Podría escribirse libros por decenas contando anécdotas u admirables ejemplos heroicos de monjas. Leí hace poco en el “Nuevo año cristiano” la semblanza de una monja navarra que en el siglo se llamó Felisa Pérez de Iriarte. Había nacido en Eslava y vivió su niñez en Tafalla. Se hizo monja dominica en Daroca.
¿Qué pensaba ella de este mundo? Lo dejó reflejado en los apuntes de unos Ejercicios Espirituales: “Hay quien pasa toda su existencia hablando mal de la vida, y a esto no hay derecho, porque no es verdad. La vida es amarga, pero hay en ella gozos capaces de endulzar todas las amarguras, y esa dulzura es el Señor. La existencia humana es lucha, es trabajo y es dolor. Pero hay algo que convierte el trabajo en placer y la lucha en paz. Y algo que hace que el dolor no sea cruz, sino felicidad. Ese algo es Él, Dios, Cristo”. A Él Felisa consagró su vida.
Vivió esta mujer oculta en sus quehaceres, siempre responsable. Ocupó en el convento los cargos de portera, secretaria de la priora, tornera... y por fin superiora del monasterio de Olmedo.
Triunfó en su debilidad porque, aun lo más duro y costoso, era para esta monja navarra gozo y felicidad. El ejemplo que más nos llama la atención es la manera de enfrentarse con su enfermedad. Se preocupaba muy poco de sus dolencias; no les daba ninguna importancia. ¡Ya pasarán los ratos malos! – solía decir.
Un día, aprovechado la ocasión de acompañar al médico a una novicia, se sometió ella misma a una revisión. El diagnóstico fue tajante: “Cáncer avanzado. Operación urgente”. Ella no perdió la paz. Aquella situación le sirvió para mantener más viva la presencia de Dios y la confianza en Él. En aquellos tiempos decir cáncer era lo mismo que muerte lenta. No había esperanza humana.
Fiel a su ofrecimiento de sufrir con Cristo doloroso, rechazaba con dulzura los calmantes ; se enfrentaba a la muerte con la cabeza despejada. Pero afirmó un día: “jamás pensé que un alma pudiera pasar tanto. Hasta tengo temor de desesperarme. ¡Pobres los que no tienen fe! Pedid a Dios mucho por los agonizantes.
Se desahogaba con la Madre, con la Virgen María. Pidió que la acompañaran en los últimos momentos con el rezo de la Salve. Y dijo: “No pueden imaginarse la alegría que tengo porque me voy al Cielo con la Señora”. Y repetía: “No me dejes, Madre mía, hasta morir en tu amor”.
Cuando leo estos testimonios yo me digo: Merece la pena una existencia cerca de Dios, llena de buenas obras. Merece la pena enfocar bien nuestra vida cuanto antes: mejor en los años de la niñez y adolescencia que en la ancianidad. Pero nunca es tarde para enderezar nuestro ideal. Porque Dios existe y nos espera.
Felisa terminó su vida en religión con el nombre de Teresa del Niño Jesús. Nació en 1904. Murió en Olmedo el 14 de octubre de 1954.
Señor. Y sigue el ejemplo de vida de este siervo de Dios entre nosotros.
José María Lorenzo Amelibia
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Jueves, 26 de abril