Moda y tiempos nuevos

Por Javier Pardo de Santayana

( Reflejos en la Gran Vía. Acuarela de Francisco José Castro) (*)

No espere mi improbable lector un concienzudo artículo sobre un tema tan fluido e intrincado como la moda, sea esta masculina, femenina o infantil. Sólo pretendo comentar desde la observación del ciudadano medio – si es que éste realmente existe y es de algún modo asimilable a un servidor de ustedes – algunos de los rasgos en los que veo reflejados los signos de estos tiempos que nos tienen inmersos en la sorpresa y la confusión, sobre todo a quienes peinamos canas o ni si quiera eso.

Nosotros vimos, como es propio de un ámbito que tiende a relacionarse con la búsqueda de una combinación entre la funcionalidad y la belleza en uno de sus grados más excelsos – aquello que llamamos “elegancia” -, cómo el deseo de perfección se concretaba en lograr que aquello que vistiéramos fuera, por encima de todo, algo “impecable”. Naturalmente, no se renunciaba a la personalidad, que en el caso de la mujer quedaba entonces referida al detalle de un dije, un camafeo, una cinta en el cuello o cosas parecidas. O simplemente de un estilo cuando no se reducía solamente a la repetición de un mismo modelo, ya que el fondo de armario solía ser más reducido de lo que es ahora. En cuanto al hombre, buscaba que su atuendo reflejara sobre todo su masculinidad, y esto le obligaba a no andar con fantasías ni detalles que revelaran excesiva preocupación por seguir una moda o mostrar originalidad.

Viene esto a colación por la impresión que el otro día me produjo un simple escaparate. Iba yo paseando con mi mujer por una de esas grandes superficies donde hay de todo como en la botica, cuando me topé de frente con uno en el que aparecían tres maniquíes representando a tres muchachos más o menos normales con la supuesta intención de agradar a una clientela que se identificaría en gustos con lo expuesto. Mi impresión fue desconcertante. No sé si se han fijado ustedes en que últimamente están en baja los clásicos maniquíes que, imitando la realidad, nos mostraban antes unos atractivos ejemplares humanos. Yo llegué a escribir un relato titulado “Una mujer inalcanzable” en el que un tímido joven se prendaba de una bella mujer así representada cuya contrapartida en carne y hueso él buscaría sin éxito toda la vida hasta el final suicidio. Pero entonces los maniquíes parecían reales o, por lo menos, tenían cabeza, mientras que hoy – lo tengo observado – es frecuente que estén descabezados o tengan su cuerpo coronado por una especie de melón o cosa parecida; en este caso negro por añadidura. Por otra parte, la vestimenta parecía haberles caído de las nubes y era totalmente aleatoria: albarda sobre albarda. No es preciso añadir que las camisas mostraban sus faldones y que parte de las prendas parecían ser innecesarias por no decir improcedentes. Como suele ocurrir ahora con la moda, pretendía ser original siendo como era más de lo mismo simplemente. Pero a lo que voy: la cuestión es que, al imaginar sustituidos por cabezas de verdad – y con la fisonomía clásica de los muchachos de hoy – los negros remedos ovalados, tuve de pronto la impresión de que la presencia de los tres muchachos era inquietante y amenazadora. Venían hacia mí, en efecto, aquellos mozos, plagados de tatuajes y con sus pendientes en la oreja con ese aire que conocemos de “la calle es mía”, y esto me hizo sentir las ganas de cambiar de acera.

Recordé entonces aquellas mujeres que avanzan por las pasarelas con cara de pocos amigos y pisada de soldado rusos; con sus bellos rostros deformados por ojeras negras, sus pelos disparados o sus cabezas cubiertas por sacos de papel de estraza. Y los modelos masculinos exhibiendo atuendos imposibles, a veces casi femeninos y cuando no como de presentadores del antiguo circo Price, como si sus creadores sólo contaran con venderlos a vecinos de Chueca.

De ahí pasé a evocar en mi recuerdo otros ejemplos de la moda de hoy, como los famosos pantaloncillos veraniegos de las jóvenes y las no tan jóvenes, toscamente desflecados y con los bolsillos diseñados para permanecer ocultos a la vista, o los vaqueros deliberadamente destrozados. O los pantalones caídos que, a poco que se descuide quien los lleve, muestran partes hasta ahora ocultas de la anatomía. Y pensé que no se trataría, no, del machadiano desaliño indumentario del poeta repleto de sueños pero mal comido y sin dinero en los bolsillos; que era otra cosa diferente: el reflejo de una actitud ante la vida.

Así empecé a reflexionar sobre la relación entre la forma que ahora tenemos de ir por la vida y otras manifestaciones de cómo es ésta en nuestros días. Y las encontré sin forzar mucho la máquina. En efecto, en la forma de vestir me pareció percibir algunos fenómenos actuales, como la irrupción en el arte del feísimo y el camelo, la desbordada libertad interpretada como desprecio al prójimo, el borreguil influjo de la masa convertido en pretendida originalidad, la zafiedad de un caos apenas controlado en el que hoy nos desenvolvemos habitualmente, y, naturalmente, el despilfarro que ya casi exigen los más jóvenes a la hora de satisfacer sus caprichosas pretensiones. Y el contraste entre la precisión y automatismo en que se mueve la alta tecnología y la desmañada apariencia de quienes, ya desde edades muy tempranas, tienen sin mayor problema acceso a ellas.

No iré más allá en estas mis disquisiciones porque no desearía alargar mucho mi artículo. Pero creo que con lo que tengo dicho es suficiente para llamar la atención sobre uno de los muchos signos que debemos encontrar para entender los tiempos nuevos. Tiempos por de pronto acelerados y complejos, en los que el hombre, habiendo progresado enormemente en el manejo del tiempo y del espacio, se está mostrando incapaz de avanzar de forma equilibrada y a partir de bases bien consolidadas. Tiempos de confusión, de pérdida de convicciones y de sentido de la vida; tiempos, por tanto, también de desorientación que se refleja en actitudes y costumbres, en el arte y la política, y, naturalmente, también de alguna forma, en las arbitrariedades de la moda.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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