A los progresos de las Artes. 3. La Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción

Por José María Arévalo

(Busto de Narciso Alonso Cortés. 1947. Escultura de José Cilleruelo, 1889-1956, en la actual exposición de la Sala Municipal de Las Francesas. 0,32 m)(*)

Tras los dos artículos que hemos dedicado a la exposición «A los progresos de las Artes. La Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción de Valladolid (1783-2012)», que ofrece la Sala Municipal de Exposiciones de Las Francesas de Valladolid, hasta el próximo 14 de Octubre, recogemos hoy la reseña de la historia de esta Real Academia vallisoletana que incluye el programa que en la muestra se ofrece, un muy interesante artículo de su Presidente don Jesús Urrea. En él se destaca el importantísimo papel desempeñado por esta institución en los pasados siglos, sobre todo desde que Carlos IV le concediera en 1802 los mismos privilegios y exenciones que disfrutaban las academias de San Carlos de Valencia y San Luis de Zaragoza. Ya les decía que me ha impresionado la ingente tarea desempeñada por la Real Academia, sobre todo a partir de 1808, inspeccionando todos los proyectos artísticos o arquitectónicos, públicos y privados; la impartición de las enseñanzas de Bellas Artes, hasta a 1.238 alumnos en el curso 1883-1884; los ejercicios que exigía para obtener el título de Arquitecto, Maestro de Obras, Director de caminos vecinales o Agrimensor; su importantísimo papel en la puesta en marcha del Museo Nacional de Escultura y del Arqueológico, de las Escuelas de Artes y Oficios y de Música, y la recuperación de la extraordinaria muestra de arte que son las procesiones vallisoletanas.

“La Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción –explica Jesús Urrea, Presidente de la Real Academia- es una institución cultural de interés público y duración indefinida que tiene sus antecedentes en la establecida en Valladolid en 1779 por un grupo de aficionados a las matemáticas y a la enseñanza del dibujo. Aprobadas sus constituciones, fue admitida por Carlos III bajo su real protección en 1783. Carlos IV le concedió en 1802 los mismos privilegios y exenciones que disfrutaban las academias de San Carlos de Valencia y San Luis de Zaragoza. Por Real Decreto de Isabel 11, en 1849 fue considerada de 1ª clase entre las provinciales.

Como corporación con personalidad jurídica propia, desde su creación ha desarrollado sus actividades en bien de la cultura, contribuyendo de manera eficaz a la salvaguarda del patrimonio histórico artístico de Valladolid y su provincia, con hechos tan señalados como la custodia y conservación de los pasos de Semana Santa, la dirección del Museo Provincial de Bellas Artes, la fundación de la Galería Arqueológica, y la enseñanza en las Escuelas de Bellas Artes y de Música, además de elaborar numerosos informes técnicos en cumplimiento de los fines que ha tenido asignados.

Actualmente, su función primordial radica en velar por la conservación de los monumentos y obras de arte de Valladolid y su provincia; el fomento de las Bellas Artes, su estudio, enseñanza y difusión; como organismo consultivo, colaborador / asesor, en la emisión de informes destinados al Gobierno, Junta de Castilla y León, Corporaciones e Instituciones locales; el acrecentamiento de su propia colección con obras de pintura, escultura, dibujos, grabados, partituras, documentos y libros relacionados con las Bellas Artes; el fomento de la investigación y publicación de monografías de temas histórico-artísticos; y la organización de sesiones cientificas, así como exposiciones de arte y conciertos musicales (O.M. 31-VII-1998).

La Academia está formada por 32 miembros de número, que se dividen en cuatro secciones: Arquitectura, Escultura, Pintura y Música. Para su dirección, gobierno y representación, dispone de un Presidente, cuatro Consiliarios, un Tesorero, un Bibliotecario y un Secretario. Desde su creación hasta la actualidad ha contado con 373 académicos de número; mientras quela categoría de honor la han ostentado 361 y la de correspondientes 142.

Pero si la institución hoy tiene encomendadas estas funciones consultivas, de protección y difusión del Patrimonio Cultural, en origen fue exclusivamente la enseñanza artística la que constituyó el eje de su existencia, de ahí la necesidad de contar con locales adecuados para el desarrollo de esta actividad.

