Los lunes, revista de prensa y red

“Deslumbramiento divino en la vida corriente”, de Salvador Bernal, y “Hacer amable la verdad”, de Luis Miguel Pastor García

( El próximo beato don Alvaro del Portillo, en primer plano, junto al actual Prelado del Opus Dei, don Javier Echevarría. Foto en opusdei.es ) (*)

Deslumbramiento divino en la vida corriente

Artículo de Salvador Bernal publicado en Almudi.org el pasado día 5

Hay figuras que crecen con el paso de los años. Así ocurre con Álvaro del Portillo (1914-1994), que será beatificado en Madrid el próximo 27 de septiembre. Primer sucesor del fundador del Opus Dei, fue una personalidad destacada en la Iglesia que emprendió la renovación del Concilio Vaticano II. Su excelencia en el servicio a la Iglesia estuvo presidida por un rasgo de normalidad, propio de quien no intenta hacer nada llamativo

Llegamos a las antevísperas de la beatificación de Álvaro del Portillo, y no es fácil resumir la grandeza de su vida, como suele suceder con personas santas a las que hemos tratado con relativa intimidad.

Un rasgo destacado unánimemente es su identificación, desde el 7 de julio de 1935, con san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Aquel primer y caluroso domingo de las vacaciones de verano, el retiro espiritual en la residencia universitaria de la calle Ferraz de Madrid, supuso en la vida de Álvaro un auténtico deslumbramiento. Tenía 21 años.

Mentalidad laical

Con caracteres muy distintos, en las vidas de esos dos sacerdotes, san Josemaría y don Álvaro, coincide un rasgo sobresaliente: la mentalidad laical. De hecho, en su predicación se hacían entender con el uso de expresiones bien conocidas por oyentes y lectores. Así, esa irrupción de la gracia divina en un alma que transforma el rumbo de la existencia, era para san Josemaría “llamamiento” en Camino, “deslumbramiento” en Forja. Los términos tenían más amplitud que el común de vocación, reservado entonces en lo eclesiástico para la llamada a la vida religiosa o sacerdotal. Excluía, sin querer, la misión cristiana más común: la propia de los fieles en medio del mundo, la gran mayoría, casados.

Hacia esa condición tan frecuente −no considerada aún una vocación en la Iglesia− se encaminaba Álvaro del Portillo: las circunstancias externas le llevaban a una biografía corriente, dentro de un nivel personal, cultural y social más bien alto. Había nacido en un hogar cristiano, económicamente acomodado −incluso tras la pérdida de bienes maternos, tras la revolución mexicana de comienzos del siglo XX, y la crisis económica del 29, que afectó más a la economía paterna−, vivía en el barrio de Salamanca de Madrid, veraneaba en La Granja de san Ildefonso, se formó en un centro prestigioso como el Colegio del Pilar, y estudiaba la carrera de ingeniero de Caminos, tan valorada en España por esos tiempos.

No habría sido un hombre típico de la alta burguesía porque, desde joven, sintió la necesidad de ayudar a los más desvalidos de la sociedad: acudía con sus compañeros a diversas iniciativas promovidas por las conferencias de san Vicente de Paúl, y lo hacía con responsabilidad e iniciativa, como relató Manuel Pérez Sánchez, compañero en la Escuela de Caminos, que le presentaría al fundador del Opus Dei, ya en 1935.

La excelencia de la normalidad

Álvaro del Portillo comprendió entonces que se podía vivir la plenitud de la vida cristiana en medio de las circunstancias ordinarias y corrientes de la existencia, sin renunciar a proyectos humanos y profesionales. Justamente, esas actividades podían y debían ser cauce hacia la santidad: en el caso de Álvaro, lo fueron.

Me gusta insistir en ese aspecto de la asunción de lo humano en el camino de la vida cristiana, hecha con energía y magnanimidad. Ciertamente, la biografía de Álvaro del Portillo estuvo presidida por ese carisma de normalidad característico de las personas humildes, que alcanzan las cumbres de la perfección sin hacer nada raro ni llamativo.

Mucho se ha repetido últimamente el término excelencia, aplicado a proyectos culturales, educativos o empresariales. En el plano personal, correspondería a lo que se conoció siempre como ejemplaridad o prestigio. Considero interesante referir algunos aspectos de la vida de don Álvaro en que resplandece ese rasgo, puesto al servicio de los demás, con mayor motivo desde el verano de 1935.

