Juan Pablo II y la caída del muro. Y 3. Liberación mesiánica

Por José María Arévalo

( La crucifixión blanca.1938. Óleo sobre lienzo de Chagall en el Art Institute of Chicago; con sus ricos e intrigantes detalles parece era una denuncia del régimen de Stalin. 115×140 ) (*)

Con motivo de la canonización de Juan Pablo II el pasado día 4, he recordado, como les contaba la semana pasada, mi compromiso de profundizar en la decisiva influencia del gran papa polaco en la caída del telón de acero, que asumí en el artículo que dediqué a su beatificación, en el 2011. “El drama del pontificado de Juan Pablo –dice George Weigel en “Testigo de esperanza”, la mejor biografía que sobre aquél se ha escrito- suele dividirse en dos actos. En el primero, el Papa lucha contra el comunismo, y su postura queda confirmada por la revolución de 1989 y el fin de la Unión Soviética en 1991.” El segundo se refiere a su defensa de la familia y la vida del no nacido, al que sí se refirió el papa Francisco en la homilía de la canonización. En realidad Weigel considera esta división poco acertada, como veremos más adelante. Pero sigamos ahora apoyados en la narración de su biógrafo, Weigel, que hemos ido espigando para sintetizar los sucesos que motivaron la caída del telón de acero, que se precipita desde el viaje del Papa a Polonia en junio de 1979. Éste fue objeto de nuestro artículo anterior, y a partir de ese momento es rápida la evolución, que seguimos de la mano de Weigel, hasta el encuentro de Juan Pablo II y Gorbachov en el Vaticano, el 1 de diciembre de 1989.

“Liberación mesiánica”, titula George Weigel el capítulo de su libro “Testigo de esperanza”, que comienza: “Cuando los responsables de la agenda del Papa fijaron el domingo 12 de noviembre de 1989 como fecha de las canonizaciones de la beata Inés de Bohemia y el beato Alberto Chmielowski, estaban lejos de imaginar que la ceremonia coincidiría con una convulsión política destinada a modificar de manera decisiva el panorama europeo y la política mundial. Dos meses y medio antes, el 22 de agosto, el Sóviet Supremo Lituano había anulado unilateralmente la anexión de la república a la Unión Soviética. Aunque el gesto no tuviera efectos inmediatos, era el anuncio de que la revolución centroeuropea, cuyo ímpetu estaba volviéndose irresistible, no limitaría al Imperio soviético externo su acción desintegradora. El 10 de septiembre Hungría abrió su frontera con Austria para permitir la marcha al Oeste de los refugiados germano-orientales. En el balance final, más de treinta mil personas se escaparían de la República Democrática Alemana por aquella brecha en el Telón de Acero.

Tres semanas más tarde, el 1 de octubre, el dirigente comunista de la RDA Erich Honecker permitió que quince mil ciudadanos de su país que se habían refugiado en las embajadas germano-occidentales de Praga y Varsovia se desplazaran a Alemania Occidental en trenes especiales: otra brecha en el foso tecnológico que separaba a Alemania de Europa, y que hasta entonces había sido inexpugnable. El 18 de octubre, dos días después del inicio de las manifestaciones multitudinarias de Leipzig, Honecker, al timón del país desde 1971, perdió el cargo de secretario del partido y fue sustituido por Egon Krenz.

No había pausa en las manifestaciones y las emigraciones. El 5 de noviembre, más de medio millón de personas pidió reformas democráticas en Berlín Este. Entre el 4 y el 8 de noviembre otros cincuenta mil alemanes de la parte comunista huyeron al Oeste por Checoslovaquia. Los días 7 y 8 de nombre el gobierno de Alemania Oriental dimitió en bloque, y el Politburó del Partido Comunista prescindió de la vieja guardia.

Las reformas, sin embargo, eran insuficientes y tardías, y los nuevos dirigentes del partido y el gobierno lo sabían. Su principal rendición se produjo el 9 de noviembre, cuando abrieron el muro de Berlín al libre tránsito de personas entre el Este y el Oeste. Los berlineses bailaron encima del muro. A la una de la madrugada del 10 de noviembre, el legendario Kurfürstendam se llenó de alemanes de ambos lados de la frontera que se abrazaban, bailaban… y apenas daban crédito a lo que ocurría. Había caído el símbolo máximo de la guerra fría.

