Español, SA

Español, SA

por Juan Ramón Lodares
El País, lunes, 19 de julio de 2004

No se sorprenderán si les digo que el turismo es una de nuestras primeras industrias. Pero ¿adivinan qué sector hay cuyos servicios producen en España un porcentaje de riqueza similar al turístico? Pues nuestro idioma común. Sí, eso mismo, la lengua española. No es difícil entender el porqué: el idioma es un recurso aparentemente inmaterial, sin embargo, no hay actividad económica o mercantil donde no promedie. Dado que las comunicaciones se han desarrollado vertiginosamente en los últimos años, esos medios elementales de comunicación que son las lenguas se han instalado en el centro mismo de la actividad productiva y comercial. Es más, a menudo la agilizan porque actúan como una marca, una etiqueta, una imagen que representa un ámbito libre de las fronteras políticas y de los aranceles que trazan los Estados: spanish, espagnol, espanhol, spagnolo, spanisch, spanska… define a un ámbito multinacional de 12.207.000 Km2 (sólo superado por los ámbitos inglés, francés y ruso; unidos al nuestro, los cuatro abarcan lingüísticamente el 67% de la superficie terrestre), es asimismo un ámbito con cerca de 400 millones de hablantes natos, más 60 millones de personas que lo hablan o estudian como segunda lengua, un código de comunicación que es oficial en numerosos organismos internacionales y cuya actividad negociadora en EE UU, Europa e Hispanoamérica (por orden de rentabilidad) produce unos 500.000 millones de dólares anuales. Un interesante producto, en fin, asociado a esa precisa marca y a esa precisa imagen: español.

Una gran comunidad lingüística se constituye porque previamente se ha tejido una red de intereses económicos que fluyen mejor a través de un código común. Pero una vez establecida la lengua común, ésta se transforma en valor estratégico de primer orden al facilitar la circulación del trato comercial. Hay una simbiosis entre economía y lengua. Éste es el caso de las grandes lenguas comunes occidentales como el francés, el inglés, el alemán, el portugués y, por supuesto, el español: si nuestra lengua ha experimentado un desarrollo multinacional muy considerable desde mediados del siglo XVIII hasta hoy, ha sido porque los hispanoamericanos lo consideraron como la única lingua franca posible para el desarrollo humano y económico de sus nacientes repúblicas en un momento en que sólo uno de cada tres americanos hablaba español. Digamos que sin la favorable intervención de los independentistas la historia del español en América habría sido, más o menos, la del inglés en la India: una lengua que, finalizada la colonización británica, se ha conservado entre el 15% de la población, el núcleo colonial por decirlo así.

En España, la lengua común creció en la época moderna, fundamentalmente, porque el avance de las comunicaciones, la industria, la liquidación de aduanas interiores y la liberalización del comercio entre las regiones y con América, la hicieron imprescindible. Mediado el siglo XIX, un ministro catalán, Laureano de Figuerola, a la par que uniformaba el patrón monetario con la peseta, uniformaba el plan de estudios de la escuela pública con la lengua española para «dar unidad a ese conjunto de pueblos a que se llama España, y que en vez de ser un Estado, presentan opuestos intereses y hasta hostiles miras por el espíritu de provincialismo que los domina», según manifiesta en el prólogo de su Manual completo de enseñanza simultánea (1841). Pero no en vano la industria y el comercio catalanes estaban interesadísimos en la unidad de mercado que garantizaba el español. Esto explica que en la Cataluña decimonónica abunden los ideólogos de la comunidad lingüística fundada en el español (al estilo del mismo Figuerola) para alguno de los cuales aparte de abarcar toda España y las repúblicas americanas, el español debería extenderse ¡por todo Portugal!

Historias curiosas aparte, hoy el español está situado en el centro de nuestras actividades económicas. Aporta el 15% del PIB español, calculando por lo bajo, y si nos sumamos a las cifras que la lengua produce en Hispanomérica más las que da en EE UU, advertiremos que en torno al español gira el 9% del PIB mundial.