Don Álvaro fue en conjunto un buen estudiante, como reflejan los expedientes académicos. Y, al cabo de los años, en sus conversaciones o en sus escritos aparecían una y otra vez −con naturalidad sencilla− detalles de su formación científica y cultural, de su conocimiento de la literatura clásica y de su dominio de la lengua latina, indispensable herramienta en la Curia de Roma. No es casual que obtuviera en 1944 premio extraordinario en su doctorado en Filosofía y Letras, con una tesis de historia. Puso empeño en el trabajo intelectual, también cuando actividades apostólicas ineludibles ocupaban en gran medida su atención y su tiempo. La clave: robar horas al sueño.

Aunque la vida le llevó por otros derroteros, no perdió su mentalidad profesional ni el amor a su profesión civil. De hecho, años después, cuando la nueva legislación de las enseñanzas técnicas introdujo el grado de doctor en las escuelas de ingenieros, don Álvaro se acogió a las normas transitorias, y se ocupó hacia 1965 de presentar un proyecto −versaba sobre la modernización de un puente metálico−, para obtener el título de doctor-ingeniero.

Un dilatado servicio a la Iglesia

Otro ámbito de excelencia aparece en el servicio a la Iglesia.

Desde su nombramiento como secretario general del Opus Dei en octubre de 1939, don Álvaro fue el principal apoyo de Josemaría Escrivá, también cuando se desató la que llamaba la contradicción de los buenos.

Don Álvaro compartió a fuego muy pronto una idea central del fundador: “si el Opus Dei no es para servir a la Iglesia, que sea destruido, que desaparezca”. Y convirtió su existencia en un crescendo de amor y servicio. Desde esa perspectiva radical, cumplió infinidad de encargos del fundador ante obispos españoles −siendo aún seglar−, y se ganó su amistad y afecto. José María Hernández de Garnica le preguntó si no le imponía ese tipo de cometidos, que exigían transmitir a eclesiásticos de gran autoridad lo que le había indicado el fundador. Álvaro le explicó la raíz de su fortaleza: “Me acuerdo de la pesca milagrosa y de lo que dijo San Pedro: In nomine tuo, laxabo rete. Pienso en lo que me ha dicho el Padre y sé que, obedeciéndole, obedezco a Dios”.

Su trabajo en torno al Concilio Vaticano II

Con los años, don Álvaro se convertiría en una figura destacada de la Iglesia, especialmente en la preparación, desarrollo y puesta en práctica de la doctrina del Concilio Vaticano II. Entre otros, se puede consultar el testimonio de un antiguo colaborador, hoy Cardenal emérito, Julián Herranz Casado[1].

Presidió la comisión preparatoria sobre el laicado. Luego, además de perito y consultor de otras, fue secretario de una de las diez comisiones conciliares: la de la disciplina del clero, dirigida por el Card. Pietro Ciriaci, patriarca de Venecia. En la práctica, fue el alma de ese grupo de trabajo, que conoció alternativas y superó abundantes obstáculos y cambios de criterio.

Así, en 1964, pareció prevalecer el criterio de no elaborar un decreto a se. Don Álvaro cumplió la indicación de reducir todo a una simple decena de “proposiciones”, aunque estaba convencido de la necesidad de un documento con hondura teológica y disciplinar. Afortunadamente, el pleno de la asamblea ecuménica rechazó el texto. Don Álvaro redactó entonces el borrador de una carta en la que el entonces arzobispo de Reims, futuro Cardenal de París, François Marty, plantearía formalmente la conveniencia de elaborar el decreto. Don Álvaro puso todo su empeño, y el 20 de noviembre estaba listo el esquema, antes de terminar la tercera sesión conciliar. El decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, se aprobaría en la cuarta y última, casi por unanimidad: 2.390 placet y solo 4 non placet.

