La gran ilusión de mi antigua catequista, la persona que más ha influido en mi amor a la Eucaristía, era peregrinar a los Santos Lugares, y lo consiguió a edad ya muy avanzada. Ella me explicaba con gran emoción el momento en que visitaba el Cenáculo. Quería allí postrase en oración, y no lo conseguía.
Ni siquiera consiguió un lugar donde arrodillarse; estaba rodeada de gente, pero no encontraba a Jesús porque aquel santuario no estaba regido por católicos. Ella, con fe grande y mayor amor, en un momento en que el guía no la observaba, trazó con la pequeña punta de la cruz de un Rosario, en una pared marginal, el signo eucarístico: JHS, en memoria del sacrificio de Jesús en la Última Cena. Me lo contaba con emoción. Hubiese querido comulgar allí, pero era imposible.
¡Y pensar que muchas veces comulgamos sin apenas darnos cuenta! San Bernardo decía con gran sentimiento: “No emponzoñéis a Jesucristo en vuestro corazón”.
Recinto destacado y bello era el Cenáculo elegido por el mismo Jesucristo par instituir allí el gran Sacramento. Así nos daba a entender con cuánto esmero habíamos de preparar el alma para recibirle: siempre en gracia santificante; siempre limpios como los Apóstoles, después del lavatorio de los pies, símbolo de la pureza del alma.
Hemos de acercarnos cada mañana a Jesús ofreciéndole la renuncia de nuestro egoísmo; deseosos de quitar del alma cuanto le pueda ofender. Confesarnos con frecuencia y con gran dolor de nuestras faltas, y deseo firme de no disgustarle jamás.
Concentrarnos en el misterio como lo hacía mi catequista en el Cenáculo, en medio de tanta gente ajena a la sublime realidad del momento y dominada por la curiosidad. La Misa y la Comunión son la misma renovación de la Última de Cena, del sacrificio de la Cruz, pero de forma incruenta. Juntos en la Eucaristía, adoremos al Señor.
Lunes, 18 de febrero