Miraba desde mi atalaya en el mes de agosto los campos rubios del trigo recién segado. La paz de la tierra en reposo después de entregarnos su fruto, elevó mi corazón a las alturas, como hoy día de la Navidad: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. ¡Así canto con mi alma y con mis labios!
No importa que la Navidad se engarce en los hielos del invierno, mientras el corazón descansa en los mansos campos, calientes todavía por la ubérrima cosecha.
En paja dorada reclinó su cuerpo el Hombre- Dios recién nacido. Con gozo lo acogieron pastores y reyes de tierras lejanas. Invierno y verano; otoño y primavera, ¿qué más da? Cuando el amor al Señor nos acucia y la paz se difunde a los hombres, penetramos hasta el mismo fondo de la fiesta navideña.
Quisiera contemplar el mundo con los ojos del Niño de Belén. Me gustaría convencerme de que la gente no es mala, aunque no logre componer la sinfonía a la bondad de las personas.
Necesito hoy un corazón grande, para abrazar como el Divino Infante a toda la creación.
Me olvido ahora y para siempre de las injurias sufridas de mano de gente ruin. Las heridas más profundas no llegarán a enconarse. Las ofensas intencionadas de quienes se burlaron de mí se deshacen, como la gota de agua en el vino que luego será la misma sangre de Cristo. Los abusos de poder de enanos, marqueses de feudos diminutos, se disipan en el amor de la de la venganza ni a las tormentas de la ira.
Buscad ya para siempre nuestro corazón en la sonrisa del Niño y en la mansedumbre de los campos, por donde pasaron los pastores después de haber recogido el dorado tesoro. Ensanchad conmigo vuestro corazón. ¡Aleluya! No demos lugar a las tinieblas.
José María Lorenzo Amelibia
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Jueves, 26 de abril