El Card. Ciriaci envió una carta a don Álvaro, apenas una semana después de la clausura del Concilio: quiso hacerle llegar por escrito su alegría y su agradecimiento más sentido, con un cálido aplauso, por el feliz término del trabajo realizado, “que ha podido llevar a buen puerto su decreto [se refiere a Presbyterorum ordinis], no el último en importancia de los decretos y constituciones conciliares”. El Cardenal se congratula por la aprobación “casi plebiscitaria” de un texto que había sido debatido a fondo en el aula conciliar. Considera que pasará a la historia como “una nueva confirmación conciliar prácticamente unánime del celibato eclesiástico y de la alta misión del sacerdocio”. Y añade una idea que comunicará también al Santo Padre Pablo VI: “Conozco bien la parte que en todo esto corresponde a su trabajo prudente, tenaz y cortés, que, sin faltar al respeto a las libres opiniones de los demás, no ha dejado de seguir una línea de fidelidad a los grandes principios orientadores de la espiritualidad sacerdotal”.

Hacer amable la verdad

“Quienes compartieron con él algunos de estos trabajos −sintetizó Lucas F. Mateo Seco en Scripta Theologica, 1994− suelen recordar su amabilidad y discreción, su buen orden mental, su eficacia de ingeniero, su precisión de jurista, su profundidad de teólogo”. El Prof. Mateo Seco no menciona ahí su sentido histórico, pero subraya una virtud: la humildad, propia de quien solo se propone servir y nunca figurar. Aduce un texto de Pedro Lombardía, que relataba en 1975 en Ius Canonicum algunos recuerdos de don Álvaro en la Comisión para la Reforma del Código: “En las reuniones sigue con atención el fondo de los problemas y solo toma la palabra para hacer aportaciones concretas con la máxima concisión. Jamás contribuye con observaciones innecesarias a prolongar inútilmente las reuniones. Esta actitud sencilla, profunda y eficaz, cordial y respetuosa con todos, explica el gran respeto que inspira y la atención con que siempre es tenido en cuenta su parecer”.

La mente de fondo de don Álvaro puede rastrearse en los trabajos publicados antes y después del Concilio: sobre todo, en dos libros de referencia: Fieles y laicos en la Iglesia, y Escritos sobre el sacerdocio (ver al final). Del primero dejó su impronta como consultor de la Comisión Pontificia para la Revisión del Código de Derecho Canónico, desde su nombramiento por Pablo VI el 17 de abril de 1964. Este pontífice le nombró también, en 1966, consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y juez del Tribunal para las causas de competencia de ese Dicasterio pontificio.

Tras la muerte de D. Álvaro, el entonces Card. Joseph Ratzinger dirigió una carta al prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría. Entre otras cosas, reconocía: “Ha servido durante muchos años a este Dicasterio como Consultor, caracterizándose por su modestia y por la disponibilidad en cada circunstancia, enriqueciendo de modo singular esta Congregación con su competencia y su experiencia, como he podido ver yo mismo personalmente en los primeros años de mi ministerio aquí, en Roma”.

Nada le hacía perder su sonrisa. Fue hombre de paz, que daba paz: transmitía serenidad y sosiego, compatible con su capacidad de exigirse y exigir, con un notorio temple sobrenatural. Un equipo de profesores de la futura Universidad pontificia de la Santa Cruz preparó un libro con sus escritos dispersos, como homenaje al Gran Canciller, que cumpliría las bodas de oro sacerdotales el 25 de junio de 1994. Dios lo llamó poco antes a su presencia. Pero una de las frases que sintetiza la vida de don Álvaro es justamente el título de esa obra: Rendere amabile la verità.

[1] Julián Herranz Casado: En las afueras de Jericó, Rialp, 2007, págs. 82-88; “Il decreto Presbyterorum Ordinis. Riflessioni storicoteologiche sul contributo di mons. Álvaro del Portillo”, en Annales Theologici, n. 2 [1995], pp. 217-241; “Mons. Álvaro del Portillo & il Concilio Vaticano II”, en Studi Cattolici, IV-2014. 250-258.

Ver artículo completo en: http://www.almudi.org/Noticias/ID/9109/Deslumbramiento-divino-en-la-vida-corriente

HACER AMABLE LA VERDAD

Artículo de Luis Miguel Pastor García, Catedrático de Biología Celular de la Universidad de Murcia, publicado en forumlibertas.com
el pasado día 27 de Agosto

Con motivo de la beatificación en septiembre de Álvaro del Portillo que, siguiendo las sugerencias de Juan Pablo II, animaba a los miembros de la prelatura a realizar una nueva evangelización

Durante estos últimos meses se está escribiendo sobre la figura de D. Álvaro del Portillo (primer sucesor de San Josemaría Escrivá en la prelatura del Opus Dei), que será beatificado el próximo mes de septiembre.