La Academia, que había nacido en la sala de juntas de la cofradía penitencial de Nuestra Señora de la Piedad y después tuvo albergue en la propia casa consistorial de la ciudad, en la Plaza Mayor, careció de medios económicos suficientes para su mantenimiento y hasta 1804 lo hizo gracias a los propios académicos. En 1818 se alojó en un caserón junto al templo de San Felipe Neri y en 1824 en el palacio que el conde de Salvatierra poseía en la calle Fray Luis de León, hasta que en 1856 se instaló en el edificio del Colegio de Santa Cruz, compartiendo espacio con la Biblioteca Universitaria y el entonces Museo Provincial de Bellas Artes. Pendiente en un principio de los ingresos procedentes de la casa-teatro de la ciudad o de determinados arbitrios de puertas (cacao y bacalo), posteriormente dependería de las subvenciones municipales y provinciales.

Las enseñanzas que ofrecía la institución se ampliaron en 1 794, impartiéndose clases de Arquitectura y algo más tarde de Pintura y Escultura. Para cumplir tan reducido y al mismo tiempo ambicioso programa, la Real Academia, a cuyo frente estuvo -hasta 1849- la figura del Protector, dispuso de un cuadro de personal docente (Director general, Directores y Tenientes de las distintas enseñanzas) y de un número indeterminado de académicos que se clasificaban en Meritorios y Honorarios, elegidos respectivamente por sus méritos artísticos o relevancia social. La Academia dirigía la Escuela de Bellas Artes y sus funciones pedagógicas se incrementaron de nuevo en 1852 con la creación de la Escuela de Maestros de Obras, Directores de Caminos vecinales y Agrimensores, habilitando mediante examen, durante un breve tiempo, a los que deseaban ejercer la arquitectura y, hasta 1869, a los que aspiraban a obtener los titulos de Maestro de Obras, Agrimensor y Aforador.

En 1849 todas las Academias del Reino sufrieron una reestructuración importante, procediendo el Gobierno a su reglamentación y clasificación. A partir de 1850 la vallisoletana perdió su denominación castiza y pasó a titularse «Academia Provincial de Bellas Artes», considerándose como de 1ª clase. El número de sus miembros se fijó en 24 (20 académicos, Presidente y 3 consiliarios) y sus enseñanzas se estructuraron en elementales y superiores (suprimidas éstas en 1869).

El alumnado crecía paulatinamente según pasaban los años. En el curso 1872-1873 se matricularon 648 estudiantes, mientras que en 1890-1891 el número aumentó a 1.144, siendo la matrícula del curso 1883-1884 la más elevada: 1.238. Además, a partir del año académico 1875-1876, se permitió el ingreso de alumnas, con lo que se convirtió en una de las escuelas más avanzadas y concurridas de la nación. Su sostenimiento era soportado por el Ministerio de Instrucción.

También la Academia se hizo cargo del recién creado Museo de Pintura y Escultura, formado con las obras de arte procedentes de los conventos desamortizados y en cuyos trabajos preparatorios y de inventarios algunos de sus miembros desempeñaron un papel decisivo. Además de las Bellas Artes, igualmente fue preocupación de la corporación la reunión y conservación de las antigüedades y objetos arqueológicos, de ahí que en 1875 procediese a la formación de una Galería de Objetos Arqueológicos que se constituiría en la base del museo que con este contenido se creó en 1879.

Cuando en 1892 se reorganizaron por Real Decreto las Escuelas de Bellas Artes, se asestó un duro golpe a la Real Academia, que tuvo que desprenderse de aquélla. Sin embargo, muchos de sus miembros siguieron impartiendo sus enseñanzas en la Escuela, que variaría de nombre titulándose, sucesivamente: de Artes e Industrias (1900), de Artes Industriales (1907) y de Artes y Oficios (1910). Algunos académicos también formaron parte del cuadro de profesores de la Escuela de Música que creó en 1918, la cual se convertiría en Conservatorio profesional.

