Sesión Golfa

Juan Carrasco de las Heras

Nadie conoce a nadie

Por León Ocaña

Era un desapacible día de noviembre y los milicianos habían vuelto a tomar el pueblo. El frío se atrincheraba en pies y manos hasta adormecerlos de dolor, y el cielo se tornaba aquella mañana de un gris plomizo que parecía barruntar los peores presagios a unos vecinos agotados de luchar por sus vidas en la pesadilla fratricida que los malos tiempos les obligaban a vivir.

No obstante, maldita naturaleza humana, codicias, rencores y envidias pesaban mucho más que el agotamiento de espíritu, y las reconquistas siempre han sido el escenario perfecto para ajustes de cuentas, puñaladas traperas y ventas al mejor postor; pagando justos por pecadores con el único argumento de ser delatados por alguien “fiel” a la nueva causa, vecinos y familiares se veían despojados, con suerte, de todo cuanto tenían en beneficio de aquellos que clamaban equilibrar la balanza.

Doña Rosario encajaba el pesado postigo de la ventana mientras la señora Adela cerraba con llave las puertas que separaban el zaguán del resto de su deteriorado hogar. Ambas vivían en lo que quedaba de una de las mejores casas de la región, cuyos muros resistían cada vez peor las inclemencias de una guerra despiadada (como todas) que no parecía tener final. Juntas, al igual que el resto de vecinos de la calle principal, intentaban escapar del miedo y el peso de sus conciencias, como un niño que cubre con la sábana su cabeza, de lo que a pocos metros de aquellos muros estaba ocurriendo.

Las campanas de la iglesia no repicaban a pesar de ser las nueve en punto, y por la calle sólo se oían los ladridos de un perro cuya inconsciencia animaba a poner banda sonora al silencio sepulcral. Pocos minutos después, los habitantes más osados o ansiosos de revancha pudieron vislumbrar a través de rendijas en los muros de su vergüenza cómo pasaban con destino poco definido y siniestras intenciones a un grupo de combatientes ajados por las circunstancias -muchachos de apenas quince años en su gran mayoría- y provistos de navajas, garrotes y pocas armas de fuego que dirigían a empujones la comitiva encabezada por don Marcial, párroco del pueblo. Atadas las manos y tiznado su huesudo rostro, el cura buscaba desesperado con sus ojos llorosos algo (o más bien alguien) a lo que asirse. Era el momento de rezar, de poner su vida en paz antes de despedirse de ella, pero todo cuanto le salía era observar horrorizado las puertas y ventanas cerradas de los que el día anterior asistieron a misa de nueve, balbuciendo con aire ausente una y otra vez “¿no me conoce nadie?, ¿pero es que nadie me conoce?”

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Juan Carrasco

Éste homínido ceutí es crítico de cine desde hace años en el diario El Faro de Ceuta, así como responsable del espacio cinematográfico y de opinión "Fila 7" en la web www.ceuta.com y colaborador en la emisora de radio Onda 0 con su sección semanal "El Cine en la Onda".

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