Dos amigas, una amistad demasiado peligrosa

Lila y yo hemos sido amigas durante tantos años que no puedo recordar nuestra primera aventura, pero estoy segura de que ya en la guardería la liábamos parda, en la deprimente guardería que había en nuestro barrio.

Muy a mi pesar ella siempre fue la valiente, la buena, la lista, la primera, la de las ideas. En cambio yo solo he sido la amiga leal, su apoyo, incluso su criada, debo admitirlo, pero me gustaba tanto su amistad que no me importaba. Si alguien quería saber dónde estaba yo le habría bastado buscar a Lila. Hasta ayer.

Y no sólo fue así durante nuestra infancia. Todavía recuerdo cómo, con llantos fingidos y con la ayuda y la influencia de Don Marcello, el cura de nuestro barrio, conseguimos que nos dejaran ir juntas al instituto de la ciudad.

Allí compartimos los estudios, los profes (especialmente aquel alto y grandote, con la nariz tan curva, aquel que sin mi “cariñosa” intervención un mes antes la habría suspendido en junio) y también las tareas y los exámenes. Y los amores. Incluso los sinceros y profundos. Y a pesar de ello hemos continuado siendo amigas. Hasta ayer, claro. Porque aunque siempre me he guardado algunas dudas sobre sus intenciones la he tenido como mi referencia vital, de mis actitudes, de mis respuestas a las grandes preocupaciones de la vida.

De todas formas, debería haberme dado cuenta antes. Si hubiera tenido los ojos abiertos. Si hubiera sido consciente de la realidad. Si hubiera pensado en tener mi propia personalidad. Si no hubiese querido vivir su vida en vez de la mía. Si no… Pero es demasiado tarde para quejarme. Afortunadamente ayer me he dado cuenta, me he rebelado y empezado a tomar mis propias decisiones. Ayer tomé mi decisión más importante.

Me había quedado dormida. Es lo que todo el mundo hace aquí. No hay nada más, salvo ver la televisión durante horas. Me había quedado dormida. Y de pronto soñé con el día en que conocimos a Pedro y Pablo. «¿Qué, quedamos con los dos apóstoles?» me preguntaba los viernes, cuando ya estudiábamos juntas en la universidad. Y quedábamos los cuatro. Pietro era el hermano serio, consciente, estudioso, siempre ocupado, siempre trabajando en el negocio familiar. Me gustaba; a ella sin embargo le gustaba Paolo, el hermano listillo, más vanidoso y alegre. Y siempre con dinero en el bolsillo. A veces demasiado.

¿Realmente lo soñé? ¿No estaría recordando lo que realmente sucedió ese día? Más o menos un año después de haberlos conocido quedamos para ir los cuatro a cenar y luego a la discoteca. Sólo Pietro vino a buscarnos. Llegó media hora tarde, desgranando una lista de excusas, con la cara blanca y los ojos muy abiertos. La policía había detenido a su hermano por haber robado la nómina en la fábrica de su padre. A pesar de que en ese momento Pietro y yo éramos novios Lila se casó con él un año más tarde.

Me había quedado dormida. O creí que me había quedado dormida. Pero en ese momento me di cuenta de que eso era lo que había sucedido siempre: Ella había robado mi vida. Había vivido mi propia infancia, mi adolescencia, mi juventud, mi madurez. Incluso mi matrimonio y mi vida familiar. Mis hijos, mis sueños.

Lila y yo hemos sido amigas durante tantos años que no puedo recordar nuestra primera aventura, pero estoy segura de que ya la liábamos parda en la guardería, en la deprimente guardería que había en nuestro barrio. Y también hemos montado más de una aquí, en el asilo. Hasta que ayer se acabó todo. Porque aunque la policía me considere culpable no me hará nada. A mis ochenta y siete años soy feliz, soy libre. Gracias a Dios por fin puedo reír. Aún me queda mucho qué vivir.

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Pedro de Hoyos

Escribir me permite disfrutar más y mejor de la vida, conocerme mejor y esforzarme en entender el mundo y a sus habitantes... porque ya os digo que de eso me gusta escribir: de la vida y de los que la viven.

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