El 12 de noviembre, las canonizaciones de Alberto Chmielowski e Inés de Bohemia dieron a Juan Pablo II la oportunidad de exponer en público su interpretación de unos acontecimientos épicos. En una nueva e intensa demostración de que en los designios de la Providencia nada es mera coincidencia, la ceremonia de canonización en Roma también permitió que los checos y los eslovacos unieran sus energías para afrontar la fase siguiente de la revolución de 1989.”

Sobre el encuentro entre Juan Pablo II y Gorbachov 1 de diciembre de 1989 George Weigel dedica un capítulo interesantísimo de su biografía “Testigo de esperanza”. “Los dos hombres entraron en la biblioteca del Papa para conversar en privado con ayuda de dos intérpretes (Juan Pablo lee ruso pero no lo habla), uno suministrado por la Secretaría de Estado vaticana, y el otro Valeri Kovlikov, funcionario del Ministerio soviético de Asuntos Exteriores.

Ambos líderes mostraban interés por conocerse. El Papa defendió la libertad religiosa, como en todas sus entrevistas anteriores con autoridades soviéticas, pero también sopesaba a su visitante. ¿Quién era aquel hombre? ¿En qué creía? ¿Cómo justificaba sus creencias ?

Mientras Raisa Gorbachov visitaba la Capilla Sixtina, el presidente soviético y el Papa hablaron durante una hora y media, treinta minutos más de lo previsto. Según Gorbachov, Juan Pablo habló de su «credo europeo» y su convicción de que la unión de Europa «desde los Urales al Atlántico», que estaba en marcha, debía considerarse como un regreso a la normalidad, a la trayectoria histórica legítima de Europa. De ello se deducía, entre otras cosas, que el Oeste no debía considerar los hechos de 1989 como una victoria, sino una oportunidad para recuperar una faceta de su herencia.

Una vez finalizada la conversación entre Juan Pablo II y Gorbachov, Raisa Gorbachov fue introducida en la sala para ser presentada oficialmente al Papa. Su marido, que estaba relajadísimo, la cogió de la mano y dijo: Raisa Maximova, tengo el honor de presentarte a la máxima autoridad moral del planeta. -Añadió después, riendo entre dientes-: ¡Y es eslavo, como nosotros! »

Cuando Juan Pablo y Gorbachov salieron de la biblioteca papal para sumarse a sus séquitos respectivos y hacer declaraciones oficiales, ninguno de los presentes fue inmune a la excitación del momento. Era algo electrizante, y hasta los reporteros veteranos quedaron atrapados por aquel ambiente.

En el momento de subir al podio para pronunciar su discurso oficial de bienvenida, a Juan Pablo le temblaban las manos. Empezó diciendo que le proporcionaba «especial satisfacción” dar la bienvenida al Vaticano al presidente soviético, su esposa, el ministro de Exteriores y el resto del séquito. Siguió a esas palabras una lección de historia en tono benévolo y una reflexión sobre el gran drama que se interpretaba aquel día. El milenario del bautismo de la «Rus”, celebrado un año antes, había servido para recordar a todos «la profunda huella impresa […] en la historia de los pueblos que en aquella ocasión recibieron el mensaje de Cristo», señaló Juan Pablo. «Me satisface situar su visita, señor presidente, contra el telón de fondo de la celebración del milenario, y considerada al mismo tiempo como un signo lleno de promesas para el futuro.»

