El liberalismo explicado a los niños

El liberalismo no es ni un modo de vida ni un curso de autoayuda: es una filosofía política que sostiene que una persona puede vivir la vida que se le plazca siempre y cuando respete los derechos de terceros. ¿Qué derechos? El derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad privada, derechos inclusos anteriores a la formación de todo gobierno. Esto significa que en la visión liberal las relaciones humanas no están basadas en la fuerza sino en la voluntad y que el rol del gobierno es proteger estas relaciones, contratos y derechos ante el peligro de iniciación del uso de la fuerza contra la voluntad de otro. El filósofo John Hospers decía que el liberalismo “es el derecho de cada cual a vivir de acuerdo a sus propio gustos, siempre que esto no perjudique a los otros ni les impida vivir tampoco vivir de acuerdo a los suyos”.

Por esta razón, a un liberal le provoca escalofríos ciertas prácticas habituales en las democracias occidentales como la censura, los controles de precios, la confiscación de la propiedad y la regulación de nuestras vidas tanto en el plano moral como económico. A diferencia de la mayoría de la gente, el libertario no espera nada del gobierno porque ante todo le teme. No le pide ni educación, ni salud ni que fabrique aviones: simplemente le pide que proteja sus derechos. Sabe que darle poder y libertad de acción al gobierno “es como darle whisky y las llaves del auto a un adolescente” según la humorada de P. J. Rourke. Sabe que un gobierno está fundamentalmente compuesto por burócratas y políticos con ansias de meterle la mano en el bolsillo a la gente para financiar campañas políticas, controles anti-droga, pistas de aterrizaje en medio del desierto, compra de votos y planes de seguridad social que hasta el momento no han servido de nada.

Sabe que el poder siempre corrompe y que el poder del gobierno de decirle a la gente cómo vivir o cómo transferir dinero de unos hacia otros es siempre una tentación a la corrupción. Siempre los gobiernos querrán hacer solidaridad y luchar por “la justicia social” pero siempre con dinero ajeno. Quien espera que un gobierno brinde educación, salud, vivienda y trabajo –como rezan los políticos en campaña- peca no tanto de ingenuidad como de estupidez. Como lo ha demostrado Paul Johnson en su obra Tiempos modernos, el Estado, como agente de benevolencia, se ha probado como un gran derrochador y un gastador corrupto insaciable, además de ser el mayor criminal de todos los tiempos.

David Boaz: “Los burócratas no tienen clientes a los cuales satisfacer”.

Señala David Boaz, en su excelente Libertarianism, a premier, que para los libertarios el asunto crucial es la relación entre el individuo y el Estado. ¿Qué derechos tiene un individuo? ¿Qué forma de gobierno protegerá mejor mis derechos? ¿Qué poderes debe ejercer un gobierno? ¿Quién tomará la mejor decisión sobre ese aspecto de tu vida: tu o alguien extraño? La respuesta es tan clara que da vergüenza escribirla: en una sociedad civil tú eres quien decide sobre tu vida. De ahí que el libertario defienda el individualismo porque considera que es el individuo –y no la Nación, la Patria o el Caudillo, como nos quisieron hacer creer- la unidad básica social de todo análisis y que sólo los individuos son responsables por sus actos. “El pensamiento libertario resalta y enfatiza la dignidad de cada ser humano quien lleva consigo derechos y responsabilidades”, escribe Boaz. Este individuo posee por ende derechos individuales – a la vida, la libertad y la propiedad- que no están otorgados por ningún gobierno o sociedad alguna sino que son inherentes a la naturaleza humana, motivo por el que también se los conozca como derechos naturales.

