El Gobierno rumboso, la cúpula de Barceló y el sufrido contribuyente

El Gobierno rumboso, la cúpula de Barceló y el sufrido contribuyente

(PD).- En un mercado capaz de pagar 150 millones de euros por un tiburón en formol de Damien Hirst, que es un farsante (y un marchante, lo que a menudo viene a ser lo mismo), no se puede discutir cuánto vale un mural de Miquel Barceló, que acaso no sea un genio pero anda cerca.

Subraya Ignacio Camacho en ABC que, con su machadiana distinción entre valor y precio, el ministro Moratinos ha tratado de desviar hacia la cotización del artista el dispendio cometido por Exteriores en la sede ginebrina de la fatua Alianza de Civilizaciones promovida, y casi olvidada, por Zapatero.

Pero no ésa no es la cuestión a debatir, sino la de si el Gobierno de un país en recesión se puede y/o se debe permitir esa rumbosa dádiva estéril.

Y esa cuestión tiene una clara respuesta, negativa, que Moratinos conoce porque no es necio. Como conoce el nulo recibo que tiene el hecho de que parte de los fondos con que se ha pagado el derroche los ha habido que sustraer del presupuesto de ayuda al desarrollo, mantra sagrado de la retórica zapateril que queda en muy mal lugar con una praxis tan poco aseada.

Por todo ello resulta muy tramposo el intento de descargar sobre Barceló -que está visiblemente incómodo por verse en el eje de una polémica que le repugna- la responsabilidad indirecta de algo que podría entenderse como una malversación, no sé si técnica pero desde luego moral. Barceló no tiene la culpa; puede ser caro o no, pero el problema no está en lo que él cobre, sino en lo que el Ministerio pague.
Una cosa es que un millonetis ruso, un jeque árabe o un especulador japonés quiera gastarse un capital disparatado en la última chorrada de un presunto artista con ínfulas rupturistas, como Hirst o los hermanos Chapman, distorsionando el ya caótico mercado del arte contemporáneo, y otra bien distinta que un Estado dedique fondos de cooperación a sufragar el capricho decorativo de una oficina inútil.

Un Gobierno acuciado por la crisis -y aunque le sobrase el dinero- no puede ponerse espléndido con los impuestos de los contribuyentes porque su presidente quiera mimar una ocurrencia diplomática que ya ni siquiera está entre sus prioridades.

Y si encima paga el antojo a costa de la asignación para combatir la pobreza -¿cuántos microproyectos cooperativos se podrían financiar con veinte millones de euros?-, estamos ya no sólo ante una barbaridad política, sino ante una exhibición de hipocresía.

A Barceló, por tanto, hay que dejarlo al margen. Esto no es un debate de calidad o cotización artística, sino de ética política y de sensibilidad social.

Un tema incómodo para el gobernante que quiere sacar pecho en el G-20 blasonando de liderazgo en la ayuda al desarrollo con soberbia poco filantrópica.

Pero entre lo que le da a la banca, lo que gasta en asesores y lo que dilapida en mecenazgos de nuevo rico, parece que los pobres del mundo pueden esperar a otra refundación del capitalismo un poco menos retórica. En política es el valor del compromiso y de la coherencia lo que no tiene precio.

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