El Estado mínimo

Por Karl Popper

Yo represento el punto de vista de que en una forma de gobierno democrática lo más importante consiste en que posibilita deponer al gobierno sin derramamiento de sangre, a lo que sigue un nuevo gobierno que toma las riendas. Parece relativamente sin importancia el modo en cómo este derrocamiento se lleva a cabo –o por nuevas elecciones o por las Cámaras- en tanto que la decisión provenga de una mayoría, ya sea por medio de los votantes o sus representantes o, también, por los jueces de un Estado o algún tribunal constitucional. Nada mostró más claramente el carácter democrático de los Estados Unidos que el retiro del presidente Nixon, lo cual fue, de ipso, una destitución.

En un cambio de gobierno, este poder negativo, la amenaza del despido, es lo importante. Un poder positivo para la instalación de un gobierno o de su jefe es, proporcionalmente, un correlato poco importante. Y, en cierto grado, una falsa insistencia en una nueva instalación es peligrosa: el establecimiento del gobierno puede ser interpretado como el otorgamiento de una concesión por parte de los votantes, una legitimación en nombre del pueblo y “por voluntad del pueblo”. Pero ¿qué sabemos nosotros y qué sabe el pueblo qué faltas y hasta qué crímenes podrá cometer mañana el gobierno que ha elegido?

Podemos juzgar, en consecuencia, a un gobierno o una política, y quizá darle nuestra aprobación y volverlo a elegir. En un comienzo puede tener nuestra confianza; pero no sabemos nada, no podemos saber nada, no lo conocemos, y no podemos suponer que no vaya a hacer mal uso de nuestra confianza.

Según la relación de Tucidides, Pericles formuló estos pensamientos de la manera más sencilla: “Si bien solamente unos pocos de entre nosotros están en condiciones de proyectar o llevar a cabo una política, de cualquier modo todos estamos capacitados para juzgarla”.

Tengo para mí que esta concisa formulación es fundamental y desearía reiterarla. Considérese que la idea de un gobierno del pueblo y hasta la idea de una iniciativa por parte del pueblo son rechazadas y reemplazadas por la idea, totalmente distinta, de un juicio por el pueblo. Cito entonces a Pericles una vez más: “Si bien solamente unos pocos de entre nosotros están en condiciones de proyectar o llevar a cabo una política de cualquier modo estamos capacitados para juzgarla”.

¿Pericles o quizá, Tucidides (presumiblemente ambos tenían la misma opinión) fue quien dijo con la mayor brevedad posible por qué el pueblo no puede gobernar, aunque no existieran otras dificultades? Las ideas, sobre todo las nuevas ideas, pueden ser solamente obra de individuos, quizás aclaradas y mejoradas por la coparticipación de algunos pocos más. Y muchos pueden ver después –en especial luego, cuando han vivido las consecuencias a las que estas ideas llevaron- si fueron buenas o no. Y estos juicios, estas decisiones por “sí” o por “no”, pueden ser también realizados por una gran masa de votantes.

Una expresión como “iniciativa popular” es, por ello, equivocadamente y propagandística. La regla es que siempre se trata de una iniciativa de unos pocos, que en el mejor de los casos presentan al pueblo para una apreciación crítica. Y es por ello en tales casos importante asegurar que las medidas propuestas no excedan la competencia del electorado para juzgarlas.

Antes de dejar estas cosas, desearía advertir acerca de un peligro, que surge cuando se enseña al pueblo y a los niños que viven en un gobierno del pueblo algo que no es cierto (y que no puede ser cierto). Como pronto se dan cuenta de ello, no sólo se impacientan, sino que se sienten engañados: nada saben acerca de la tradicional confusión verbal. Esto puede tener malas consecuencias conceptuales y políticas y hasta llevar al terrorismo. En los hechos, me he encontrado con tales casos.