La batalla por los derechos individuales está en la actualidad lejos de haber sido ganada. En todas partes del mundo, ególatras y megalómanos nacionalistas insisten con someter a las personas bajo la excusa de una bandera o una causa religiosa. Así se construyó la historia del siglo pasado, con masas enteras entregándose mansamente a la voluntad de los espíritus totalitarios. En este sentido, y consciente de los peligros que eso genera, la libre elección individual es el corazón del pensamiento liberal. Escribe Mario Vargas Llosa: “Un denominador común sin excepciones para el liberalismo, en toda su maraña de variantes, es considerar al individuo la realidad humana básica, la única irreversible y final, y, por sobre todas las generalizaciones que se empeñan en subsumirla o encarnarla: sociedad, clase, iglesia, raza, partido, cultura, Estado y Nación”. Para decirlo en otras palabras, el liberalismo es el antídoto frente “a la pretensión ideológica de convertir a lo social en una instancia moral o política superior a los individuos”.

El liberalismo no confía en las centrales de planificación ni en los Ministerios ni Secretarias que se autopostulan para planificar y ordenar nada. Cree en el orden espontáneo, concepto que significa que, siendo necesario cierto orden para que las sociedades humanas produzcan y florezcan, este orden no debería partir de una autoridad central sino de la acción desorganizada y no planificada de miles de individuos que coordinan sus acciones con otros miles para poder así alcanzar sus objetivos. Basta pensar que las instituciones más complejas de una sociedad – como la moneda, las leyes, los mercados, el lenguaje– se desarrollaron espontáneamente sin ninguna planificación central. Y es porque la sociedad civil no es más que eso: el complejo entramado de asociaciones y conexiones entre la gente, es decir, un producto genuino del orden espontáneo.

De la misma naturaleza nace el proceso de mercado. Boaz lo señala de esta forma: “El supermercado es una maravilla. Cómo puede ser que yo, que no puedo ni hallar una granja en el mapa, pueda ir a un negocio de día o de noche y esperar encontrar toda la comida que desee en cientos de marcas y productos distintos en prácticos envases y listos para su venta y consumo. ¿Quién planificó todo esto?”. Boaz mismo se responde: “El secreto es que nadie lo planificó, nadie hubiera podido. El supermercado es hoy un lugar común pero en definitiva no deja de ser un ejemplo rotundo del complejo e infinito orden espontáneo conocido como mercado libre”.

Boaz explica que el mercado, a contra corriente de lo que se cree, no es competencia sino cooperación. “En realidad, es gente compitiendo para cooperar mejor”, escribe el pensador del CATO Institute. Al igual que el tránsito automovilístico, donde millones de personas conducen sin planificación alguna y bajo algunas simples reglas que respetar, el proceso de mercado está basado en el consenso y el contrato, por lo general tácito, no escrito, entre millones de personas. El punto central de una economía no es producir cosas sino producir las cosas que la gente desea en un momento determinado. Ahí radica la importancia de los precios, los cuales nos informan -mejor que cualquier sistema de planificación- lo que la gente desea y cuánto está dispuesta a pagar por ello. El sistema de precios revela las elecciones, gustos y deseos de millones de productores y consumidores y les ayuda a saber a los empresarios e inversores precisamente cómo coordinar sus recursos y energías para satisfacer tal o cual demanda. Esa es el rol del entrepeneur: descubrir una situación en la cual los recursos pueden ser usados de una manera más rentable que como se venían usando anteriormente. Su descubrimiento le redituará a él y al resto de la sociedad y, como dice Boaz, deberíamos estar agradecidos a aquellos que desean sacar beneficios de situaciones inexploradas. Cuando los críticos del mercado se quejan de los laboratorios farmacéuticos que lucran y ganan mucho se están olvidando que parte de esos beneficios son invertidos nuevamente en el proceso de descubrir nuevas medicinas para la cura de viejas o nuevas enfermedades. “No deberíamos –dice Boaz- criticar al que produce beneficios sino al que no los produce en absoluto”.

