Algo más que caza

Por Javier Pardo de Santayana

(Cazadores. Óleo sobre lienzo de Rafael Zabaleta en pintura.aut.org.1945.100 x 80)(*)

En un reciente artículo de uno de mis compañeros foramontanos, éste hace un interesante comentario al hilo de la narración de una partida de caza. En un momento determinado, cuando, como es habitual para su lectores, se está oyendo el silencio del campo; cuando uno imagina la austera belleza del campo de Castilla y casi se percibe el sudor de los jóvenes cazadores, el autor escribe una frase que tiene mucha más enjundia de lo que pudiera parecer. En efecto, describe, como quien no quiere la cosa, lo que es la justificación de la aventura cinegética: la confrontación entre la inteligencia y el instinto. Ahí se resume todo.

Indudablemente la caza fue, en principio, una actividad obligada por la pura necesidad. Si hay un instinto fundamental, éste es el de supervivencia, y la caza proporcionaba al hombre el sustento necesario para sobrevivir. De esto no hay duda alguna. Pero el refinamiento de nuestro vivir nos permite, una vez atendidas las necesidades esenciales, la búsqueda de expresiones que tengan sentido para el ser humano, y que permitan a éste vivir en su propio ser algunas aventuras relacionadas con lo esencial.

Al confrontar las sutilezas de la inteligencia con la solidez del instinto estamos poniéndonos a prueba a nosotros mismos. Sumidos siempre entre la osadía y la duda a la que la inteligencia nos aboca, nos enfrentamos a un instinto – fraguado a través de generaciones y generaciones de vidas – que es capaz de desencadenar reacciones apropiadas para salir de cada situación concreta. Así que el cazador aplicará su inteligencia a adquirir el instinto del animal. En este aspecto emprende una aventura personal de conocimiento y de adaptación al medio para alcanzar su objetivo, y se convierte en el depositario de una pulsión ancestral.

Porque quienes realmente conocen el territorio hasta sus últimos rincones y dominan las técnicas de la supervivencia son – no lo dudemos – la perdiz y la liebre, el venado y el jabalí: la dirección del viento, los olores, los ruidos, las sombras o los resplandores del sol son su dominio, y el hombre lo sabe perfectamente. Por eso reconoce su inferioridad, y por eso para conseguir su presa él ha de hacerse, en cierto modo, como ella, adoptando sus modos y sus reacciones e identificándose con sus diversas formas de actuar.

Ahí reside la esencia y también la belleza de la actividad cinegética, que a veces incorpora a la emoción una fuerte componente de peligro. Esto sucede, por ejemplo, con la captura de las grandes fieras. Entonces el arma no es sólo un instrumento para la caza, sino también para la supervivencia. Pero en todo caso encontraremos una constante, que es el esfuerzo por integrarse en la naturaleza y vivir ésta intensamente.

El acercamiento a lo esencial es una de las cosas que diferencia al hombre de campo del hombre de la ciudad. Como las plantas que se venden en los viveros, también veo yo hombres de exterior y de interior. Éstos elucubran y teorizan despegándose casi siempre de la realidad, porque son víctimas de las modas y de la vanidad, y porque en materia de conocimiento de la naturaleza no suelen pasar de la condición de ignorantes. En cambio los “hombres de exterior” desarrollan su pensamiento a partir de esa realidad, de la que extraen una filosofía personal basada en la experiencia de los sentidos. El hombre de la ciudad – me refiero al hombre de interior, ese que no sabe lo que es un amanecer – suele en cambio despreciar lo pequeño y lo sencillo. Ahí tenemos, como quintaesencia, lo que podría ser el prototipo del político, que vive encerrado en un manierismo de gestos sobre superficies enmoquetadas. Cuando el político se asoma a la caza, la tomará como una forma de adornar su imagen – porque estima que es cosa de gente bien – o como una ocasión de desprenderse del estrés. Un gesto más.

Creo yo, y que me corrija mi compañero foramontano si no es cierto lo que digo, que el verdadero cazador es el que disfruta con los madrugones, con unas migas al amanecer o frotando sus manos ante el fuego, observando unas matas mientras permanece al acecho, o rascando el lomo al perro, su compañero del alma; sintiendo los escalofríos de la aurora o echando un trago de la bota cuando aprieta el sol. Lujos todos ellos despreciados por el hombre de la ciudad, atenazado por las prisas, acostumbrado a los olores que salen de los respiraderos del metro.

A mí me parece buena y saludable esa inteligencia dispuesta a medirse con la naturaleza, a disfrutar de cosas que no tienen su valor expresado en un código de rayas, como ese instinto que no se aplica a medrar entre los hombres sino a competir con la destreza de lo espontáneo y a degustar las cosas más sencillas

Yo, aun no siendo cazador, estoy convencido de que pocos amarán más a los animales que quienes llevan en su sangre la pasión de la caza, ni sentirán más que ellos la admiración por quienes, en su humildad, son los auténticos señores de la tierra.
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(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
http://farm3.static.flickr.com/2790/4319535042_74769448ec_o.jpg

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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