Libertad y límites

Según hemos visto, somos responsables hasta cierto grado respecto del gobierno, aunque no cogobernamos. Pero nuestra corresponsabilidad reclama libertad, muchas libertades; libertad de palabra, libertad de acceso a las informaciones y libertad de proporcionar informaciones, libertad de publicación y muchas otras libertades. Un “plus” de Estado lleva a la falta de libertad. Pero existe también un “plus” de libertad. Hay, lamentablemente, un abuso del poder del Estado. La libertad de palabra y la libertad de publicar pueden ser mal utilizadas. Pueden, por ejemplo, usarse tanto para dar informaciones falsas como para hacer demagogia. Y, de una manera análoga, cualquier limitación de la libertad puede ser impropiamente usada por el Estado.

Necesitamos la libertad para evitar el abuso del poder del Estado, y necesitamos al Estado para evitar el abuso de la libertad.

Este es un problema que evidentemente no puede ser totalmente resuelto jamás de un modo abstracto y principista a través de las leyes. Requiere de una corte jurídica estatal y, más que todo lo otro, de buena voluntad.

Necesitamos este tipo de comprensión, es decir, que este problema no puede ser resuelto por entero o, más precisamente, que sólo puede ser resuelto mediante una dictadura con su omnipotencia estatal, la que, por otra parte, debemos rechazar por razones morales. Debemos conformarnos con soluciones parciales y compromisos, y en nuestra afección por la libertad no debemos ser inducidos a pasar por alto los problemas concernientes a su abuso.

Algunos pensadores

Este problema fue considerado por algunos pensadores antiguos y modernos, quienes buscaban, según la aplicación de principios generales, fundar la necesidad de la fuerza del Estado y determinar sus límites.

Thomas Hobbes sostuvo que, sin Estado, todo hombre es enemigo mortal del prójimo.

(El hombre es el lobo del hombre”; “Homo homini lupus”) y que por eso requerimos un Estado lo más fuerte posible, para poder reprimir el crimen y el uso de la fuerza. Kant vió el problema de una manera completamente distinta. También creía en la necesidad del Estado y en la limitación de la libertad, pero quería reducir esta limitación a un mínimo. Pedía “una Constitución que asegurara las mayores libertades humanas según leyes que hagan que la libertad de cada uno pueda existir juntamente con la del otro”. No quería un Estado más fuerte de lo que es indispensable para asegurar que cada ciudadano tuviera tanta libertad como fuera compatible con la libertad del otro, y que no la limitara más de lo que este último podía limitar la suya propia. Kant veía la irremediable limitación de la libertad como una carga que es consecuencia necesaria de la convivencia entre los hombres.

La idea de Kant puede ser ilustrada mediante la siguiente anécdota. Un norteamericano fue acusado porque le había aplastado la nariz de un puñetazo a otro individuo. Se defendió manifestando que era un ciudadano libre, y que por ello tenía la libertad de mover sus puños en cualquiera de las direcciones que se le antojara. A lo que el juez le respondió así: “La libertad de mover sus puños tiene límites. Estos pueden a veces modificarse. Pero las narices de sus conciudadanos están casi siempre fuera de esos límites”.

En una obra posterior de Kant (“Sobre el dicho común: Esto puede ser verdad en la teoría, pero no sirve en la práctica”, 1793”), hallamos una teoría sobre el Estado y la libertad mucho más desarrollada. Proporciona en la Parte II, dirigida contra Hobbes, una lista de “principios puramente razonables”. El primero de ellos dice: “La libertad como ser humano cuyo principio para la constitución de un bienestar común expreso yo así: nadie puede obligarme a ser feliz de una manera (determinada), sino que cualquiera puede buscar su felicidad de acuerdo con el modo que le parezca … Un gobierno que se erigiera sobre el principio de la benevolencia respecto del pueblo, es decir, un gobierno paternal (Imperium paternales) … es el mayor despotismo imaginable …” Aunque esta última observación me parece exagerada (después de Lenin y Stalin, después de Mussolini y Hitler), concuerdo enteramente con Kant. Pues lo que él piensa –contra Hobbes- es que no queremos un Estado todopoderoso tan benévolo e interesado en nuestro bienestar que defienda nuestra vida contra los lobos que son nuestro prójimo poniéndola en sus manos, sino un Estado cuyo deber esencial sea respetar y garantizar nuestros derechos.

