El ventisquero de la condesa

Por Javier Pardo de Santayana

( Acuarela de Camilo Huescar en Facebook) (*)

Cada palabra que pronunciamos representa algo, y ese algo contiene un aluvión de imágenes y sugerencias: una especie de virtual desarrollo potencial. Es decir, que su sonido va más allá de su capacidad para hacernos entender unos a otros.

Cada palabra es, en efecto, un elemento sonoro casi vivo que nos concede la posibilidad de despertar un sueño. Es, sí, una incitación al nacimiento de un acto creativo.

Me explicaré. Si yo digo, por ejemplo, “noche”, o “luna”, la resonancia de estos términos abre las puertas de un misterio; no necesito más para evocar un hecho apasionante: el de la presencia del silencio y la distancia en la inmensidad de un espacio inabarcable. Lo mismo ocurriría si dijera, por ejemplo, algo tan breve como “río”; en este caso descubriría la magia de unas aguas que fluyen sobre la superficie de un planeta transformando incluso sus colores. Aguas que de algún lugar vienen y hacia otro lugar – quizá desconocido – van: toda una sugerencia para la imaginación. Y de cuya existencia podrían derivarse imágenes y sensaciones sugeridoras de una historia posible.

Podríamos, sí, poner muchos ejemplos parecidos. Podríamos traer a colación la palabra “iceberg”, que da nombre a una formación de hielo a la deriva, es decir un peligro de rumbo desconocido. “Iceberg” es también soledad, y frío, y noche. Es una posible muerte en un confín del mundo. Es una inquietante tragedia potencial. Por eso decir “iceberg” es como sugerir una novela.

Ahora tomemos la palabra “ventisquero”. Dice uno “ventisquero” y es como si abriera una puerta a la intemperie. Ahí está el sonido del viento en la alta cima, y un frío insoportable que se cuela por nuestras espaldas. Al oír esta palabra nuestra reacción será inmediata: aunque no la confesemos por vergüenza, desearemos escapar buscando la acogida de otra palabra más amable como “calma”, “calor” u “hogar”. Nos insta en suma a cerrar de un portazo el paso a la corriente para refugiarnos en un lugar más seguro y confortable.

Y yo digo que si una simple palabra puede producir sensaciones que inspiran ambientes muy distintos al que vivimos en cada momento y que nos sugieren situaciones propias de otras historias y acontecimientos, ¿qué no harán determinadas expresiones que siendo en apariencia inocuas definen de alguna manera mundos no transitables sino para la imaginación?

Andaba yo hace días por la capital de España cuando me topé con una simple señal de tráfico indicativa de una calle de cierta importancia. “El ventisquero de la condesa” era su nombre. Les confesaré que leerlo fue quedar prendado para siempre, como cuando, en La Horadada – ese desfiladero de película – me sorprendió la desviación hacia “Cillaperlata”, nombre mágico sugeridor de princesas raptadas y palacios de nácar. O el paso por “Nofuentes”, en el camino de Trespaderne a Medina de Pomar, con ese nombre evocador de una historia de pérfidos ladrones que robarían las aguas para hacer morir de sed a un pueblo.

Digo que el ver que existía un lugar de tan bello y desusado nombre como “Ventisquero de la condesa” para un vial urbano quedé mudo de asombro. Bastó con oírlo y pronunciarlo en voz alta para sentirme transportado a una alta cumbre en la que vislumbraría, como en un escorzo, la atractiva figura de una dama sometida al empuje de una racha de viento huracanado. Tocada con una graciosa pamela de ala amplia que la daría un aire como de comienzos del pasado siglo, y vestida con un largo y vaporoso traje de un suave color beige, la elegante señora, de indudable porte aristocrático, se esforzaría por contener los efectos del viento sobre su indumentaria llevándose una mano a la cabeza para evitar que aquél arrebatara su sombrero mientras con la otra intentaría contener en su falda los efectos del empuje del aire.

¿Qué aventura habría conducido a aquel lugar inhóspito a una dama de su alcurnia? ¿De dónde vendría y a dónde se dirigiría? ¿Qué extrañas circunstancias la llevarían a toparse en un azaroso ventisquero con la furia de los elementos? ¿Y a qué persona se referiría quien propuso dar tal nombre a una calle de la capital?

Lo ignoro. Sólo sé que la figura que yo imaginé en aquel momento era un hermoso símbolo de fortaleza y fragilidad al mismo tiempo; una imagen casi contradictoria que bien podría inspirar una bella poesía o el argumento de una intrigante historia.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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