Transcurrió ya el verano. Durante mis paseos vespertinos por el campo, caminaba embebido en la madre naturaleza. Ella me enseñaba lecciones de eternidad. No en vano es la obra primera del Creador.
Trino de los pájaros.
Aroma de mil flores.
Sombra de árboles robustos en su adultez.
Mi alma volaba por las regiones del pensamiento. Así era mi meditación:
"Casi todos los humanos anhelan aparecer como flores o ramas frondosas, alivio del caminante, orgullo de su propio "yo". Ser vistos y alabados. Producir admiración ante los ojos de los demás. Poco importan los frutos de verdadera bondad: porque agrada y recrea el alma ver y recoger en corona de triunfo las hojas frescas y las flores lozanas. Y llena al propio "ego" de placer contemplar la hermosura, aunque sea efímera.
Tú, alma sencilla, la que nunca has figurado en tribunas ni escenarios; la que trabajas en el interior de tu celda o en el rincón de la fábrica de otro: profundiza en tu grandeza: eres de la raíz
de la Iglesia. Sin tu apoyo, muchos frutos dejarían de existir. Y esas flores llenas de colorido no brotarían de ramas inexistentes.
Pero las raíces permanecen bajo tierra; y envían la savia y la vida, origen de las flores y de los frutos. ¿Mas quién piensa en las raíces cuando degusta la fruta en su dulzura?
ERES TU RAIZ DE LA IGLESIA: Llenarás de vida espiritual a las almas. Estarás, sí, sumergido en lo infinito del amor de Dios; arraigado en la caridad. Serás fundamento del gran árbol de vida que alza su esbeltez hacia las alturas.
¿Qué más da ser visto o ignorado, cuando nos sabemos imprescindibles en la obra del Creador?
José María Lorenzo Amelibia
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Viernes, 22 de febrero