Este deber sería también decisivo si, en contraste con lo manifestado por Hobbes, todos los hombres se comportaran de un modo angelicalmente bueno entre sí. Porque tampoco entonces tendrían los más débiles derechos contra los más fuertes, a los que se sentirían obligados a agradecerles su tolerancia respecto de aquellos. Sólo la existencia de un Estado de derecho puede resolver este problema, y con ello realizar lo que Kant denomina “la dignidad de la persona”.

Aquí yace la fuerza de la idea del Estado de Kant y el verdadero fundamento de su rechazo del paternalismo. Sus ideas fueron más tarde desarrolladas por Wilhelm von Humboldt. Esto es importante, ya que muchos piensan que estas ideas no volvieron a encontrar eco en Alemania, especialmente en Prusia y en los círculos políticos. El libro de Humboldt se llama Ideas para determinar los límites de la eficacia del Estado. Aunque fue publicado en 1851, había sido escrito mucho antes.

A través del libro de Humboldt las ideas de Kant llegaron a Inglaterra. El libro de John Stuart Mill, On Liberty (1859), fue inspirado por Humboldt, y por lo tanto por Kant, en especial el ataque contra el paternalismo. Se convirtió en uno de los libros más influyentes del movimiento inglés radical-liberal.

Kant, Humboldt y Mill se esforzaron en fundamentar la necesidad del Estado de una manera que mantuviera a éste dentro de los más estrechos límites posibles. Su idea era: precisamente un Estado, pero queremos de él lo menos posible, es decir, lo contrario de un Estado totalitario; ningún Estado paternalista, autoritario, burocrático. Brevemente dicho, queremos un Estado mínimo.

Estado mínimo

Necesitamos un Estado, un Estado de derecho, tanto en el sentido kantiano de que confiera realidad a nuestros derechos humanos como, también, en el otro sentido kantiano; que cree y sanciones ese derecho –el derecho jurídico- mediante el cual limite nuestra libertad lo menos posible y sea lo más justo posible. Y que este Estado sea lo menos paternalista posible.

Pero creo también que cada Estado contiene un momento paternalista o muchos de tales momentos, y que éstos son repudiables.

El deber fundamental que le imponemos al Estado –aquello que le pedimos por encima de cualquier otra cosa- es que reconozca nuestro derecho a la libertad y a la vida, y que, si fuera necesario nos ayude a defender nuestra libertad y nuestra vida (con lo que ellas conllevan) tanto como el derecho que a ellas tenemos. ¡Pero este derecho es ya paternalista! Y hasta lo que Kant denomina “benevolencia” juega aquí, en primerísima línea, un papel importante e innegable. Si llegamos a la situación de tener que defender nuestros derechos fundamentales, entonces no deberíamos experimentar por parte del Estado (de los órganos estatales) ni hostilidad ni indiferencia, sino “benevolencia”. En los hechos, la situación es paternalista tanto desde arriba (el órgano del Estado, que debería ser benévolo) como desde abajo (el ciudadano, que requiere ayuda de alguien más fuerte).

Es cierto que el derecho mismo, en su objetividad, está por encima de estas relaciones cuasi personales. Pero el derecho realizado en el Estado y en sus leyes es obra del hombre. Es falible. Y sus órganos son hombres también falibles. Y el hecho de que estas personas sean a veces malintencionadas, y que debemos estar contentos y hasta agradecidos si demuestran esa “benevolencia” tan humana y despreciada por Kant –a veces a causa de un tiempo de servicio prolongado- muestra que en estas cosas el momento del paternalismo juega un papel múltiple. Desgraciadamente es así, y hago esta concesión muy a disgusto. Pero ésta es, me parece, la verdad, y el abandono de esta verdad ha llevado en las discusiones entabladas en los últimos años a sutilezas lógicas y hasta al ridículo.

Se trata aquí del ahora moderno ataque contra el Estado benefactor. Considero que este ataque y, a través de él, la discusión revivida son importantes. Pero, como ha ocurrido tantas veces, la filosofía ahora a la moda no puede ser tomada lamentablemente muy en serio. Esta intenta demostrar que la teoría del Estado benefactor, que se hace muchas ilusiones acerca de su moralidad y su humanidad, representa en realidad un ataque antiético sobre el más importante de los derechos humanos: el derecho a la autodeterminación, el derecho de elegir ser, a nuestra manera, felices o infelices, el derecho que Kant ha defendido frente al paternalismo.

