Obama: de la «Casa Amarilla» de la esclavitud hasta «la Casa Blanca» de la libertad

Obama: de la "Casa Amarilla" de la esclavitud hasta "la Casa Blanca" de la libertad

(MICHAEL GERSON).- En paralelo al monumento a Lincoln en Washington D.C. según se sale de la Avenida de la Independencia cerca de la séptima, hubo en tiempos un edificio conocido como la Casa Amarilla. Según «Los negros levantaron el Capitolio,» de Jesse Holland, por fuera no destacaba entre las demás viviendas En los sótanos, con barrotes de hierro en las ventanas y anillas en el suelo para cadenas, y en un patio cerrado por una pared de tres metros, seres humanos esclavizados eran secuestrados y vendidos.

Uno de ellos era Solomon Northup, un hombre negro libre natural de Nueva York que fue secuestrado, esclavizado y encarcelado en la Casa Amarilla.

Más tarde escribiría, «Tan raro como pueda parecer, totalmente visible desde esta casa, mirando desde su imponente altura sobre ella, estaba el Capitolio. Las voces de representantes patriotas presumiendo de libertad e igualdad, y el sonido de las cadenas de los pobres esclavos, casi se combinaban.»

En pocos días, la voz del Presidente Barack Obama se mezclará con esos sonidos fantasmales, y se sumará a otras. Marian Anderson cantando «My Contry, ‘Tis of Three,» aunque las Hijas de la Revolución Americana habían ridiculizado la premisa de ese himno. Martin Luther King Jr. hablando desde las escaleras del Monumento a Lincoln, donde una pequeña placa conmemora ahora un lugar sagrado de la retórica estadounidense.

Si Obama y su preparado redactor de discursos, Jon Favreau, no saben encontrar poesía en ese lugar, no lo harán nunca.

Sin duda la encontrarán. Pero en cada proceso de redacción de discursos hay enemigos de la poesía y la ambición. Los consejeros políticos que cantan, «La economía, idiota.» Los discípulos de las muestras estadísticas que explican que a los grupos encuestados no les gustan las palabras «esclavitud» o «injusticia»; prefieren palabras como «remache» o «malvavisco.»

Los asesores de comunicación que utilizan «retórico» como término despectivo porque la formalidad no combina con «la expresión castiza.»

En especial en lo concerniente al discurso de investidura, todos ellos deben ser ignorados. Es adecuado mencionar la actualidad, pero el Discurso del Estado de la Nación ya permite la suficiente concreción. Un
discurso de inauguración plantea pruebas diferentes para un presidente nuevo: ¿sabe dejar de hablar como un candidato, y dirigirse al país y sus intereses? ¿Sabe situar su capítulo histórico apenas iniciado dentro del contexto de la historia americana?
Esa historia tiene muchas facetas, pero un solo desafío importante: una búsqueda desesperada de unidad, en ocasiones cruenta. Los discursos de investidura que resultan consecuentes confrontan directamente el asunto a tratar.

Los Presidentes anteriores a Lincoln intentaron mantener una unión política de estados divididos. Una vez rota, advertía Franklin Pierce, «Ningún poder o inteligencia sobre la tierra podría volver a unir nunca sus
trozos.» Lincoln precisó el ideal de la unión espiritual, una unión de idealismo y sufrimiento compartido, que trasciende la raza y costó un siglo alcanzar parcialmente siquiera.

Los Presidentes en la tradición de Woodrow Wilson y Franklin Roosevelt reclamaron una unidad nacional fundada en el idealismo democrático, en un mundo enloquecido por el imperialismo, el racismo y la ideología. «La aspiración democrática no es ninguna simple fase reciente de la historia humana,» decía Roosevelt en su tercera inauguración. «Es historia de la humanidad.»

En un discurso inaugural anterior, Roosevelt observaba, «En cada país siempre hay fuerzas en juego que separan a los hombres y fuerzas que les unen.» Esas fuerzas siguen presentes.

A través de las convulsiones de los años 60 y 70, América sufrió divisiones que volvieron a una generación
contra otra. Nuestras diferencias políticas y culturales hoy parecen expresarse principalmente a través de la mofa, en una especie de secesión espiritual unos de otros.

Es la principal finalidad del liderazgo presidencial ser una fuerza que nos una, afirmar, igual que hizo Jefferson, que somos «hermanos del mismo principio,» establecer y abogar, como hizo Lincoln, que «No somos enemigos sino amigos. No debemos ser enemigos.»

El origen de esta unidad para los estadounidenses no es un accidente de sangre o nacimiento, sino ciertos
valores morales compartidos en materia de derechos y dignidad de todos los hombres y mujeres, afirmaciones contenidas en la Declaración de Independencia, y sin límites en su influencia global. La existencia de esos
derechos impone deberes al gobierno, y genera obligaciones de unos ciudadanos para con otros.

En un discurso de investidura a la altura del momento, Obama resumirá el logro histórico que ya simboliza, y explicará cómo este difícil, grandioso y divino momento de la historia se amplía hasta incluirnos a todos.

Esta esperanza de unidad es más fuerte que toda la hipocresía de nuestro pasado, y más sonora que el ruido de las cadenas. Llevó a hombres y mujeres a subirse a barcos de inmigrantes y al Tren de la Libertad , y explica el sorprendente viaje que va desde la Casa Amarilla hasta una casa blanca justo al final de la calle.

© 2009, Washington Post Writers Group

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