Por esta razón, cuando el Estado interviene en la economía, lo que produce es una distorsión de todo este proceso. Los precios dejan de canalizar información para pasar a producir señales extrañas que no reflejan la realidad de los consumidores; los empresarios comienzan a exigir dádivas en forma de subsidios y protecciones; los políticos, por su parte, intervienen cambiando las reglas de juego; es decir, dictando miles de regulaciones, decretos e impuestos absurdos- que sólo sirven para entorpecer y espantar las inversiones; la coordinación de energía se vuelve inútil y los recursos, improductivos. En los países del Tercer Mundo las causas de la pobreza se deben a esta distorsión permanente del proceso de mercado. En realidad, su rol no debería ser aliarse con los privados en busca de mercados cautivos sino uno no menos difícil e importante: proteger los derechos de los individuos a comerciar libre y voluntariamente y defenderlos del fraude, la extorsión y el robo.

Por desgracia, la mayoría de la gente todavía piensa que el deber del Estado es sanarnos de las enfermedades, educarnos en sus escuelas para ser obedientes y sumisos, obligarnos a respetar una bandera o ideología y amar a nuestros gobernantes por sobre todas las cosas. Dice Boaz: “Los conservadores quieren ser tu papi: decirte que hacer y no hacer. Los demócratas quieren ser tu mami, darte de comer, arroparte, vestirte y sonarte la nariz. Los libertarios , en cambio, quieren tratarte como un adulto dejándote tomar tus propias decisiones incluso cuando cometes errores”. El arma de coacción por excelencia que tiene el Estado, además de la policía, son los impuestos. Mucha gente opina que “deben pagar los que más tienen”, y entienden que las cruzadas anti-evasión son una causa nacional. Los liberales opinan que se deberían pagar mucho menos impuestos que los actuales en favor de poder contar con recursos necesarios para volver a invertir en el mercado y retribuir a la sociedad en forma de mejores productos y servicios. Los gobiernos piensan que los ciudadanos deben tener de socio al Estado para así aportarle el 50% de sus ingresos con impuestos exorbitantes e injustos, sobre todo, con las clases más desposeídas. Bajo la falsa promesa de educación, salud y trabajo, la demagogia habitual de los políticos se transforma en un instrumento de expoliación y condena a la miseria. Las consecuencias nefastas de la excesiva carga impositiva son la huida de los emprendedores, un mayor desempleo por falta de inversión y nuevas oportunidades, y el empobrecimiento de los sectores productivos.

Charles Murray: “Déjennos vivir en paz”.

“¿Cuándo fue la última vez que escucharon a un político argumentar en favor de la libertad individual y prometernos que bajo su gobierno seremos más libres?”, se pregunta Charles Murray en su imprescindible What it means to be a libertarian? . Sólo un espíritu liberal hasta la médula podría plantearse semejante pregunta. Los políticos saben cómo robarnos la libertad, no cómo dejarnos vivir en paz y ser libres. estoy tentado a fin de cuentas a definir al político como alguien que no nos puede dejar en paz, que su mayor pasión es hacernos más difícil la existencia. El político –y por ende, el Estado- no tolera ver a un hombre normal ganarse la vida honradamente ocupándose de sus propios asuntos.

Murray bromea con una creencia que dice que los gallos creen que amanece a la mañana temprano gracias a que ellos cantan. Los políticos piensan igual que los gallos. Si ellos no dictaminarían leyes ni decretos ni regulaciones nuestra vida en sociedad sería un caos. “¿Cómo se organizarían si yo nos los cuido?”, piensa en su interior el político. Y lo que se plantea Murray es precisamente esta creencia que lleva a que los políticos se ocupen demasiado de nosotros. Interrogándose sobre este asunto, Murray llega a plantearse: “¿Qué está obligado el hombre normal a dar al gobierno?”. La pregunta no es inocente ya que esta obligación puede además estar dictaminada por una ley, con lo cual está latente una plausible amenaza de fuerza… Para Murray, el principio liberal es que no podemos utilizar la fuerza contra nadie que no nos haya hecho daño ni podemos forzar a nadie a hacer lo que no desee hacer. “Está mal que utilice mi fuerza contra ti porque violo tu derecho de poseerte a ti mismo (self-ownership, en inglés. No es casual que no tengamos una palabra similar en español).

