Por León Ocaña
Hace años que Mario se había «jurado» a sí mismo no volver a pisar una iglesia, pero allí está; ahora se encuentra ornamentado con una de esas corbatas que nunca aprendió a anudar, con el aire respetable que le otorgan sin remedio la blanca cabellera y las innumerables arrugas que disfrazan esos ojos que tanto han contemplado en su intensa vida. A su lado, a punto de ser bautizada, la bendita criatura inocente que encantado ha aceptado apadrinar, en brazos de su padre, y detrás, justo en el primer banco, Manuel, su mejor amigo y orgulloso abuelo.
Por un momento la mente del anciano le hace abandonar la realidad y lo transporta cincuenta años atrás, cuando en unos tiempos oscuros los hermanos se mataban entre ellos con la ridícula excusa de un color más o menos en sus banderas; al momento justo en el que en pleno campo de batalla y tras una escaramuza conoció a Manuel, tumbado en el suelo detrás de unos setos, herido, y con aquellos ojos helados que se clavaban en los suyos observando con dignidad a la persona que estaba a punto de acabar con su existencia. Sólo hubiera tenido que apretar el gatillo de su fusil y seguir corriendo, pero una sensación que nunca ha vuelto a tener le dejó allí paralizado, apuntando a aquel soldado que lo miraba expectante, dolorido y resignado, y fue incapaz de realizar acción alguna. Había matado a varios hombres desde que se vio enrolado en aquella maldita guerra, pero esa era la primera vez que veía los ojos de su enemigo, y no superó la prueba.
Mario mantuvo su arma apuntando a Manuel sin mover un músculo hasta que un grupo de compañeros de escuadra de este último llegaron a la zona, le arrancaron de sus agarrotadas manos el fusil y lo hicieron prisionero. Habían transcurrido apenas un par de minutos, pero para ambos fue el tiempo equivalente a toda una vida.
Al día siguiente, Manuel, oficial de cierto rango, se aseguró de que Mario fuera bien tratado en el campamento, y luego fue a visitar al prisionero. Los días siguientes, mientras duraba el cautiverio de uno y la convalecencia del otro, antes de que los azares de la contienda los volvieran a separar, pasaron varias horas al día juntos, hablando, compartiendo vivencias y sentimientos, y se instaron a sobrevivir aquel infierno fratricida y verse después en algún café soleado.
La locura bélica quedó atrás, transcurrieron varios años, y un día Mario le contó a Manuel, su mejor amigo, su hermano, que aquel día no fue capaz de apretar el gatillo sencillamente por miedo. No temía las represalias del enemigo; ni siquiera tuvo miedo de eliminar a uno más de aquellos soldados que pretendían hacer lo mismo con él. Había reflexionado muchas veces sobre aquel crucial instante de su vida y había llegado a la conclusión de que lo que le había dejado paralizado fue la posibilidad de tener aquellos ojos fríos y resignados clavados en su memoria el resto de su vida.
Los vitales gritos de aquel bebé al sentir el agua fría tocar su tierna cabeza sacan a Mario de su trance. Gira la cabeza, mira a Manuel y ambos comparten una amplia y cómplice sonrisa de satisfacción.