A partir de 1808 los proyectos artísticos o arquitectónicos que pretendían realizarse en la región, bien fuese por particulares o por corporaciones, eran inspeccionados por la Academia. De esta manera se reforzaba la vigilancia que en estos asuntos desplegaba la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, garantizándose mejor la unificación estética del país. Después sería su Comisión de Arquitectura la que puntualmente informase a la denominada Junta de Policía del Ayuntamiento sobre reformas y obras en todo tipo de edificios. Muchos de sus miembros compusieron la Comisión Provincial de Monumentos e igualmente pertenecieron a otras reales academias. La elaboración de ponencias y la emisión de informes oficiales solicitados por distintos organismos locales o nacionales sobre monumentos, conservación de patrimonio histórico-artístico, etc. constituye desde entonces otra de sus funciones más notables.

Por diversas circunstancias, en 1935 la Universidad reclamó la totalidad del uso del Colegio de Santa Cruz y la Academia hubo de desalojar sus locales, lo cual sucedió dos años después de producirse el traslado y nueva instalación del museo, convertido en Nacional de Escultura, en el Colegio de San Gregorio. A este último fueron a parar provisionalmente en 1939, después de una breve estancia en el Colegio de San José, sus fondos artísticos y allí permanecieron hasta que en 1948, siendo Director General de Bellas Artes el Marqués de Lozoya, y recuperado su castizo nombre de Real Academia de la Purísima Concepción, consiguió instalar sus dependencias y patrimonio artístico en una vivienda de la llamada Casa de Cervantes, propiedad del Estado, entonces bajo el patronato de la Fundación Vega Inclán.

A pesar de haber atravesado duras vicisitudes, contar con escasos medios y sufrir reiterados cambios de domicilio, la Academia ha logrado formar y conservar una colección muy notable que procede, en su mayor parte, de los concursos que organizó a partir de 1863 y con los que comenzó a crear en 1875 una Galería de autores modernos que pusiera de manifiesto la utilidad de la institución y los progresos de su alumnado. Posteriormente, su contenido se fue incrementando mediante donaciones u obras entregadas por los académicos artistas el día de su ingreso en la corporación. Sin embargo, hasta 1989 la Academia no dispuso de unas condiciones museísticas apropiadas para sus colecciones.

En el área destinado a su exhibición estable, en su domicilio, se muestran únicamente aquéllas que presentan mayor interés o calidad y, con su distribución, condicionada por el espacio y sus características, se resume la historia de la Institución a través de las obras más singulares conservadas de su profesorado académico, al que se recuerda también mediante retratos o gracias a las creaciones de sus alumnos más destacados, no faltando tampoco objetos y muebles que contribuyen a ambientar agradablemente este pequeño museo.

La colección se encuentra distribuida de acuerdo con los asuntos de las cuatro secciones que integran la Academia. A la de Arquitectura aluden varios retratos de profesores de esta disciplina, planos y proyectos de exámenes de arquitectos y maestros de obras, así como libros correspondientes a estas materias. Las salas dedicadas a Escultura reúnen obras del riosecano Aurelio Rodríguez Carretero, Dionisio Pastor Valsero, Daría Chicote, Ángel Díaz, Mariano Benlliure, Ramón Núñez, José Cilleruelo, José Luis Medina, Antonio Vaquero, Lorenzo Frechilla o Luis Jaime Martínez del Ría. La sección de Música está presente mediante diversas piezas que ofrecen en sus temáticas alusiones musicales, con pinturas originales de Isidro González García-Valladolid, Mario Viani, Pedro Anca Santarén o con alguna obra del escultor Ignacio Gallo.

La Pintura, gracias al espléndido legado que hizo el pintor valenciano José Vergara Ximeno y a los numerosos fondos de que dispone la colección, es la sección académica mejor representada. Del primero se exponen diez lienzos, incluido su autorretrato, todos muy característicos de su estilo dieciochesco. De los antiguos profesores de la Academia se exhiben lienzos originales de Luciano Sánchez Santarén, Pedro Collado, Antonio Maffei o Eugenio Ramos; de los que fueron en su día alumnos existen trabajos, entre otros, de distintos periodos de Eduardo García Benito, Francisco Prieto, Joaquín Roca o Anselmo Miguel Nieto.

Dentro de la colección de cuadros entregados por los autores el día de su recepción académica se hallan representados, con diferentes obras: Aurelio García Lesmes, Sinforiano del Toro, Mercedes del Val Trouillhet, Félix Cano, Adolfo Sarabia, Félix Antonio González o Santiago Estévez.

Entre pinturas y esculturas la colección se compone aproximadamente de 200 obras, a las que hay que añadir la menos conocida de dibujos y grabados, cuya génesis y contenido, por su mayor novedad, merecen una mención más detenida.

