La batacazo del caliente sheriff Spitzer


(PD).- Sexo, poder y dinero. Son los tres elementos del cóctel explosivo que hundió, en apenas 48 horas, la meteórica carrera política de Eliot Spitzer.

El demócrata, conocido como el sheriff de Wall Street por su cruzada contra la corrupción y las redes de prostitución durante su etapa como fiscal general de Manhattan, ha sido un caso de cazador cazado: este lunes dejará el puesto de gobernador del Estado de Nueva York tras verse implicado como cliente en una red internacional de prostitución y blanqueo de dinero.

Utilizaba con asiduidad un burdel de lujo cuyas actividades, que incluían el blanqueo de dinero, quizás nunca hubieran sido descubiertas si el propio Spitzer no hubiera sido uno de sus clientes.

No son pocos los que aventuraban que este abogado de familia millonaria sería el primer judío en llegar a la Casa Blanca. Sin embargo, Spitzer, nacido en el Bronx en junio de 1959, estudiante ejemplar de Princeton y Harvard, casado y con tres hijas, en julio pasado cayó en las redes de una investigación fiscal rutinaria, que al tirar del hilo llevó hasta las puertas del Emperor’s Club VIP, el burdel cuyo desmantelamiento se anunciaba hace 10 días en Nueva York sin apenas ruido, pero que el pasado lunes arrastraba estrepitosamente en su caída al gobernador de Nueva York, el cliente número nueve.

Este hombre inteligente, ambicioso e implacable había trabajado ocho años como fiscal general de la ciudad, autoerigiéndose en brazo ejecutor frente a la corrupción de Wall Street y en cruzado contra las redes de prostitución internacional. Hace cuatro años protagonizó una de las mayores redadas contra esta práctica en diversos barrios de Nueva York, en la que fueron arrestadas 16 personas.

Al convertirse en gobernador, en enero de 2007, dio prioridad al endurecimiento de las leyes contra los johns (nombre que se les da a los clientes de los prostíbulos). Al aprobar en junio una de las legislaciones más severas de Estados Unidos contra el «comercio sexual», se convertía en el héroe de las organizaciones que luchan contra los proxenetas. La ley penaliza con un año de cárcel a los que pagan por mantener relaciones sexuales. Su objetivo era atajar la demanda y ayudar a las víctimas, las mujeres, porque la prostitución es «una forma de esclavitud moderna», decía cuando los servicios de Kristen ya estaban en su agenda.

El encuentro que figura como clave de la investigación de la fiscalía se produjo en la habitación 871 del hotel Mayflower, un lujoso y respetado establecimiento de Washington DC. Un día antes de San Valentín, Eliot Spitzer hizo una reserva a nombre de un amigo en este hotel, donde se alojan los altos mandatarios que viajan a Washington. También acordó por teléfono con la madame del burdel, Temeka Rachel Lewis -una de las cuatro arrestadas en la operación de desmantelamiento del Emperor’s Club-, que una joven «morena, alta y bonita» llamada Kristen acudiría esa misma noche a la habitación 871, donde se encontraría con quien ella creía era George Fox (el nombre dado por Spitzer en sus encuentros clandestinos). Entre las nueve y las doce se consumaría un encuentro que posteriormente la prostituta calificó de «fácil», pese a que otras profesionales que conocían al cliente numero nueve se habían quejado de que las prácticas con él no eran seguras (una definición que podría referirse al uso de drogas o a la negativa a usar condón).

Lo que ni Spitzer, ni Kristen, ni Temeka sabían es que el FBI grababa las conversaciones entre el burdel y los clientes desde octubre pasado, cuando varios movimientos sospechosos de dinero llamaron la atención de las autoridades bancarias. Esa noche, el gobernador le entregó a Kristen 4.300 dólares (2.900 euros): el servicio del día y un adelanto.

En julio, el Banco North Fork había alertado al fisco de movimientos extraños en las cuentas de Spitzer. Los bancos vigilan las transacciones anormales de personas con relevancia política para detectar sobornos, lavado de dinero u otros delitos. Pero el informe, que hacía referencia a movimientos de unos pocos miles de dólares, languideció en un despacho hasta que en otoño otro banco, el HSBC, detectó algo extraño en las cuentas de dos empresas que resultaron ser las tapaderas utilizadas por el Emperor’s Club para cobrar a sus clientes.

Al ver que Spitzer figuraba entre los pagadores, los dos informes se conectaron y la madeja de pruebas de sus pecados fue creciendo, aunque hasta ahora nadie le haya acusado de crimen alguno. A partir de las transferencias bancarias realizadas por el gobernador se calcula que habría gastado cerca de 20.000 dólares (13.000 euros) en media docena de citas desde la primavera de 2007. La cantidad podría ser mucho mayor si se confirman las sospechas de que su oscura afición se remonta a su etapa de fiscal.

El hombre que llegó a todas las esquinas del poderoso mundo financiero desde la fiscalía sabía bien que siguiendo el rastro del dinero se llegaba a destapar al criminal, algo que la testosterona le pudo hacer olvidar.

Como fiscal general de Nueva York se ganó múltiples enemigos al poner en su punto de mira a las firmas de analistas que recomendaban la compra de acciones; a los grandes gestores de fondos de inversión, a los que acusó de dar preferencia a los intereses de sus grandes clientes; e incluso a banqueros que, en palabras de Ken Lagone, antiguo miembro del consejo del NYSE, se ganaron a pulso su lugar en Wall Street y a los que Spitzer «machacó sin piedad».

Pero al sheriff le cegó el poder y cometió el pecado de cruzar la fina línea que separa la verdad de la hipocresía, lo que le podría convertir en víctima de las leyes que hizo respetar como fiscal y que aplicó como gobernador. De momento, no hay cargos contra él. Pero todo es cuestión de tiempo.

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