Moncloa S.A.

(PD).- Los cínicos, que según la célebre sentencia del maestro Kapucinsky no sirven para el periodismo porque lo deshumanizan, siempre han sostenido que éste es un oficio muy rentable a condición de que se sepa abandonar a tiempo.

Afirma Ignacio Camacho en ABC que, en realidad, lo que contiene este adagio es una definición actualizada de la política, que antiguamente -muy antiguamente; cuando los romanos dejaban la labranza para ser senadores y luego volvían al arado- fue concebida como un servicio público.

Ahora se trata de una simple profesión de acceso libre en la que no se exige cualificación ni se necesita estar colegiado; basta con pertenecer a un partido y saber escoger a quién y cuándo se obedece.

Es un trabajo sencillo y razonablemente bien pagado, sobre todo a la vista del origen laboral de la mayoría de los miembros de nuestra nomenclatura, pero además permite dar el salto hacia metas mayores cuando se eligen bien el momento y las compañías.

A finales de los ochenta, la izquierda socialdemócrata descubrió el trampolín que la política significaba para acceder a los negocios. Lo resumió un destacado solchaguista al que el paso por el poder convirtió sin más trámites en banquero: las relaciones, declaró en un arrebato de sinceridad, forman parte del currículum.

La rapidez con que el socialismo se integró en lo que hasta entonces era un coto de la derecha fue superior a la velocidad de las reformas estructurales que pregonaba su programa. Fue una conversión de índole paulina: el progreso bien entendido empieza por uno mismo.

El felipismo acabó disuelto en un magma de lobbys y tráfico de influencias en el que abundaron escándalos de manos largas, una tentación de la que hasta ahora parecía vacunada la generación zapaterista.

Pero cuatro años de poder han empezado a germinar su propia beautiful people, un círculo de gente que se considera a sí misma elegida para convertirse en amos del universo a base de difuminar en beneficio propio las fronteras entre el ámbito público y el privado.

Los límites los debería establecer la Ley de Incompatibilidades, pero el caso de David Taguas, el asesor del presidente que ha fichado por la asociación de grandes constructores, demuestra que hay lagunas jurídicas por las que puede colarse cualquier interpretación basada en el relativismo ético.

Lo peor de este asunto es que no queda muy claro si a Taguas lo han fichado las constructoras para beneficiarse de su cercanía al poder o lo ha enviado Zapatero para permeabilizar políticamente al más influyente de nuestros sectores económicos.

Probablemente se trate de una joint venture de provechos mutuos en la que cada parte lleva su tajada. En el anterior mandato, la bodeguilla de Moncloa acogió con asiduidad a algunos tiburones del cemento que calentaban la oreja a Zapatero mientras sus empresas escalaban el ranking de las finanzas y las fusiones.

De esa porosidad comienza a emerger una típica sociedad de intereses convergentes que mancha la purista virginidad presidencial y apunta a la transformación del Gobierno en un régimen.

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