Las enseñanzas impartidas por la Academia se auxiliaron, desde sus inicios, de los denominados dibujos de principios (extremidades, ojos, bocas, etc.) facilitados por los profesores o académicos, presentándose al alumnado como modelos a imitar. Unas veces eran los miembros de la Academia quienes, voluntariamente, entregaban sus trabajos (el escultor Felipe de Espinabete, los pintores Diego Pérez Martínez, Joaquín Canedo, Leonardo Araujo, o el arquitecto Pedro García González); otras, la dirección de los estudios solicitaba colaboración para este fin o encargaba su adquisición, al tiempo que algunos ejercicios de alumnos, merecedores del beneplácito de sus profesores, comenzaron a guardarse en el archivo de la institución. Tampoco faltaron las aportaciones espontáneas, de jóvenes aficionados e incluso, en fecha temprana, señoras atraídas por el dibujo remitieron a la Academia pruebas de sus cualidades artísticas que fueron recompensadas con nombramientos honoríficos.

Muy importante fue el legado testamentario que en 1840 realizó D. Vicente Mª Vergara y Ballester, integrado por pinturas de su padre, así como estampas y apuntes para uso de la Academia vallisoletana, de los que afortunadamente se conserva un total de treinta y cuatro, doce de ellos en calidad de depósito en la antigua Escuela de Artes y Oficios. Aquel legado vino a ser continuación de la donación de otros cuarenta dibujos que, en 1828, hizo a la corporación de Valladolid la de San Carlos de Valencia.

Como medio para fomentar el estímulo, los mejores trabajos se remitían a la Academia de San Fernando para que ésta verificase los adelantos que lograban los alumnos vallisoletanos, convirtiéndose en acicate que aumentaba el esfuerzo de los que destacaban en las clases. Pero, sin duda, el mejor método para compensar a los más brillantes fue la concesión de premios y accésit que se otorgaban anualmente en las diferentes categorías y materias (dibujo lineal, dibujo de figura, dibujo modelado y vaciado de adorno, etc.). La organización de concursos, a partir de 1863, supondría la definitiva distinción de aquellos que obtuvieron alguno de los premios en metálico convocados. Las bases del programa especificaban que las obras premiadas quedarían en propiedad de la Academia.

Otra fórmula inteligente destinada a reunir los mejores resultados del trabajo de sus alumnos fue promover la dotación de becas, costeadas con los presupuestos de la Diputación Provincial o del Ayuntamiento. Los pensionados, controlados por la Academia, debían justificar la correcta inversión de sus bolsas de estudio remitiendo puntualmente los asuntos reglamentarios que exigía la convocatoria. Los pintores Gabriel Osmundo Gómez, Marcelina Poncela Ontoria y Mariano de la Fuente Cortijo cumplieron con sus obligaciones y sus dibujos -además de sus óleos- enriquecieron también la colección de modelos a imitar por los más jóvenes.

Pero junto a los dibujos de quienes estudiaban en la Academia, a los de aquellos otros cuyo esfuerzo se premiaba anualmente y a las pruebas del adelantamiento para el goce de pensiones, vinieron a sumarse los planos y dibujos que presentaban los individuos que aspiraban a conseguir en la Academia vallisoletana, previos los ejercicios reglamentarios, el título de Arquitecto, Maestro de Obras, Director de caminos vecinales o Agrimensor.

Posteriormente, al cambiar el reglamento de la reválida de Maestro de Obras, el aspirante debía entregar los dibujos de su «prueba de repente» así como el proyecto final, conservándose por ello una interesante colección de planos con los que respondían a los temas que, en suerte, les tocaba realizar. Lamentablemente, y si que se sepa la verdadera razón, sólo se archivó una mínima parte de estos ejercicios. Dentro de esta misma categoría de pruebas de examen habría que situar los procedentes de la oposición, celebrada en 1893, a la plaza de Profesor de dibujo que, finalmente, obtuvo Luciano Sánchez Santarén.

