Palpito Digital

José Muñoz Clares

El santito Fidel

La izquierda ortodoxa manifiesta una irrefrenable inclinación a construir religiones laicas paralelas a las de verdad. Materialistas consumados y descreídos de excomunión diaria, no se cortan a la hora de proclamar que siguen vivos quienes han sido reducidos a cenizas o, peor aún, embalsamados, que no ha sido el caso de Fidel, aunque yo eche de menos tal suerte pensando en un parque temático de momias que ya se aproximan peligrosamente al número de faraones conservados al estilo mojama. Los dictadores, mal que les pese en vida, si es que les pesa, están abocados al riesgo de que sus restos presidan salas lúgubres y a encabezar unas práctica que vivos no consentirían: su santificación al modo cristiano a base de cuerpos artificialmente incorruptos, reliquias laicas, oraciones y miradas dirigidas a un cielo del que en vida renegaron, paternidades colectivas que brotan de su pueblo huérfano… Tales fastos nos los presentan los deudos como prueba irrefutable de la supervivencia ultraterrena del muerto y bien muerto que no se habría dejado incinerar si mantuviera un mínimo de impulso vital, al menos no sin resistencia contumaz. Y mucho menos embalsamar que, repito, no ha sido el caso. Así que el santito Fidel, fusilador y encarcelador compulsivo, que condujo a su pueblo a salarios más bajos que en Haití – poco más de 20€ de media -, pasa a la posteridad, según sus fieles, como ejemplo a seguir. Si no conociéramos nosotros el duelo post Franco, seguido de unas primeras elecciones en que sus fieles adeptos no pasaron de 50.000 votos, podríamos pensar que hay en esta religión incipiente algo más que inercia de un pueblo atenazado por la policía y el ejército, con poco recorrido por delante: algo más que Ceaucescu y algo menos que Stalin. La televisión cubana ha prohibido a los presentadores dar los buenos días pues no se concibe un buen día sin Fidel. Corea del Norte, en un aniversario del dios laico Kim Il Sung, prohibió reír al pueblo y el pueblo, dicen, no rió, aunque no consta el número de quienes secretamente se cachondearon del muerto en la esperanza de ver caer a sus plañideros beneficiarios.
Con Cuba tengo yo, y creo que muchos españoles, una relación presidida por una nostalgia imposible: sin haber estado la sentimos nuestra en el sentido más desprendido del término. Nuestra por historia por idioma por cultura y por el deseo de que les vaya lindo; que sean libres y, en lo posible, felices. Nuestra al modo que vi en Antaviana, la inolvidable obra de Dagoll Dagom: aquella chica que abría la ventana de su habitación y veía, sin vivir allí, el puerto de la Habana. Llevamos a Cuba en el corazón los españoles. Por eso a mucho nos duele lo que Fidel le ha hecho durante tanto tiempo, porque además contamos con la experiencia de lo que Franco nos hizo a nosotros: empobrecernos, sembrar de gris lo que debió ser colorido, cortarnos las alas mientras los demás volaban en la dirección que libremente eligieron. Por eso, por más que lloren sus obligados dolientes, no tengo por qué perdonar a esa banda de desalmados que han dado al mundo muchos más gestos que gestas – lo he leído en El País, no sé de quién; cumplo con decir que no es mío el hallazgo -, como la foto del Che que ha sustituido al Che para bien de su memoria bandolera. Así le pase lo mismo a Fidel, que se quede en unas fotos tristonas de barba rala y gorra militar afrancesada, fusil al hombro y profiriendo discursos interminables que han debido conducir a más de un problema de próstata a sus ahora compungidos creyentes. Andan ahora paseando sus cenizas entre la adhesión inquebrantable que sólo inspiran los dictadores. No sé si la historia lo absolverá ni me interesa; más bien creo que la historia echará al cenicero la ceniza del puro cubano que se fuma en conmemoración del «uno menos» que la muerte de Fidel ha supuesto. Un obstáculo menos entre el pueblo cubano y su futuro en libertad.

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José Muñoz Clares

Colaborador asiduo en la prensa de forma ininterrumpida desde la revista universitaria Campus, Diario 16 Murcia, La Opinión (Murcia), La Verdad (Murcia) y por último La Razón (Murcia) hasta que se cerró la edición, lo que acredita más de veinte años de publicaciones sostenidas en la prensa.

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