Es Semana Santa en Castilla.

Callan cielos y tierra y se detienen a contemplar al Nazareno que asoma bajo el viejo arco románico que, débilmente iluminado, cierra el casco antiguo de la ciudad. Él no lo sabe, pero dentro de unos minutos, eternos y angustiosos, va a ser prendido. Por la otra esquina, donde la calle se pierde en el campo, asoma la soldadesca. Rufianes y patanes se vienen dando codazos para animarse, la tarea es sencilla, que es un solo Hombre, pero tienen miedo.

El cielo parece presentir que va a ocurrir una tragedia y cierra los ojos con nubes negras y opacas para no ver tanto dolor. Pero los rudos redobles y las chirriantes cornetas obligan a todos a mantener la atención. Jesús es prendido, calla el cielo y llora sin gemido. Se hunde la Bolsa en todo el mundo. Los pies se arrastran bajo el pesado esfuerzo, faltan las fuerzas y el paso se hace más lento. Lamentos van al aire y mueren en el aire.

Al otro lado del pueblo, en la avenida principal, suena un tubo de escape libre, Judas se asusta, fuma con desasosiego entre las sombras y piensa en el suicidio. El Nazareno, preso del furor, preso del temor, marcha con la cruz sobre sus espaldas y a su lado cruza un viejecito con paso lento y el Parkinson a cuestas. Tres o cuatro mozos que han salido de un bar riendo en tropel tienen que hacerse a un lado para evitar que Jesús los arrolle en su caída. Todo el mundo se para a ver y una niña rubia pregunta que qué ha pasado, mama. Un cofrade orondo y satisfecho de la vida, descalzo y cargado de cadenas de oro pone una mano sobre el hombro del caído y le dice con gesto imperativo que vamos, vamos, que hay que llegar al monte a las diez, que está el Gobernador esperando.

En la Plaza Mayor vuelven los penitentes, vuelven las cruces a cuestas. Pasan los concejales, satisfechos y engreídos, y circula la banda de cornetas que reemprende el camino. Vuelven los cirios a pasar, temblando, asustados de que una brisa siegue sus vidas. De nuevo los pies descalzos. De nuevo las heridas, de nuevo el silencio. De nuevo las mentiras, de nuevo el fingido respeto. Sabe el Condenado que el camino es largo y agónico, sabe que la tártara tortura espera, sabe que la muerte acecha más allá del puente mayor. Sabe.

“El Caribe es tu pasión” reza el cartel que el Reo alcanza a ver en la agencia de viajes, Calle de la Constitución 65, un instante antes de que le den una patada por haberse vuelto a caer. El asfalto está frío y huele a neumático y alcantarilla. Alguien sale de la acera de espectadores y se dirige al Caído. Un hombre con barba cana, regordete y calvo enjuga la sangre y el sudor del rostro del Condenado. Se arrodilla ante Él, se quita un sombrero un tanto cursi y le ofrece un paño. El rostro del Señor queda impreso. A ambos lados de la calle el público, mezcla de religiosidad y costumbrismo, se divide en partidarios y opositores, todas las primaveras pasa lo mismo. Un soldado aparta de un empujón al intruso y la comitiva reinicia el camino.

Al final está el viejo monte, todo acabará en él. El verde oliva de la banda de la Cruz Roja redoblará sus redobles y a una señal brillan súbita y fugazmente las cornetas que entonan un tétrico lamento. Al fondo, una indiferente pareja de novios se da el pico y piensa en la peli de esta noche. Acaban de volver de Benidorm y todavía les escuece la espalda.

No se necesitan extras para clavarle en la cruz, se entrega mansamente, resignadamente, sumisamente, tercamente. No intenta la humana fuga del inhumano suplicio. Algún coche se ha dejado la radio puesta y suenan bárbaras canciones en un idioma bárbaro. No hay gritos, sólo refrenadas muestras de sufrimiento. La cara retorcida, una contorsión en cada martillazo, los ojos oprimidos, la frente arrugada.

Por fin llueve, los cielos se abren y un diluvio efímero descarga sobre la multitud que se disuelve precipitadamente. Se marchan los capirotes, los soldados se pierden en la oscuridad. Desaparecen mantillas y peinetas. Se van los concejales. Han traído un camión grúa para levantar la cruz. Callan cielos y tierra y se detienen a contemplar al Nazareno que va a expirar. Aquella niña rubia espera dormida en el coche a que su padre vuelva con las tenazas y el martillo. Todo ha terminado y alborea el nuevo día. Abajo, en la ciudad, en la ETT un papel mal rotulado pregona que en Nazaret se necesitan carpinteros. Es Semana Santa en Castilla.

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Pedro de Hoyos

Escribir me permite disfrutar más y mejor de la vida, conocerme mejor y esforzarme en entender el mundo y a sus habitantes... porque ya os digo que de eso me gusta escribir: de la vida y de los que la viven.

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