Por último, la Academia intentó crear una colección de dibujos contemporáneos, «de los principales maestros de España», con el fin de establecer una exposición de carácter permanente «en los locales de la misma», decidiendo en 1939 escribir a numerosos creadores para solicitarles «la donación de algún trabajo hecho por sus manos: si bien un apunte, composición de alguna obra, una cabecita, un ropaje, un detalle que nos acuse su personalidad». Sin embargo, de las 51 cartas que se enviaron a otros tantos artistas rogándoles su colaboración en este proyecto, tan sólo contestaron 7; verdaderamente, aquellos no eran tiempos ni para regalar ni tampoco para hacer exposiciones.

Cabría imaginar que, después de tantos años de existencia, la Academia poseyera un abultado fondo de dibujos. No obstante, la circunstancia de que muchos se hicieron o adquirieron para ser utilizados como modelos, es decir, usados en clase y, por consiguiente, sometidos a fácil deterioro, y los sucesivos traslados de domicilio que ha tenido la institución, han favorecido pérdidas y extravíos, especialmente durante la precipitada salida del antiguo Colegio de Santa Cruz. A ello se suma que muchos de estos dibujos se han extraído de los legajos del archivo, en donde se hallaba doblados y en condiciones poco apropiadas para su conservación por lo que la colección académica alcanza ahora un total de 250, de los que 30 corresponden al depósito establecido en la Escuela de Artes y Oficios, ya que la Academia nunca ha cedido su propiedad, incluidos los 16 que donó el pintor Miguel Jadraque. Su consulta, en un tanto por ciento elevado, puede efectuarse a través de la base de datos disponible en la página web de la institución.

Sin duda, la tarea académica quedaría muy limitada si no trascendiera a la sociedad, de ahí que la difusión sea objetivo imprescindible para hacer efectivo el papel cultural que desempeña la institución. Además de la convocatoria de conferencias públicas y cursos especializados, la edición de sus trabajos constituye el mejor método para llegar al mayor número de personas interesadas y manifestar públicamente el cumplimiento de sus fines.

La vocación editorial de la Real Academia viene de atrás, aunque sea escasamente conocida por los limitados medios con que siempre ha contado para su transmisión. Desde un principio quiso dejar constancia de su actividad mediante la edición de las Actas de sus juntas, siguiendo el modelo adoptado por la Real Academia de Bellé Artes de San Fernando, para dar más notoriedad a los alumnos premiados por su aplicación en las diferentes disciplinas en las que impartía docencia, incluyendo el discurso leído en aquella solemnidad pública, así como la lista de los individuos que componían la institución.

A esta primera publicación siguió la de los Estatutos con que se dotó a la corporación, editados en 1789 por Manuel Santos Matute, que se convierte durante algún tiempo en impresor oficial de la Academia, siendo también el responsable de la edición de otra nueva entrega de Actas, correspondientes al año 1803 y de la que existe tirada facsimilar. Su actividad editora se reanudó en 1872, periodo que podría considerarse como 2ª época, cuando se publican las memorias de sus trabajos, redactadas por el Secretario General, además de los discursos leídos en la ceremonia de distribución de premios ordinarios y extraordinarios a los alumnos más distinguidos, durante las solemnes Juntas Públicas que se celebraban, a principios del mes de octubre, en el gran salón de actos de su sede en el Colegio de Santa Cruz.

Se publicaron regularmente hasta el año 1891 y en ellas se incluía información sobre la Escuela, los alumnos, la biblioteca, el Museo y los académicos que componían la institución. Los discursos anuales eran la parte más extensa y tienen todos ellos una clara orientación filosófico-estética aunque no falten tampoco los de carácter histórico. La edición de las mencionadas Juntas corría a cargo de la Imprenta y librería Nacional y Extranjera de Hijos de Rodríguez, que se titulaban libreros de la Universidad y del Instituto.

De aquellos mismos años se puede también recordar la edición de que hoy se estima como curiosidad bibliográfica: los tres folletos dedicados a referir las semblanzas biográficas de Mariano Miguel Reinoso (1876), Pablo Alvarado (1876) y Vicente Caballero (1879), dadas a conocer con motivo de su fallecimiento por haber considerado que sus particulares personalidades merecían tan singular distinción.