El siguiente tema era el más importante para Juan Pablo: la libertad religiosa. Pensando en sus atribulados rebaños de Lituania y Ucrania, pero escogiendo palabras que dejaran clara su preocupación por la libertad religiosa de todos, el Papa combinó la cortesía con la franqueza: «Los hechos de las pasadas décadas, y las pruebas dolorosas que han tenido que pasar tantísimos ciudadanos a causa de su fe, son harto conocidos. Concretamente, de todos es sabido que en la actualidad muchas comunidades católicas esperan con impaciencia la oportunidad de restablecerse y poder disfrutar del papel rector de sus pastores.» Era hora, por lo tanto, de cumplir «la decisión, en la que de una vez se ha reafirmado su gobierno, de llevar a cabo una renovación de la legislación interna» sobre libertad religiosa, afín de que la práctica soviética pudiera «armonizarse plenamente con los solemnes compromisos internacionales suscritos por la Unión Soviética». Era el mismo argumento que había expuesto el Papa a Leonid Brézhnev en su histórica carta del 16 de diciembre de 1980, instando al predecesor de Gorbachov a no invadir Polonia. Esta vez, lo que estaba en juego eran las disposiciones sobre derechos humanos de la declaración final de Helsinki, más que sus garantías en materia de seguridad. En todo caso, las «expectativas» de Juan Pablo (idénticas a «las de millones de compatriotas» de Gorbachov) se cifraban en que «la ley sobre la libertad de conciencia que dentro de poco saldrá a debate en el Sóviet Supremo contribuya a garantizar a todos los creyentes el pleno ejercicio del derecho a la libertad religiosa», «fundamento» de las demás libertades.

Al término de un siglo de masacres, Juan Pablo esperaba el nacimiento de un nuevo humanismo, una nueva «preocupación por el hombre», la cual, a su vez, engendraría una «solidaridad universal». Sin embargo, esa solidaridad quedaría truncada si se olvidaba la lección de la Segunda Guerra Mundial: «Si se olvidan los valores éticos fundamentales, pueden producirse consecuencias temibles para el destino de los pueblos, y hasta el mayor empeño puede saldarse en fracaso.» Concluyó el discurso señalando que su encuentro, además de excepcional, era «especialmente significativo: un signo de los tiempos que poco a poco ha ido madurando, un signo cargado de promesas».

Mijaíl Gorbachov había estado trabajando en su intervención oficial hasta el último minuto. El día antes por la tarde, cuando Joaquín Navarro Valls había solicitado una copia confidencial (los soviéticos ya habían recibido el texto del discurso del Papa), le habían informado de que las declaraciones de Gorbachov aún no estaban acabadas.

El dirigente soviético no pensaba quedarse atrás en cuanto a definir la excepcionalidad del momento se refería. «Ha ocurrido algo realmente extraordinario, [algo] que ha sido posible gracias a los profundos cambios que están produciéndose en muchos países y naciones.» Dando brusco fin a setenta años de feroz propaganda soviética contra el Vaticano, Gorbachov reconoció sin ambages que la Santa Sede trabajaba «para propiciar la solución de problemas comunes a toda Europa, y crear un entorno externo favorable que permita a los países la toma independiente de decisiones». A continuación, el presidente soviético declaró que las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la URSS era un tema prácticamente resuelto, y que en breve los diplomáticos de ambas partes se ocuparían de «las formalidades». Gorbachov también prometió cumplir su promesa de una nueva ley sobre la libertad religiosa, y concluyó así: «Dentro del ámbito del movimiento de la perestroika estamos aprendiendo el arte, difícil pero indispensable, de la cooperación global y la consolidación de la sociedad con la renovación como base. »

La última frase recordaba el vocabulario acartonado de la época anterior, pero Mijaíl Gorbachov aún no había acabado. En un colofón improvisado e inesperado que cogió a todo el mundo por sorpresa, invitó al Papa a visitar la Unión Soviética.Fue otro momento cargado de emoción, y a algunos periodistas les pareció una gran oportunidad perdida que Juan Pablo no aceptara la invitación allí mismo y de manera espontánea. El Papa, consciente de las sensibilidades ecuménicas, comprendía que para ir a la URSS era necesario que lo invitara la Iglesia ortodoxa rusa. Es muy posible que el presidente soviético, familiarizado con la relación histórica entre su cargo y el patriarca de Moscú, considerase factible convencer al patriarcado. No tuvo ocasión. En menos de dos años Gorbachov era depuesto y la URSS dejaba de existir”.