Podría uno pensar que la santidad esta pasada de moda, pero hoy, más que nunca, sentimos la necesidad de personas que en nuestra sociedad aspiren a lo mejor y pongan todas sus energías al servicio de los demás. Personas que sean referentes para nuestras vidas, ejemplos vivos de que es posible alcanzar la plenitud del vivir humano.

En diversos encuentros tuve la ocasión, y la suerte, de estar con el próximo beato, y departir en amigable conversación sobre temas relacionados con mi trabajo universitario y otros más familiares y personales.

Si ahora me preguntaran: ¿Qué impresión guarda mi memoria? ¿Tiene sentido que la Iglesia católica considere a algunos hombres y mujeres santos o beatos? ¿Tiene este hecho algún interés para los que no son católicos? Contestaría a estas preguntas relacionándolas con una de las características que más me llamaron la atención de este nuevo beato de la Iglesia Católica: su bondad y afabilidad aplicada a un terreno donde es fácil la disputa y el enfrentamiento, el terreno del mundo de las ideas y la difusión de las mismas.

El nuevo beato, siguiendo las sugerencias de Juan Pablo II, animaba a los miembros de la prelatura a realizar una nueva evangelización. Tal propuesta en su pensamiento tiene su sentido en una sociedad occidental que en el último tercio del siglo XX ha empezado de una manera progresiva un distanciamiento de Dios. Al principio fue el intento de negar la existencia de él pero posteriormente la oposición ha sido convertida en indiferencia. Se trata de olvidar a Dios, de poner entre paréntesis su existencia y, actuar como si Dios no existiera. Al mismo tiempo, el hombre se va erigiendo en el centro del mundo y se va colocando cada vez más como objetivos finales de su vida un materialismo en forma de hedonismo. Se trata de una búsqueda de bienestar que puede derivar fácilmente en la avaricia desmedida o en una exaltación de lo placentero. En suma, el nuevo beato nos mostraba cómo, por la vía práctica, un nuevo paganismo germinaba en occidente.

Ante esto, mi memoria guarda de él dos actitudes que aparentemente pueden parecer contradictorias. Por un lado, la afirmación clara de que hay que actuar y no quedarse indiferentes o conformarse con lamentos: la dignidad humana y sobrenatural que tiene para los cristianos la persona supone la responsabilidad de anunciar y testimoniar la fe en todos los ambientes. Por otro lado, el exquisito respeto a los demás en esa nueva evangelización, donde la caridad es fundamental, de tal forma que al mismo tiempo que se buscan nuevos modos y campos de ser sal y luz, se ha de compaginar con la paciencia y respeto a las conciencias de los demás. Tal hecho se traducirá en una actitud que no impone sino que propone, haciendo amable la verdad.

Esta última afirmación: hacer amable la verdad, es tan definitoria del estilo del nuevo beato que fue utilizada como título de un recopilatorio de artículos suyos.

Contestando a las otras dos preguntas, me parece que en estos tiempos de debate intelectual, a veces algo agrio y avasallador, su ejemplo es valioso tanto a los cristianos como a cualquier hombre. La verdad, si no es falsa, tiene que contener el amor, y el amor debe fundamentarse en la verdad, de manera que no termine esclavizando al hombre.

En esta época, considerada por muchos postmoderna y como tal escéptica ante la verdad sobre el ser humano, necesitamos reencontrarla para salvar la identidad humana. El camino no puede ser la imposición violenta o el adoctrinamiento directo y subliminal de la verdad que proponemos. Pienso, como el nuevo beato, que el camino es el estudio, y un amable diálogo que muestre no sólo la solidez lógica de nuestros argumentos, sino también nuestro amor por el interlocutor. Como señalaba el Papa Francisco con respecto a la fe: “Ésta −la fe− siempre presenta alguna oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión. Hay cosas que sólo se comprenden y valoran desde esa adhesión que es hermana del amor, más allá de la claridad con que puedan percibirse las razones o los argumentos. Por todo ello, cabe recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse en la actitud evangelizadora que despierte la adhesión del corazón con la cercanía, el amor y el testimonio”.

Ver artículo completo en: http://www.almudi.org/Noticias/ID/9102/Hacer-amable-la-verdad


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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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