Mi madre le habló de usted a sus padres toda su vida. Simone de Beauvoir y Sartre se hablaron siempre de usted. Ni mi madre quiso menos a sus padres que los aborrecentes que llaman «tío» a su padre ni los mentados amantes dejaron de tener sus cosas íntimas por mucho que se hablaran de usted. Sostengo, de hecho, que la vida resulta más amable cuanto más se hable de usted a quien nos vende cosas, conduce por nosotros o nos da de comer en un restaurante. Pero es una batalla perdida. Cuando una veinteañera que me sirve un café me pregunta «¿lo quieres con azúcar o con sacarina?» le contesto lo más educadamente que puedo «no, gracias, prefiero azúcar», y no dejo de hablarle de usted en toda ocasión que se me presenta. Por dar ejemplo.
A mis alumnos se lo digo el primer día de clase: aquí nos hablaremos siempre de usted, y yo bien que cumplo: jamás me dirijo a un alumno si no es de usted. «Son ustedes bachilleres españoles, es lo que se merecen». Y cuando se extrañan les pregunto si saben de dónde viene el usted. Entonces ponen cara vacuna, queriendo dar a entender que sí lo saben, pero a esta generación lo de la filología se le confunde en la cabeza con logías, sofías y otras desinencias raras. Tampoco saben, normalmente, lo que es una desinencia. Más cara vacuna. Entonce les explico: usted es la contracción de «vuestra merced», y me complazco en dirigirme a la delegada – últimamente suelen ser chicas las «portavozas» de los cursos – como «vuestra merced». También para dar ejemplo. Porque ellos son incapaces de adoptar el usted. Vienen de decirle seño y profe a sus sufridos desasnantes de la primaria y secundaria y sólo la vida, a base de bofetadas, les enseñará, tarde y mal, que al que le hace la entrevista de trabajo había que hablarle de usted, y lo aprenderán cuando dé por terminada la entrevista y nunca más los llamen. Por eso los reto a hablarle de tú al jefe de su empresa o al jefe de recursos humanos cuando anden buscando trabajo. Para que aprendan.
Macron ha puesto en su sitio a un aborrescente francés que lo saludó con un «qué tal, Manu». Al Presidente de la República, lo que equivale a llamar Paco o Francis al Papa en la Capilla Sixtina. Y se ha recreado en la suerte atreviéndose a espetarle que para esas confianzas debe primero acabar sus estudios y ganarse la vida. Mucho me temo que esos gestos le vienen a Macron del hecho de compartir la vida con una profesora que, quizás, esté aún en la lucha romántica de mantener unas formas que a la gente menuda le suena a lenguaje de dinosaurios.
La desfachatez más aguda que conozco al respecto la cometió un soldado raso en una base militar poco frecuentada por mandos. Un día llegó el coronel en su coche oficial y el mentecato del soldado lo saludó con un «a la orden de usted, mi coronel». A los coroneles hay que tratarlos de «usía». El coronel, extrañado, le preguntó: ¿De usted? Y el menda contestó: hombre, no lo voy a tratar de tú, no nos conocemos. De allí fue al calabozo para una temporada. Permítanme que lo diga: por imbécil.
No tengo que señalar que a ustedes, lectores, me dirijo siempre de usted. Por respeto y con un mucho de agradecimiento. No intento poner lejanía sino cortesía, más allá de la educación que nos es exigible a quienes comparecemos ante un público que siempre ha sido llamado «el respetable», al menos en los toros, esa otra anomalía.