Solo nos queda ya aclarar el por qué decíamos –al principio de este artículo- que en realidad Weigel considera la división en dos actos del drama del pontificado de Juan Pablo, el del desmantelamiento del comunismo y el de la defensa de la familia y la viuda, poco acertada. En apartado que Weigel titula “¿Uno o dos actos?”, escibe: “El drama del pontificado de Juan Pablo suele dividirse en dos actos. En el primero, el Papa lucha contra el comunismo, y su postura queda confirmada por la revolución de 1989 y el fin de la Unión Soviética en 1991. En el segundo acto el Papa rechaza muchos aspectos de la nueva libertad que ha contribuido a forjar. El enfrentamiento llega a su punto culminante en la Conferencia Mundial sobre Población y Desarrollo de El Cairo (1994).”

Sobre este segundo tema, con la confrontación de 1994 entre el papa Juan Pablo II y el presidente Clinton, sobre la población mundial y la planificación familia, escribiremos más adelante, porque se trata de un asunto de enorme actualidad. Vayamos ahora a la conclusión sobre si uno o dos actos del drama de Juan Pablo II. Se contesta, el autor, a su pregunta: “Hay parte de verdad en ello. No cabe duda de que en sus primeros trece años de pontificado Juan Pablo n dedicó más tiempo a las cuestiones de Europa del Este. Sin embargo, la división convencional en dos partes acaba siendo insuficiente, porque interpreta el pontificado en términos prioritarios de impacto sobre la política mundial, que para Juan Pablo siempre ha sido una serie de cuestiones derivadas. Es más: la división peca de injusta con las numerosas iniciativas públicas que, tomadas por Juan Pablo en los ochenta, poseían un carácter mundial o tenían escasa o nula relación directa con su región natal. Lo más importante es que el “modelo en dos actos” del pontificado de Juan Pablo no logra captar la característica imaginación que aportó Karol Wojtyla al papado.

Como escribiera a Henri de Lubac en 1968, Wojtyla creía que la crisis de la modernidad suponía «una degradación, y hasta […] pulverización de la unicidad fundamental de cada persona humana». El comunismo era una de las expresiones evidentes, peligrosas y poderosas de esa crisis, como lo habían sido el nazismo y el fascismo, pero la deshumanización del mundo de los hombres tenía otras maneras de verificarse y podía darse en sociedades libres. Cada vez que un ser humano era reducido a objeto de manipulación (por un director de empresa, encargado de comercio, investigador científico, político o amante), se producía un caso de «pulverización de la unicidad fundamental de cada persona humana». Lo que Wojtyla solía describir como «utilitarismo» en sus clases de ética social, y que convertía la «utilidad para mí» en único criterio de las relaciones humanas, suponía otra grave amenaza al futuro de la humanidad. No se trataba de una amenaza con armas nucleares, policía secreta y archipiélago Gulag, pero era peligrosa, y uno de los motivos de que lo fuera era su escasa visibilidad.

El desafío a cuanto «pulveriza» la dignidad única de cada persona humana es el tema principal que recorre como un hilo luminoso el pontificado de Juan Pablo II, dotándolo de una coherencia singular. Su papado ha sido una obra en un acto, aunque los adversarios que han ocupado el centro del escenario hayan ido cambiando. La tensión dramática permanece constante: es la tensión entre varios humanismos falsos que, asegurando defender y exaltar a la humanidad, la degradan, y el verdadero humanismo del que es testigo poderoso la visión bíblica de la persona humana”.

Muy interesante valoración que confirma todo lo dicho sobre la influencia de Juan Pablo II en la caída del telón de acero, no por acciones políticas concretas sino por esa defensa de los valores humanos, que son los cristianos. No necesitó el gran Papa hablar de libertad política, le bastaba hablar de libertad religiosa y recordar el compromiso de Rusia de cumplir la Declaración Universal de Derechos Humanos. Y ello sin ceder un ápice, machaconamente, asumiendo todas las consecuencias.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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