, de sus padres.

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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