Murray en su libro analiza los fundamentos de una sociedad libre hasta sus mínimos detalles. Mucho de lo que argumenta ya lo he explicado más arriba: la importancia de la cooperación y los intercambios voluntarios, el derecho a hacer contratos con quien se nos dé la gana, el respeto por la libertad de asociación, la exigencia de un gobierno limitado y la libertad económica esencial que aleje al gobierno de su dañina intervención. En definitiva, la posibilidad de ser libres y responsables, hecho fundamental que hace que nuestras vidas sean “no más pesadas sino menos triviales”. La responsabilidad no es el precio de la libertad sino su recompensa. “No pain, no gain”, dice el refrán en inglés.

De todas formas, Murray se distancia de algunos libertarios en cuestiones tales como la discusión sobre los bienes públicos o el tema impositivo. Con respecto al primer punto, Murray piensa que en ciertos casos –un monopolio natural, por ejemplo- el gobierno intervenga con una mínima regulación. “Es una alternativa válida, siempre a la espera de que llegue la competencia”. De la misma manera, si la gente desea poseer una universidad pública y hacerse cargo de su mantenimiento puede hacerlo. Lo mismo con los impuestos. Mientras que David Bergland, en su Libertarianism in one lesson, opina que “el impuesto es un robo” y no debería cobrarse ningún tipo de erogación pública, Murray –y también Boaz- opinan que pagar unos impuestos mínimos para garantizar las funciones básicas del Estado no está mal.

Epílogo

En último término, nuestros autores abogan por una sociedad libre, sociedad de la cual hemos dejado de tener noticias hace tiempo. En contra de toda planificación e imposición gubernamental, nos piden que que nos dejen libres y en paz. Mucha gente –miedosa de vivir en libertad- vive reclamando protecciones y regulaciones varias con la esperanza de poder vivir con menos responsabilidades. “Una cosa es la libertad y otra el libertinaje”, suelen repetir los timoratos gazmoños que no asumen los riesgos que una vida libre conlleva. A lo que Murray contesta: “No somos omniscientes. La gente no lleva estampado el cartel de “responsable” y “no responsable” en la frente como tampoco lleva su test de personalidad consigo ni su IQ nos confía su verdadera capacidad de raciocinio”. Déjennos vivir en paz, eso es todo.

Nos hemos olvidado –por las banderas, los fanatismos y los nacionalismos totalitarios que nos dejó el siglo pasado- lo que significa vivir libremente. El liberalismo no desea más que postular que el hombre que se ocupa de sus propios asuntos debe ser dejado en paz. Pienso la imagen ideal del liberalismo cómo dos amigos pescando en un apacible lago. ¿Por qué? Porque hay un cuento de Guy de Mauppasant, que se llama “Dos amigos”, que cuenta la historia de dos amigos que pescaban en un lago tranquilamente y sin hablarse siquiera, en total comunión con la naturaleza y gozando de un instante único. De pronto, se acercan unos soldados de un batallón provenientes de un ejército napoleónico que había invadido la ciudad hace instantes. Los interrogan con el autoritarismo militar de rigor en estos casos, los increpan y los terminan acusando de antipatriotas, razón que les permite sin explicación alguna, “luego dejarles despedirse el uno del otro”, fusilarlos de la forma más absurda que podamos imaginar.

Hoy los soldados ya no visitan nuestros hogares pero están presentes de muchas otras maneras bajo slogans políticos sutiles y bien construidos. Los une el estado, la política y el deseo de someter a la gente a sus propios intereses. Defender la libertad de esos que pescan apaciblemente sin molestar a nadie es el espíritu liberal del que quise hablar en estas páginas.

Escrito en abril de 2000 para la Revista de la Fundación Atlas para una sociedad libre

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Autor

Luis Balcarce

De 2007 a 2021 fue Jefe de Redacción de Periodista Digital, uno de los diez digitales más leídos de España.

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