Por Javier Pardo de Santayana

( Escenas africanas. Acuarela de Ana Muñoz en Google) (*)

Una primera clasificación de lo que llamamos “la Humanidad” podría consistir en dividirla en dos inmensos grupos: el de los que estamos vivos y el de los que ya están muertos. Pues bien, de forma parecida también podríamos dividirla entre quienes están enfermos y quienes se hallan sanos, separados unos y otros por una estrecha franja de contacto; un espacio marginal que llamaríamos “línea de riesgo”, ya que en una considerable parte de los casos el contacto puede dar lugar a la contaminación de unos por otros, problema éste de gran importancia en términos cuantitativos y que se plantea con carácter permanente. Su expresión más grave se produce cuando hablamos de enfermedades infecciosas.

Supongo que quienes sienten la vocación de llegar a ejercer la medicina serán desde el principio conscientes de este hecho. Y supongo también que con el tiempo se habrán desarrollado rutinas que minimicen las probabilidades de contagio. Pero se me plantean serias dudas sobre cómo se puede evitar la ocasión de que éste se produzca teniendo en cuenta que el diagnóstico se suele establecer después una visita en la que puede haber contacto del enfermo con el facultativo que le atiende, situación que se produce muchas veces al día en todas las regiones del planeta sin que nos planteemos el problema que esto supone para la salud.

En este sentido doy por seguro de antemano que nuestros galenos adoptarán ciertas prevenciones y practicarán procedimientos para evitarse la gripe o eludir la presencia de esos misteriosos virus que provocan desarreglos y no se sabe ni cuando se adquirieron. Pero he de confesar que desconozco en qué consisten y el grado de seguridad que proporcionan las actuales normas sanitarias.

Con tan ligero bagaje como ustedes ven en mí, no les extrañará que me surgieran grandes dudas cuando las pantallas de la televisión me mostraron un espectáculo poco menos que surrealista: el de unos médicos que en vez de las habituales batas blancas o verdes que visten a la hora de visitar a sus enteremos, andaban disfrazados de astronautas. Era la escena como de película de ciencia ficción o cosa parecida: una ambulancia precedida de una caravana de motocicletas y de coches de la policía con sus parpadeantes luces giratorias llegaba a un hospital. Expectación y drama en el ambiente. Las enfermeras y los médicos se movían con una dificultad extraordinaria; observábamos, incluso, la torpeza aparente con que todos se desenvolvían en sus movimientos. Entonces los reporteros nos enseñarían cómo habían de vestirse y despojarse de sus vestiduras los facultativos. La planta del hospital había sido aislada del resto de la instalación y, según nos contaban, el ministerio buscaba remedios aún experimentales para un tratamiento que pudiera salvar la vida de una persona contaminada por el mal. También nos contaban que la enfermedad tuvo su origen entre los murciélagos de una lejana región africana bañada por un río cuyo nombre es Ébola.

Con todo ello percibí que los televidentes – y con ellos el resto de españoles – se hallaban desconcertados, tal como suele suceder con esos acontecimientos que ahora ocurren y que nunca antes ocurrieron al menos en nuestras últimas generaciones vivas; cosa cada vez más frecuente en estos tiempos en que abundan las sorpresas. De entrada sentían temor – qué digo temor: terror más bien – no sólo a la enfermedad sino también a lo desconocido. Buen caldo de cultivo para la manipulación política.

Luego intuí, y pude constatar también, que, en efecto, teníamos de nuevo la ocasión de cargarnos a alguien; es decir, que “podíamos” extender el número de víctimas y sacar provecho de ellas. Que aquellas almas cándidas que crecieron en el buenísimo oficial y se preocupaban hasta por los zambos de Zimbabwe saltarían ahora contra el gobierno por su gesto de caridad hacia unos españoles que entregaron su propia vida por la de sus prójimos más vulnerables. Y me malicié lo que sin duda está ocurriendo: esto es, que culpabilizaríamos al gobierno como ya hicimos más de una vez y no hace tanto. El mecanismo es imparable y lo hemos puesto en marcha varias veces. ¿Por qué no íbamos a volverlo a utilizar cuando, como sucede ahora , una persona – por razones difíciles de conocer, como por ejemplo, por un ligero contacto involuntario fruto de un error personal – contrajera también la enfermedad?

No importa que otros países avanzados tengan también dificultades semejantes, que se hayan activado protocolos internacionales, que se se movilizaran hospitales y se pusieran cuantos medios se juzgaron necesarios, que mucha gente se esforzara y algunas personas incluso se ofrecieran voluntarias, y que, con mejor o peor fortuna, se procurara tranquilizar al ciudadano. No importa que se informara sobre la situación y sus detalles durante las veinticuatro horas del día y minuto a minuto o que hablasen los profesionales de la ciencia médica. Desde luego la invasión informativa de los medios no facilitaría la claridad. Y acostumbrados como estamos al mecanismo del “Prestige”, aplicado más tarde con éxito espectacular a los atentados del 11 de Marzo, no sería difícil aplicar los mismos procedimientos a este caso.

Lo que ahora procede – ya lo saben ustedes – es culpabilizar de esto al gobierno y aprovechar la ocasión de desgastarlo a fondo; así que formaremos de nuevo, como mínimo, una gran bola de nieve de desprestigio inducido a partir de detalles aunque sean mínimos o traídos con fórceps, que siempre encontraremos algo criticable y más aún en la confusión de un acontecimiento tan desconcertante como éste. Por supuesto, no importa que de paso España quede también desprestigiada. De entrada no nos permitiremos reconocer un solo esfuerzo o un acierto. Bastará, por ejemplo, con resaltar “la escasa brillantez” de una ministra en su primera comunicación. Pues mira que no las ha habido impresentables del lado de los que critican… Y es que en el fondo no se trata de evitar incertidumbres, ni de la salud de una mujer a punto de morir, ni, por supuesto, de decir la verdad; de lo que se trata es de confundir lo más posible y aprovechar la menor ocasión para crear ambiente. Hasta los bulos tuiteros y mediáticos servirán para lo que ahora se pretende. Esto es politización destructiva y polémica mediática en su modalidad acostumbrada: la receta ideal hoy en España para la maniobra partidista.

Así de líquidos e insustanciales son ahora los ambientes tanto mediáticos como políticos, cada vez más conscientemente contrarios al sentido común. No extrañará, por tanto, que, hechos ya un lío, los españoles acabemos comportándonos como una panda de ignorantes que opinan de todo sin saber de nada y que se permiten incluso corregir a los veterinarios para, aun a costa de añadir más riesgo, crear un caso del sacrificio de un animal doméstico por el que se han vertido más lágrimas que por la malhadada víctima del ébola.

PS: Lo cual ha hecho decir al padre Garayoa, misionero agustino allá, en Sierra Leona. “Si morir en España va a generar un drama nacional, que me entierren aquí”.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
https://farm6.staticflickr.com/5606/15544838062_6e8891372b_o.jpg

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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