Zapatero y el síndrome de Ormuz

Zapatero y el síndrome de Ormuz

(PD).- Estaba cantado lo de Afganistán, y desde antes del sainete de Kosovo. Era evidente que España iba a mandar más tropas desde que llegó Obama, luz de nuestro oscurecido Gobierno, pero la decisión se ha hecho perentoria para sacar la pata que metió Zapatero con la retirada unilateral de los Balcanes.

Afirma Ignacio Camacho en ABC que el presidente socialista trata de agarrarse a cualquier cable que le lancen desde la escena extranjera para contrarrestar su pésimo momento interno, lo que no deja de ser un modo de engañar a quienes aún no lo conocen bien; sabe que los hilos que quedan de su prestigio están sujetos con esparadrapo en el techo de los salones de las cumbres internacionales.

Es un síndrome escapista típico del segundo mandato, que afectó a Suárez, a González y a Aznar, y si no alcanzó a Calvo Sotelo fue porque no le dio tiempo: le llamaron el síndrome de Ormuz por la obsesión suarista, en plena crisis energética de finales de los setenta, con el conflicto de aquel lejano y estratégico paraje.

El Ormuz de Zapatero son la recesión y el colapso de las finanzas mundiales, factores exculpatorios en los que intenta apoyar su inacción política en el interior, su renuencia indolora a emprender reformas estructurales cuya ausencia atornilla la crisis o, en el mejor de los casos dificulta la recuperación.

Por eso su optimismo retórico va mucho más allá que el de sus prudentes colegas europeos, bastante cautos a la hora de proclamar el final de los problemas. No se trata sólo de una cuestión de carácter o de talante, sino de una estrategia de corto plazo para apuntalar la negativa a tomar medidas de fondo y situar en el ámbito exterior la responsabilidad de salir del marasmo económico.

Presentándose dispuesto a colaborar, mediar o echar una mano en el tablero diplomático —para lo que la ayuda militar resulta una aportación de credibilidad imprescindible—, el presidente manda a los españoles el mensaje de que hace lo posible en el terreno realmente decisorio. Y cobra un protagonismo más agradecido que el que le tributamos sus conciudadanos desde el conocimiento de sus debilidades.

Pero, como de costumbre, se pasa de rosca. Es muy poco creíble su tono triunfalista de Londres el mismo día en que las cifras del paro vuelven a llover como gotas de plomo sobre el horizonte social español.

Y hace demasiado poco tiempo del momento solemne en que anunció a boca llena una sensible mejoría en marzo.

Los ciudadanos se han acostumbrado a escuchar sus arengas optimistas con un irritado escepticismo, y cuando le oyen decir que vamos a tocar fondo sospechan que en la mejor de la hipótesis es para quedarnos un buen rato en él. Por lo menos Suárez, cuando apelaba con elocuencia geoestratégica al problema de Ormuz, no se postulaba como el mesías llamado a solucionarlo.


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