Fue en la segunda década del siglo XX cuando se inaugura lo que podría denominarse 3ª época editorial, que tuvo como consecuencia la publicación regular de los Discursos de ingreso en la corporación de sus nuevos miembros. En 1913 Narciso Alonso Cortés dio ejemplo con la edición del suyo, aclarando en él que tal práctica había estado interrumpida durante algún tiempo. Le siguieron los redactados por Sebastián Garrote Sapela (1915), Casimiro González García-Valladol (1919) y Francisco de Cossio y Martínez-Fortún (1920); desde entonces y hasta nuestros días se han publicado un total de 60 discursos cuya edición, que debe presentar idéntico formato, ha corrido por cuenta de los mismos académicos, aunque su distribución la realiza la Academia.

Trabajos originales de Martín Abril, Cortejoso, Luelmo o Pino, expresan la inclinación poética que marcó la vida de la institución durante las décadas 50 y 60; otros de carácter histórico redactados por García Chico, Arribas, Rodríguez Valencia, o Prieto Cantero, constituyen aportaciones muy sobresalientes a los temas sobre los que versaron; no faltan tampoco los dedicados a la temática musical, como los de Álvarez Taladriz o Barrasa; ni los de índole filosófica, como el caso de Díez Blanco. A partir de la década de los 80, no escasean tampoco los de naturaleza biográfica ni los redactados por los propios artistas académicos, en los que vierten sus experiencias creadoras, y son muy numerosos los que abordan temas relacionados con las materias por las que sus autores sienten predilección – arquitectura, escultura, pintura o música -, bastando ojear el catálogo de los publicados para comprender el valor científico de sus contenidos.

Hay que aclarar que no todos se publicaron de manera unitaria, y a este respecto jugó un papel importante la decisión de contar con un órgano oficial de difusión con el que se pudiera demostrar la capacidad cultural de la Academia. Creado en 1930, el Boletín se edita ininterrumpidamente, salvo el intervalo de la guerra civil, hasta 1948; suspendido este último año, no se reanuda hasta 1970, volviéndose a interrumpir de nuevo en 1973 y entre los años 1975 y 1990, momento en que se inicia una nueva etapa.

Su publicación es anual y el número 45 es el último aparecido, correspondiente al año 2010. Con el paso del tiempo su calidad formal ha ido mejorando notablemente, si bien es cierto que desde un principio se pretendió que contara con ilustraciones gráficas y hasta se incluyó una edición facsímil del “Diario Pinciano”, publicación que con este mismo carácter entregó por primera vez a prensas la propia Academia en 1933. Tras sucesivos modelos, ha adoptado un diseño en el que se han recuperado las señas de identidad de la propia institución.

Con la edición de este Boletín se contribuye además a dar cumplimiento a uno de los mandatos que tiene encomendados: la de difusión y defensa del Patrimonio histórico artístico de Valladolid y su provincia, reflejándose también en él las comunicaciones públicas que sus miembros imparten anualmente como desarrollo de su cometido cultural fundacional o aquellos trabajos de investigación que por su temática tienen cabida en él.

El papel social de la Academia se cumple también con la organización de exposiciones o con la participación de sus obras en otras preparadas por distintos museos e instituciones culturales. Así, en la década de los 80 del siglo anterior sus colecciones formaron parte de las muestras que se dedicaron a: Pintores vallisoletanos del siglo XIX, El escultor ángel Díaz (1859-7938), Gabriel Osmundo Gómez (1856-7975), La escultura en Valladolid (1850-1936), Pintores de Valladolid (1890-7940) o El pintor Luciano Sánchez Santarén (1864-7945), aprovechándose aquellas oportunidades para restaurar prácticamente la totalidad de su patrimonio; incluso se celebró otra, monográfica, consagrada a la propia Academia. La que ahora se presenta, bajo el lema de la misma institución, «A los progresos de las Artes», se anticipa unos meses a la celebración del 230 aniversario de que Carlos 111 la admitiera bajo su protección. En esta ocasión es el Ayuntamiento de Valladolid el que reconoce su trayectoria histórica.”

Tras esta reseña histórica de la Real Academia, dedicaremos sucesivos artículos, semanalmente, a la edición del trabajo del que fue su Presidente anterior, el arquitecto vallisoletano don Javier López de Uribe y Laya, titulado “Papel e importancia de las Reales Academias en el siglo XXI”, que fuera anteriormente objeto de una conferencia suya en aquella institución, y que ha actualizado al presente con motivo de la exposición que venimos comentando, por lo que va a ser, esta nuestra, una verdadera primicia editorial.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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