El nuevo ataque radical contra el paternalismo revierte comúnmente al libro de John Stuart Mill On Liberty, donde se dice: “El único motivo que permite al hombre –sea en forma individual o colectiva- intervenir en la libertad de acción de uno de sus prójimos es la defensa propia … El único sentido por el cual es permitido, conforme a derecho, ejercitar la fuerza frente a un individuo de una comunidad (civilizada, contra la voluntad de este último, es tratar de evitar que otros sufran un perjuicio. El propio bienestar de cada miembro –su bienestar físico o moral- no puede constituirse en una base confiable para tal ataque (a su libertad de acción). Nadie puede ser obligado legítimamente a hacer o dejar de hacer algo porque ello sería mejor para él, porque sería sabio actuar de esa manera (conforme con la opinión de los demás) y no porque ello fuera (jurídica o moralmente) correcto”.

Este paraje, que por lo demás tampoco es desde el punto de vista ideomático especialmente bueno, repite el principio de Kant de que cada uno tiene la libertad de ser feliz o infeliz a su manera y condena como no permitida cualquier intrusión paternalista, aunque la intrusión esté motivada por la defensa de los intereses de un tercero. Nadie –ningún pariente, ningún amigo, y de seguro ninguna autoridad, ninguna institución (como Parlamento), ningún funcionario y ningún emplead – puede arrogarse el derecho de tutelar a un adulto y de ese modo privarlo de su libertad, aunque un tercero se encuentre amenazado.

Hasta aquí todo está muy bien. ¿Quién diría algo contra este principio establecido por Stuart Mill? ¿Pero qué sigue a ello? ¿Puede ser el principio de Stuar Mill utilizado seriamente en defensa de la libertad de acción?

Veamos al respecto un ejemplo muchas veces discutido: ¿tiene el Estado el derecho de ordenar a los ciudadanos que se coloquen un cinturón de seguridad cuando viajan en automóvil? Aparentemente no, según el principio de Stuart Mill; ni siquiera si los expertos tienen la convicción de que esto es necesario por razones de seguridad, de que es peligroso viajar en auto como pasajeros sin ajustarse el cinturón de seguridad.

Pero, ¡Atención! Si esto es así, ¿no se encuentra el Estado en la obligación de evitar que el pasajero, en calidad de tercero, caiga en esta situación de peligro? ¿No está el Estado obligado a prohibir al conductor que emprenda el viaje hasta tanto el pasajero –naturalmente de un modo libre- se haya decidido a ajustarse el cinturón?

Un ejemplo análogamente muy discutido es el que concierne a la prohibición de fumar. ¿No es claro que, según el principio de Stuart Mill, a nadie puede serle prohibido fumar según su propio interés? Pero, ¿y el interés de otros? Si los expertos estatales dicen que es malsano -¡no, peligroso!- inhalar el humo que algún otro ha exhalado, ¿no está entonces el Estado obligado, en todas las situaciones en las que un tercero pudiera sentirse afectado, a prohibir el acto de fumar?

Ocurre algo similar con distintas formas del seguro, por ejemplo del seguro por accidentes. Según el principio de Stuart Mill, éste no podría ser impuesto por medio de una amenaza de aplicar una pena al así afectado para que se asegure, sino mediante una prohibición a un tercero, es decir al dador de trabajo, bajo pena de sanción, de ocupar a alguien que no se haya asegurado antes libremente.

Otro caso muy discutido es el de los estupefacientes. Es claro que, según el principio de Stuart Mill, cualquier persona responsable (¿14 años, 20 años, 21 años?) tiene el derecho inviolable de eliminarse libremente por medio de estupefacientes y que el Estado no debe recortarle esta libertad. ¿Pero no está el Estado obligado a evitar que otros caigan en una situación tan altamente peligrosa? ¿No está acaso obligado el Estado, tal como ocurre ahora, a prohibir la venta de estupefacientes, y ello con las más severas amenazas de castigo?