España es parte de un condominio lingüístico, es decir, sólo uno de cada diez hablantes de español vive en ella, pero es precisamente el hecho de pertenecer a ese condominio lo que hace relevante el valor económico del español en nuestro país. Por España en sí misma, el español sería una lengua de mediana a pequeña en el contexto mundial y su relevancia económica sería escasa. Posiblemente no nos visitarían al año 200.000 estudiantes de español-como-lengua-extranjera (E/LE), que son el motor de una industria de enseñanza de idiomas que mueve aproximadamente 500 millones de euros anuales (el 20% de los cuales queda en Cataluña, Valencia y País Vasco). No es ésta la actividad idiomática más próspera: el negocio editorial -que es, por cierto, la joya de la corona exportadora española- multiplica por doce las cifras del turismo idiomático. Y la actividad asociada a las nuevas tecnologías de la información y telecomunicación iguala al negocio editorial.

España es sólo la porción europea del idioma. Una porción que, en términos demográficos, territoriales y comerciales, pesará cada vez menos frente a América en general y frente a la región México-EE UU en particular. Aun así, el mundo hispanohablante sigue reconociéndola como la «decana» del idioma y nada de lo que pasa en la porción europea es ajeno a ninguna parcela del condominio hispánico. Esta circunstancia hace que recaigan sobre ella importantes tareas en la gestión del «espíritu» de la lengua, de su buena imagen y, por supuesto, de los negocios que abarca. Se me ocurren, sin la pretensión de ser exhaustivo, las siguientes: fomentar uno de los canales por donde discurrirá la economía del siglo XXI, como va a ser la transmisión de información y conocimientos, donde la lengua será una materia prima; superar el estadio «vender español» por otro más influyente que consiste en «vender educación y cultura en español», este estadio resulta imprescindible si se quiere internacionalizar la oferta educativa y cultural española, y no se dará tal paso con éxito sin asociarla a nuestra lengua común y a su circunstancia internacional, ya que, en el exterior, la marca Lengua española interesa más que la marca España.

Hay que crear contenidos culturales de prestigio que ofrezcan una imagen sólida y digna de respeto internacional del mundo hispanohablante, en EE UU precisamente la batalla del español es la batalla del prestigio y no la del número de hablantes. Finalmente, convendría aprovechar nuestra circunstancia de parcela europea del idioma para obrar como nexo entre la Unión Europea e Hispanoamérica, lo que, aparte de otros beneficios, nos reportará una posición de fuerza en el mercado del aprendizaje de segundas lenguas que, previsiblemente, se incrementará en los próximos años en Europa; un territorio éste, el europeo, muy competitivo pues a nadie se le escapó que en el futuro la influencia cultural y lingüística será también influencia política y económica. Un territorio, asimismo, donde la diplomacia española no tiene mucho que ganar presentándonos como abanderados de la diferenciación cultural europea, con propuestas de multiplicación de lenguas oficiales que los grandes países de la UE consideran impertinentes para las comunidades lingüísticas ya constituidas en su seno y la unidad de mercado que éstas facilitan (si la propia España no avanza hacia su transformación en país plurilingüe y hacia la fragmentación de su comunidad lingüística con la velocidad y entusiasmo que algunos desean, no es por otra cosa sino por el volumen económico que desplaza el español). El terreno americano está mucho más despejado: en lo referente a EE UU, ningún idioma puede competir con el español en el mercado de segundas lenguas; en Brasil, descontado el inglés, tampoco hay gran competencia al respecto. Si España sabe potenciar su imagen de comunidad lingüística sólida y de proyección internacional, tendrá mucho terreno ganado para consolidar estrategias diplomáticas, económicas y mercantiles favorables en el exterior.

El economista y estratega empresarial Kenichi Ohmae ha entendido todo esto perfectamente: «Las empresas europeas son más atractivas por el hecho de que hay una comunidad que habla español; España es el puente con Iberoamérica por el que se transita entre dos continentes. Esto da acceso a una enorme capacidad de comunicación». Tenemos, en fin, la responsabilidad de plantearnos estrategias inteligentes para aprovechar el peso económico de nuestro idioma común, así como las enormes ventajas que para nuestra imagen exterior puede reportarnos la gestión de esa empresa que he llamado «Español, SA». No lo olviden: una de las empresas más internacionales que poseemos, cuya materia prima es abundante, limpia, barata, atractiva para nuestros vecinos y, previsiblemente, tardará mucho tiempo en agotarse.

(Juan R. Lodares es profesor de Lengua Española en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de Lengua y patria. Sobre el nacionalismo lingüístico en España. Taurus, 2002.)

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Autor

Luis Balcarce

De 2007 a 2021 fue Jefe de Redacción de Periodista Digital, uno de los diez digitales más leídos de España.

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