No quiero afirmar que todos los casos que son discutidos sean tratados según este método, pero parece ser así. (El caso del conductor, que al principio parecía difícil, se resuelve fácilmente: el Estado se encuentra obligado a forzar a cualquier que pone a disposición de un tercero un automóvil para que este último lo maneje –a través de una venta o préstamo- con la amenaza de aplicación de un castigo, a solicitarle como condición la firma de un documento según el cual aquel tercero se obliga a pagar una suma mayor si olvidare, antes del comienzo del viaje, ajustarse el cinturón de seguridad).

Concedo gustosamente que nuestros órganos del Estado harían muy bien (no desde el punto de vista de sus intereses propios, sino desde el nuestro) en recordarles siempre, al adoptar este método de la prohibición, que no tienen derecho a forzar a alguien a hacer algo “en su propio interés”. Pero podrían de este modo, aunque en una forma más mejorada, desahogar todos sus instintos paternalistas, casi como sucede ahora, aunque con la bandera de que actúan en defensa de terceros.

Los impuestos para mantener un Estado benefactor no se requerirían entonces para terceros, y cada uno es completamente libre de pagar los impuestos, pero no de hacer uso de sus derechos a la beneficencia. El principio de Stuart Mill (que acepto en la siguiente forma: cada uno es libre de ser feliz o desgraciado a su manera, en tanto que un tercero no sea amenazado, pero el Estado es responsable de que sus ciudadanos vayan a correr peligros evitables, que no pueden juzgar por sí mismos, sin haber sido antes ilustrados al efecto) puede aportar algo, aunque sea de un modo pequeño, a la muy importante crítica respecto del Estado benefactor. Y nuestro justificado interés en la existencia de un Estado mínimo no tiene absolutamente nada que ver con el principio de Stuart Mill. Pero nuestro interés en el Estado mínimo tiene mucho que ver con el Estado benefactor; lleva a la proposición de que el sistema de seguro social sea privatizado.

Al final desearía llamar la atención sobre el hecho de que existe todavía una función tradicional del Estado, la que me gustaría, como tantas otras, calificar de superflua, pero que, es lástima, no puede ser calificada de tal; lamentablemente, resulta todavía de máxima importancia y no puede ser confiada a ninguna empresa privada.

Me refiero a la defensa del propio país. Claro que ésta es, en cualquier sentido y de cabo a rabo, una función paternalista y, asimismo, que su significación actual hace aparecer a todas las teorías antipaternalista como una filosofía poco interesante. Al revés, estas filosofías suponen esperanzadamente que, por el simple hecho de ignorarlo, podrían hacer desaparecer el problema de la defensa del propio país. Pero éste es de una importancia sobresaliente y extraordinariamente costosa. Se trata de la peor amenaza contra un Estado mínimo. Y nos recuerda otra función, ciertamente mucho más barata, que se relaciona estrechamente con la defensa del país: la igualmente importante política exterior. Ambas acarrean consecuencias que hacen del concepto de un Estado mínimo un ideal remoto y utópico, pero que por eso mismo no debe ser abandonado. El Estado mínimo continúa viviendo, aunque sea solamente como un principio regulador.

Y deseo mencionar algo más. Un Estado obligado a la defensa de su territorio debe controlar la capacidad de defensa de sus ciudadanos y, por ellos, su salud; e inclusive controlar su economía hasta cierto grado, ya que debe tener dispuestas grandes reservas, también las técnicas de comunicaciones, de señales y muchas otras cosas.

Los menores de edad

Pero, desgraciadamente, las cosas no andan, en principio y por motivos morales, sin paternalismo. Cuando el Estado reconoce los derechos de los ciudadanos a ser defendidos por la policía contra los asaltos, también debe reconocer los derechos de los menores de edad para que éstos sean defendidos de múltiples maneras; si es necesario, incluso contra sus padres. Y con ello se convierte, en principio, en Estado paternalista.

Entonces, en lugar del problema “Estado mjínimo paternalista”, surge el problema “no más paternalismo que el que sea moralmente indispensable”. En lugar de una superioridad moral principista del Estado mínimo sobre el Estado paternalista, moralmente arrogante, retrocedemos a la antigua oposición entre el Estado y la libertad, y a la regla antidictatorial de Kant en el sentido de no coartar la libertad más de lo que sea inevitable.

Un punto importante en cualquier teoría de Estado no tiránico (es decir, “democrático” es el problema de la burocracia, puesto que nuestras burocracias son “antidemocráticas” (en mi concepto de la palabra). Contienen innumerables dictadores de bolsillo, los que prácticamente nunca son llamados a responder por sus actos u omisiones. Max Weber, un gran pensador, tenía este problema por insoluble y era pesimista en ese aspecto. Yo lo considero en principio como fácilmente solucionable, si se reconocen nuestros fundamentos democráticos y se desea, además, resolver seriamente el problema. Pero también considero el asunto de la burocracia militar como insoluble.

El peligro de una fuerza militar que crece sin límite y que no puede ser públicamente controlada es una de las muchas razones por la cual, en calidad de optimista, deposito, y debo depositar, mi entera esperanza en una paz mundial, aunque la misma yazga todavía remota: en La paz perpetua de Kant.

Pero al hablar de esto debo dejar completamente aclarado que, en interés de la paz, soy un adversario de los así llamados movimientos pacifistas.

Debemos aprender de nuestras experiencias, y ya por dos veces el movimiento pacifista ha llevado a alentar al agresor. El kaiser Guillermo II esperaba que, a pesar de la garantía dada a Bélgica, Inglaterra no se decidiera por motivos pacifistas a declarar la guerra; y lo mismo pensaba Hitler, no obstante la garantía de Inglaterra a Polonia.

Derecho a la esperanza

Nuestras democracias occidentales, encabezadas todas por los Estados Unidos –la más antigua de las democracias occidentales-, conforman un éxito sin ejemplo; un éxito hecho con mucho trabajo, mucho empeño, mucha buena voluntad y, sobre todo, con muchas ideas creativas en muchos terrenos. El resultado; muchas personas felices viven una vida más libre, más hermosa, mejor y más prolongada que lo que jamás sucedió antes.

Sé, naturalmente, que mucho debería ser mejorado. Lo más importante es ciertamente que nuestras “democracias” no se diferencian de un modo suficientemente claro de las dictaduras de una mayoría. Pero nunca han existido antes en la historia Estados en los cuales los seres humanos pudieran vivir tan libremente y en los cuales tuvieran la posibilidad de llevar una vida igualmente buena o mejor.

Sé, también, que muy pocas personas comparten esta opinión. Sé, asimismo, que existen en nuestro mundo lados oscuros de la vida: criminales, crueldades, drogas. Cometemos muchas faltas; lamentablemente muchos continúan prendidos a ellas.

Así es el mundo. Nos impone deberes. Podemos estar conformes con él y ser felices. ¡Pero esto también hay que decirlo! Y yo no lo escucho casi nunca. En cambio se escuchan diariamente lamentos y rezongos sobre el supuestamente mundo malo en el que estamos condenados a vivir.

Considero la difusión de estas mentiras como el mayor crimen de nuestra época, pues amenaza a la juventud e intenta arrebatarle su derecho a la esperanza y al optimismo. En casos individuales lleva al suicidio, a las drogas o al terrorismo.

El peligro de los medios

Felizmente, la verdad puede ser fácilmente comprobada: la verdad de que en Occidente vivimos en el mejor de los mundos que jamás haya existido. No debemos dejar que esta verdad siga siendo sofocada por más tiempo. Los medios, que desde este punto de vista son los pecadores más grandes, deben persuadirse de que infligen así graves desgracias. Deben ser persuadidos a la colaboración.

Debemos obligar a los medios a que vean y digan la verdad. Y debemos llevarlos también a que vean sus propios peligros y a que desarrollen, como todas las instituciones sanas, su propia autocrítica, a fin de que puedan advertirse a sí mismos. Es un nuevo deber para ellos. El daño que ocasionan actualmente es grande. Sin su cooperación es casi imposible seguir siendo optimista.

(Traducción de Rodolfo Modern)
LA NACIÓN – Gran Bretaña 1990

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Autor

Luis Balcarce

De 2007 a 2021 fue Jefe de Redacción de Periodista Digital, uno de los diez digitales más leídos de España.

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